Para que luego digan que lo bueno es comer verdurita y cuidarse la tensión si uno quiere llegar a viejo. Ochenta años cumple (dice) este fin de semana Hugh Hefner, o sea, Hef, o sea, ese señor del pelito blanco, la pipa omnipresente y el batín rojo de raso, el millonario hecho a sí mismo, el sueño húmedo de lo que quiso ser Stan Lee (en el peluquín, sí, deben parecerse en algo). Mismamente, el fundador de Playboy y, en tiempos, un señor que escanzalizaba lo suyo a la sociedad americana con el descubrimiento inmoral de que la vecinita de al lado podía tener enormes senos turgentes por debajo del delantal con el que hacía la tarta de manzana y trufaba el pavo del Día de Acción de Gracias (tardaron mucho tiempo, no sé si saben ustedes, en demostrar que también había pelo allá donde las piernas tienen la tuerca; lo digo porque, de un tiempo a esta parte, según se ve en las revistas de don Hef, las mujeres de ahora son lampiñas como las Barbies también por la parte de ahí abajo de la peluquera).
Fue un solterón empedernido que cumplía la máxima de aquel profesor de la facultad de biología de Sevilla que decía que, habiendo taxis en la calle, no le hacía ninguna falta comprarse un coche. Hef tenía a su alcance no taxis, sino flotas enteras de limusinas, y fue a picar muchos años más tarde con una que era tan igual que las demás que no sé si la llamararía por su nombre siquiera. Se divorciaron hace poco, pobrecito, tanto glamour y tanto dinero y no fue capaz de conservar a la mujer de los sueños de los otros.
En el futuro se escribirán novelas, se harán películas y musicales, se destramarán (no sé si me acabo de inventar este palabro, pero me gusta) todos los chanchullos que sin duda habrán tenido lugar en su Xanadú privado (o sus Xanadúes, no estoy seguro de que la Mansión Playboy no esté en dos sitios). Porque Hef viene a ser la versión cachonda de William Randolph Hearst, sin llegar a los extremos de delirio de su imitador-competidor-señor mochales llamado Larry Flynt. O sea, Hef ha vendido sobre todo glamour y clase, y sus chicas, tamizadas primero por los difuminados del aerógrafo y ahora por el Photoshop, siliconadas, estilizadas, convertidas hoy por hoy en diosas imposibles, siempre han mostrado eso que el viejo Hef se ha empeñado en contar: buen gusto.
Ya les digo: hay epopeyas políticas, maratones sexuales, tejemanejes de antivicio que contar algún día sobre los casi sesenta años de reinado de aquí el señor de la foto. Hoy día puede que todo nos suene a infantil, algo pasado y remoto, de capa caída, imposible de competir con las proezas que nos cuela en el salón de casa cada horterilla tatuado de GH, pero en los años sesenta y setenta tener por la casa a docenas de modelos desinhibidas pasando de bañera en bañera y de cama en cama tuvo que ser de infarto. Ya tarda James Elroy en meter baza, a ver si nos explica cuál es el secreto del champú para bebés que según se rumorea era el utensilio sexual favorito de aquí don Hugo.
Pues nada, chavalote, feliz cumpleaños, que ya vemos que estás hecho un gañán. Anda que no hay que tenerlos bien puestos para pasarte la vida en pijama, aunque sea de raso, y sin importarte el qué dirán. A ti plin, Hef. Tú sí que eres un guru y no L.Ron Hubbard.
Lo dicho, feliz cumpleaños. Qué envidia llegar donde tú has llegado, como has llegado, y lo que te has ido encontrando por el camino.
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