Mientras esperamos el estudio que Ángel de la Calle dedicará al personaje en uno de los próximos libritos de la colección sin palabras, he de confesarles que The Phantom (al que la mojigatería española, ni siquiera franquista, rebautizó como El Hombre Enmascarado) ha sido siempre uno de mis héroes de historieta favoritos.
Y lo ha sido porque lo guionizó durante mucho tiempo Lee Falk, uno de los mejores guionistas de la historia (un hombre que, además, era productor teatral y entendía de trucos narrativos), y porque tiene una mitología propia absolutamente redonda y envidiable. El Fantasma, el Espíritu que Anda, es un justiciero selvático, enmascarado, en teoría inmortal, que gobierna las junglas y las ciudades y teje a su alrededor unas bambalinas escénicas que en teoría dan mucho miedo (y que, me temo, nunca han sido explotadas lo suficiente): hombres que no pueden morir, calaveras, pigmeos de flechas envenadas, perros que son lobos. Los lectores estamos en el ajo (aunque durante una buena parte del inicio de la serie no) y sabemos que en realidad The Phantom es tan limitado y tan mortal como cualquiera, que las balas lo pueden matar en cualquier momento aciago, y que en realidad el hombre que se oculta tras la máscara y ese traje de superhéroe adelantado a otros superhéroes es el vigésimo descendiente de un noble inglés víctima de los piratas Singh que juraría, sobre la calavera del asesino de su padre, dedicar su vida a combatir la piratería y la injusticia no sólo él, sino su descendencia completa. Cuando un Fantasma muere, su hijo ocupa su lugar, sin que en teoría se diferencie porque el disfraz le confiere anonimato.
La serie, todo un clásico de los cómics que nunca viene mal recuperar (¿leerán esto los de Planeta? Si es así, que sea en glorioso blanco y negro, por favor, y adviértase el adjetivo: glo-rio-so), contó en sus inicios con los dibujos de Ray Moore, que fue capaz de prestar un tono tétrico de luces y sombras y glamorosas mujeres. Moore volvió tocado de la segunda guerra mundial y durante mucho tiempo la serie pasó a las manos de Wilson McCoy, un dibujante netamente inferior, con una limitada capacidad de dibujo... y una maravillosa capacidad para contar sus historias. Su Hombre Enmascarado es menos heroico, quizás, menos superhombre, pero las aventuras que corre en la selva son sencillamente deliciosas, y la manera en que McCoy saca partida a sus limitaciones artísticas, de estudio.
A principios de los años sesenta, y durante mucho tiempo (y ayudado por autores que no tengo controlados, lo siento), la serie pasa a manos de Sy Barry, el hermano del dibujante de Flash Gordon. Sus primeros años al frente de la tira son, sin duda, junto con los primeros años de Ray Moore, lo mejor que se ha hecho sobre el personaje: Barry le da un toque muchísimo más realista a la strip, que contrasta enormemente con el tono simpático y casi autoparódico que McCoy le había dado, y siguiendo el cambio de los tiempos, The Phantom no tiene reparos en asumir la década en la que se encuentra. La jungla de Bengala ya no es esa mezcla improbable de Asia y África y cuento de hadas, sino que se sitúa en unos parámetros y unos entornos reconocibles: es la época del despertar del continente negro en los años sesenta, y Lee Falk la acepta y la lleva adelante. Los primeros años de esta nueva andadura de la serie, por cierto, no se han vuelto a publicar en España desde mediados de los años sesenta (¿me estará leyendo Planeta?), cuando Ediciones Dólar publicó esas tiras (con publicidad inter-viñetas, pero esa es otra), con lo cual no estaría de más recuperarlas algún día, pues merecen mucho la pena.
Porque de El Hombre Enmascarado, como con cualquier clásico, cada vez que se hace un intento de recuperación se vuelve a lo mismo. O sea, a las historias del principio. Es lo que hizo Ediciones B hace unos años, cuando interrumpió la publicación de las poco interesantes historias más cercanas en el tiempo y volvió atrás, al principio. Recoloreando innecesariamente, pero bueno. Cuando poco después Ediciones Magerit recoge la antorcha, completa toda la etapa McCoy y, en vez de continuar con esos primeros años impresionantes de Sy Barry, salta en el tiempo y se dedica a presentar historias inéditas... historias que no tienen ya chicha ni limoná (y la edición, todo sea dicho, no era para tirar cohetes y costaba, cachilimóchiles, un ojo de la cara). Quedan inéditas casi todas las planchas dominicales del personaje, por cierto.
Un poco antes, Ediciones Vértice publicó mucho material de Sy Barry... con unas traducciones deleznables, como era habitual, y desordenando las historias, como también era habitual. También Norma publicó un par de tomitos donde pudimos ver cómo El Fantasma se casaba con su novia de toda la vida, la intrépida Diana Palmer, y cómo unos cuantos años después tenía dos hijos gemelos, niño y niña (a la boda, por cierto, asistieron como invitados Mandrake el mago y su compañero Lothar; o sea, los otros hijos de Lee Falk).
