De todas las películas que he visto del viejo Clint ésta es quizás mi favorita. Ya saben ustedes, Clint Eastwood, aquel chaval largirucho que hacía papelitos secundarios en las pelis de la mula Francis, que asomaba fugazmente el careto en la barca de donde el monstruo de la laguna negra se llevaba a la chavala del bañadorcito blanco, y que encontró su lugar en el sol allá en Almería, de la mano de Sergio Leone.
El viejo Clint, incluso cuando era el joven Clint, ha jugado siempre al desconcierto: hoy podía ser poli individualista al borde del facherío (pero enfrentándose, pásmense, al facherío), marshall a por todas incluso más allá de la muerte, forajido y hasta desertor (la única peli suya, creo, que me aburrió de muerte, pero dicen que todo se perdió con la versión censurada que aquí vimos). El viejo Clint, además, ya nos hizo la primera peli con psicópata femenina (Escalofrío en la noche), donde era disc-jockey nocturno y nos dejaba a cuadritos cuando veíamos que además de interpretarla y producirla (ah, ese lacónico "Malpaso Productions"), también la dirigía. Un monstruo. Hasta alcalde fue de su pueblo, dice que porque el alcalde que había era algo corrupto y así arreglaba su calle, entre otras cosas.
Esta película del año 93 resume, aunque no sea dirigida por Clint, gran parte de lo que es Clint Eastwood en el cine: el heredero único e indiscutible del duro de una sola pieza capaz al mismo tiempo de tener hondas convicciones morales. Aquí encarna a un agente del FBI, felizmente llamado Frank Horrigan para quienes recordamos a Phil Corrigan de la misma organización, enfrentado a la sombra de los recuerdos de su pasado. Un thriller entre policía y psicópata donde el psicópata no sólo no sobreactúa, sino que hace una composición excelente: John Malkovich juega con su personaje, lo estiliza, lo enfría, sabe cuándo y cómo jugar con la inexpresividad de sus ojillos medio bizcos. Da miedo, en suma. Y el viejo Clint (creo que ésta es, sí, la primera película donde advertimos que estamos viendo al viejo Clint) no teme enfrentarse a un monstruo escénico, aunque compartan en pantalla pocas escenas, y sale bien parado. El viejo Clint no suele dar malos pasos.
En la línea de fuego, dirigida con magnífico ritmo por Wolfgang Petersen, rebusca en la memoria perdida de Estados Unidos a través de la memoria siempre presente del fracaso de Frank al no haber podido evitar el magnicidio de John F. Kennedy en Dallas. Rendido al alcohol, divorciado, viejo, cansado, Frank tendrá una oportunidad de redimirse cuando descubre que un ¿psicópata? planea un atentado contra el actual inquilino de la Casa Blanca, un político mediocre (es significativo que sólo lo oigamos hablar en los mítines, donde suelta tópico electoral tras otro), a pesar de la consabida oposición del séquito presidencial (unos tipos muy distintos a los que luego veríamos en El Ala Oeste) e incluso de sus actuales jefes dentro del FBI.
La película avanza con precisión matemática, dosificando a la perfección las sorpresas (la presentación de Clint como supuesto delincuente en un caso de falsificación de billetes y que remite, me parece, a Vivir y Morir en Los Angeles; cómo Malkovich descubre que la cajera es soltera por la foto del perro que tiene sobre el escritorio; cómo todo encaja luego por una conversación casual donde el viejo Clint descubre qué demonios significa "Skellum"; cómo se redondea la pirueta cuando, en la foto de la nueva cajera del banco, vemos a la anterior con una camiseta de Minnesotta). Los típicos detalles que sólo pasan en las películas (cómo el viejo Clint no usa gafas de sol porque le gusta mirar a los ojos para intimidar y no olvidar; la pirueta de caídas al abismo que protector y atacante intercambian al final) no sólo no chirrían, sino que presentan un producto redondo en el que Petersen muestra de manera objetiva y casi fría el circo electoral americano (en ningún momento se glorifica al presidente, ni hay discursos patrioteros, sino todo lo contrario: el viejo Clint no duda en tachar de propaganda de escaparate el tener que correr al lado de la limusina presidencial o que haya una agente femenina dentro del círculo inmediato de guardaespaldas, y hasta llega a decir que prefiere no intimar con aquellos a quienes protege por si descubre que no merece la pena protegerlos).
Frank Horrigan y Mitch Leary juegan a ser las dos caras de una misma moneda: el sueño que quedó roto aquella mañana en Dallas y la pesadilla que luego se reprodujo en Vietnam. Frank se niega a captar el paralelismo, pero Leary lo ve claramente, y recalca la ironía. Su parlamento "Ni siquiera recuerdo cómo era antes de que ellos me metieran la zarpa encima" habla mucho de inocencias perdidas y caminos desviados.
Débil, con gripe, envejecido, melancólico, el viejo Clint al final, como ya sabíamos, salva el día y se queda con la chica. No importa que haya hecho algo de trampa y, sí, acepte el disparo en el corazón y lo evite con un chaleco anti-balas. Qué demonios, estamos en la época del pragmatismo. Y ver esa barbilla temblando y al borde de las lágrimas tiene su encanto.
Comentarios (51)
Categorías: Cine