Es posible que, con el tiempo, y a la espera de lo que todavía pueda ofrecernos en su filmografía, ésta sea considerada la mejor película de Steven Spielberg. Pese a su sencillez temática, o precisamente por eso mismo. Cine en teoría sin pretensiones, una comedia que remite a las grandes comedias de los mismos años sesenta que aquí fotografía y refleja, un juego escénico de héroes pop y villanos al mismo tiempo (como quizá fueron los años pop), un ejercicio de estilo donde pasea la cámara con esa fluidez que tal vez aprendió de los movimientos de un tiburón artificial.
Basada en eso que tanto gusta en Hollywood: una historia real. La de Frank Abagnale Jr, un timador y falsificador de cheques que se hizo pasar por piloto de la Pan Am, pediatra de urgencias, pasante de abogado y quién sabe qué cosas más, y que antes de cumplir los diecinueve añitos (y en los años sesenta, además), ya se había embolsado cuatro millones de dólares con sus andanzas de Robin Hood (o James Bond) de sí mismo.
Cogiendo los elementos que le interesan de la biografía del verdadero Frank (que hace un pequeño cameo hacia el final, interpretando al policía francés que lo detiene), Spielberg juega a las influencias para retratar el recuerdo de una época: la fotografía cálida, la música pop, los guiños cinéfilos a los ladrones de Hitchcock, al bondismo, a los dibujos animados, a los cómics. Spielberg se manifiesta de nuevo como un maestro de la imagen que cuenta su historia y la rellena de impresionantes detalles narrativos que quedan, en teoría, en segundo plano: los tebeos de Flash sobre la mesilla de noche del adolescente Frank, el papel pintado de aviones en su cuarto, las pistas sobre su verdadera edad en los múltiples chocolates y batidos y chucherías que consume en el hotel y que el otro gran personaje de la historia, el de Tom Hanks, no acierta a ver. Spielberg usa la música de manera narrativa, usando a Sinatra o a Judy Garland o a Paul Anka o a Burt Bacharah como un elemento más de la acción, haciendo alusiones a Tex Avery y los convencionalismos del dibujo animado cuando la cámara anuncia siempre la irrupción del mundo adulto que representa el FBI y la cámara los enfoca de medio cuerpo, y hasta del sonido puro en la alusión sexual del encuentro de Frank con la ex-modelo reciclada a prostituta (Jennifer Garner) en el hotel de lujo y su contrapartida con la soledad del agente del fisco Carl Hanraty en la lavandería.
Y todo usando la Navidad y la familia como pretexto. Esta es la historia (inventada, sin duda, pese a la base real) de un chico que se quedó sin familia y se pasó buena parte de su vida intentando encontrarla. Y de un policía que perdió a su familia y tiene como único acompañante en ese día espantoso que es la Navidad a un delincuente con quien lo une un lazo de soledad que ninguno de los dos advierte hasta el final de la historia. La navidad sirve como contrapunto, y es divertido, un elemento narrativo más, una figura literaria ex-profeso, cómo los momentos clave de la historia (las detenciones, huidas, encuentros y desencuentros de Frank y Carl) se producen siempre en esos días, donde la música dulzona sirve de carcajada burlona en ocasiones y donde una escena (cómo el muro invisible que es el cristal de la ventana separa ya para siempre a Frank de su madre, su desconocida hermanastra y la nueva familia a la que él no tiene acceso) se revela como prodigo de síntesis y, me atreveré a decirlo, de dureza.
El peso de la película recae en Leo diCaprio, bello, juvenil, despierto, lleno de esa rebeldía de la época, y que comunica perfectamente una edad que no tiene (por contra, y en jugosa antítesis, el verdadero Frank parecía mucho más mayor a los 16 años que Leo a los veintipocos). Como comparsa, como contrapunto, olvidando sus excesos histriónicos de otras veces, Tom Hanks se muestra seco, comedido, hasta antipático, con esos sombreritos delatores y esas gafas de concha (y es importante ver cómo Spielberg es capaz de mostrar el paso del tiempo en el detalle de las gafas y el reloj de Carl). Christopher Walken encarna al padre de Frank, agotado y engañado él mismo en un sueño que contagia a su hijo y que sólo lo lleva por la pendiente. La moda, la luz, recuerda poderosísimamente no ya una época, sino a los dibujantes de historieta de una época: Carmine Infantino o John Romita, por ejemplo. Hay un sano tono lúdico en la historia juvenil de Frank, en la manera de retratar esos años sesenta con su claro aire de estética de revista Playboy, y en el paso de la insolencia adolescente a la responsabilidad adulta la misma fotografía se vuelve dura y con aristas, como los años setenta que asoman al final, y como luego Spielberg usará en otras películas posteriores.
Se juega con las alusiones y los chistes privados (la lluvia en París que vemos por la ventana mientras hace el amor con la azafata, cómo aprende medicina o abogacía gracias al doctor Kildare o Perry Mason, la gran matriz donde se enmarcan al final Frank y Carl cuando el segundo le propone claramente una vuelta a la casa definitiva que puede tener si no escapa de nuevo), alusiones edípicas que no se toman en serio pero que están ahí (la madre cruel que fuma, el padre cartero cuyo oficio Frank imita en la cárcel, la huida postrera al pueblo de la madre donde ésta conoció a su padre). Spielberg rellena, ya digo, la historia, contando la llegada de los agentes del FBI a la fiesta de pedida y su descubrimiento por parte de Frank con un espectacular juego de luces y escorzos, juega a mostrarnos el cruce de pistolas en planos que hasta entonces sólo habían pertenecido al cartoon (y son significativos los títulos de crédito, una delicia de imágenes y sonidos donde, además, se cuenta ya le película). La maestía de Spielberg con la cámara es tan grande que la historia puede seguirse perfectamente sin diálogos: hoy día nuestro amigo sería capaz de contar una historia muda.
Sí, de nuevo se sirve de una historia divertida para hacer una reivindicación y una defensa de la familia. O tal vez no. El hogar es donde está el corazón, y el corazón es cursi por naturaleza. Anda que no tiene mala uva la escena donde todos cantan en el karaoke televisivo y Frank se siente, por fin, integrado en eso que ya no tiene. Mismamente, la familia.
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