Siendo una serie tan longeva (comenzó en 1936, o sea, hagan ustedes cálculos), The Phantom nunca ha parado quieta en su evolución, a veces para bien, a veces para ir desvariando. Sobre todo en los años sesenta Falk intentó redondear aún más su particular mitología, hasta hacerla un poco cargante y sobresaturada: las alusiones a la mesa del Fantasma en Estados Unidos, a la playa de arenas de oro de Keela Uee (donde los Fantasmas iban de luna de miel, pásmense), al tesoro del Fantasma y demás daban un tonillo algo jartible. Para colmo, un niño rubio llamado Rex se asentó en la tira, una especie de huerfanito acogido, con taparrabos como Tarzán o una versión pre-adolescente de Gora Gopal, y durante mucho tiempo (porque en las tiras el tiempo pasa muy despacio) pareció que el propio Rex tal vez, algún día, podría encarnar al Fantasma venidero. Todo quedó en agua de borrajas, afortunadamente, porque ahora el Fantasma tiene no uno, sino dos retoños propios que, con eso de la paridad, prometen que nuestros nietos leerán algún día las andanzas de un Fantasma femenino.
Lee murió hace unos años y su criatura le sobrevivió. Es posible que los últimos años de aventuras de The Phantom ya no fueran suyos (Lee murió muy viejito, el hombre), igual que ya no era Sy Barry el dibujante, aunque se siguiera su estética. Desde hace algún tiempo, y con guionistas diversos, ha sido Graham Nolan el encargado de llevar adelante la serie. En Estados Unidos se han recuperado en dos tomos las planchas dominicales, en color, de esta etapa: el motivo de este artículo, aunque me haya ido por las ramas.
¿Y? Pues que el dibujante es bueno, muy bueno. Y que entiende bien al personaje y da gusto ver su visión. Pero las historias siguen siendo historias del montón, contadas de la manera del montón, y sobre todo constreñidas por eso que es, más que la televisión y el auge de los comic-books en los años sesenta, lo que ha matado a la tira de aventuras en prensa: la limitación de espacio. Las tiras diarias tienen que ceñirse a ocho semanas, o sea, tres viñetas por tira a seis tiras por semana: sigan ustedes haciendo cálculos, a ver quién es capaz de contar nada medianamente interesante con semejante corsé. Las páginas dominicales, al menos las de El Hombre Enmascarado que ahora recibo, oscilan entre las veintintantas y las treinta y tantas páginas: o sea, más o menos igual que un comic-book, pero con el problema de que el comic-book puede continuar (y de hecho continúa siempre), y la plancha dominical tiene que hacer recuento de lo que está pasando en las dos o tres primeras viñetas (porque el lector posiblemente no se acuerde de una semana a otra), a veces parafrasear lo que ha pasado en la semana (si las tiras diarias y las dominicales van enlazadas, porque hay lectores que sólo compran el periódico los domingos), y dejar el camino listo para, con un pequeño empujoncito, continuar la trama. Y el domingo siguiente, otra vez la misma historia. Imagino que se fiarán ustedes de mí si les digo que hay páginas enteras de estas treinta páginas de historia donde no pasa absolutamente nada.
Y el caso es que uno sigue pensando que The Phantom sigue vivo, y que se encuentra en la situación en que se encuentra, de puro ocaso, por las restricciones creativas de la agencia de prensa y porque parece que nadie ve más allá de sus narices. Porque, verán ustedes, podemos aceptar que Flash Gordon (otro ilustre setentón) esté hoy igualito que cuando desvió por pura potra el planeta Mongo. O Dick Tracy. O quien ustedes quieran. Forzamos la credibilidad y no recordamos (porque no hemos tenido acceso a ellas) las historias de ametralladoras Thompson y gangsters tipo Al Capone y, sobre todo, las historias de relojes transmisores y viajes a la luna. El tiempo, ya les digo, pasa muy lento en los cómics de las tiras de prensa.
Pero es que El Hombre Enmascarado está por encima del tiempo. Setenta años y resulta que estamos todavía leyendo las aventuras del mismo individuo, el Fantasma número veintiuno en la saga familiar... cuando podríamos estar leyendo perfectamente la de su hijo o su nieto. O su padre o su abuelo. Si hay un personaje que pueda dar juego, que pueda saltar de época siendo él mismo, es The Phantom (y ya lo hemos visto en algún comic-book o en aquella serie de televisión de un Fantasma futuro).
Al paso que va, pobre Phantom, ni siquiera los lectores podrán ser testigos de si es su hijo o su hija quienes se pelean por ponerse la máscara. Y es una pena, porque los parámetros narrativos están ahí, la mitología está ahí, el antifaz que oculta su persona real está ahí. Y Africa cambia, y el mundo cambia también. Y hay presentes por explorar, y pasados, y futuros. Con el espacio narrativo que no tiene.
Uno lo ha mantenido siempre: cuánto mejores serían los cómics si se desprendieran a veces de los convencionalismos de sí mismos y se dejaran llevar por la lógica del armazón de sus propias historias. Dicho de la jungla, oigan.
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