Me hubiera gustado, Nano, estar contigo allí. Físicamente, quiero decir, que en espíritu ya estábamos contigo todos. Ya sabes, esos que somos tus amigos aunque nunca hayamos podido tomarnos un café contigo, pero a quienes los cafés saben más dulces porque contigo nos hemos endulzado la vida.
He leído por ahí que éste era un reconocimiento a toda una generación, y lo mismo es cierto. Y que tú, con esa sorna que te caracteriza, y con esa humildad que te sale de dentro, no has tenido empacho en reconocer que lo que has llevado al reconocimiento máximo es la continuación de un camino que empezaron antes como tú otros amigos como Alberto Cortez, Paco Ibáñez o Raimon.
Quién nos iba a decir, a los que te seguimos desde hace toda nuestra vida, que por lo menos nos iba a quedar hoy como siempre el consuelo de saberte en forma, reconocido, querido, poniendo esa pizquita de ternura que nos has enseñado a ver en lo que hacemos y, sobre todo, desdramatizando este mundo que nos ha tocado sufrir. Porque es verdad que cantas mejor en el idioma que te prohiben, y durante mucho tiempo en este país de cernícalos se te prohibió cantar en dos idiomas, el tuyo y el tuyo, o sea, los idiomas nuestros, y no contento con eso fuiste capaz de rescatar del olvido a otra gente a la que también habían prohibido la voz y la palabra.
Quién nos iba a decir que aquellas tardes de verano escuchando tus canciones por la radio iban a llevarnos atados a un pliegue de tu poesía para los restos. No llegamos a ser contraculturales porque contigo cualquier poema cantado era alta cultura, indiferenciable de la que leíamos en los libros, aquel escalón al que tantas veces quisimos subir. Te confieso que, de adolescente, escribí cientos de versos con la máquina de escribir sobre las rodillas, a oscuras en el salón de casa, folio tras folio, improvisando tonterías y haciendo escritura automática a partir de los versos sueltos que tu voz me iba dictando en aquellos discos de vinilo negro que hoy son el asombro de mi hijo Daniel, que no comprende cómo funcionaban (no, no le he preguntado que me explique cómo funcionen los cedés).
Tu voz estaba en todo lo primero que escribíamos, allá cuando quisimos ser poetas. Era imposible no acercarse a algo que ya hubieras tocado tú (nos pasó lo mismo, años más tarde, cuando hicimos guiones de historieta, Fantastic Four, y llegamos allá donde John Byrne had been before, qué cosas). Eran los tiempos de los discos prestados, de los discos robados, de los singles buscados porque traían una canción en euskera que luego tardaría mucho tiempo en ser recopilada en largo. Eran los tiempos de bucear hacia pasados lejanísimos que en realidad estaban apenas un año o dos más atrás en el tiempo, porque si en la adolescencia el tiempo no existía, tampoco existía todavía nuestra apreciación de que en tus discos había una evolución inexorable que iría refinándose canción a canción, disco a disco.
La primera gala en el Cortijo Los Rosales, que venías cojo y se estropeó por un momento el sonido y pediste con un gesto simpático tiempo muerto. Las muchas veces que te hemos visto luego en otros recitales, en el Pemán, en alguna Plaza de Toros. Conquistar gracias a ti a la chica amada porque le grabábamos, antes de que el mp3 se cargara también ese romanticismo tonto, aquellos discos que no tenía y que se convertían de pronto en secreto compartido por todo el mundo. Aquel disco secuestrado al día siguiente de ser publicado (todavía lo debo de tener en alguna parte, con su funda de cartón tan curiosa al tacto), aquellas tardes de adornar con tus canciones el programa de radio sobre Andalucía que me encasquetó, en buena hora, Manolo González Piñero. La revista pop que robé una tarde porque traía, cielos, una caricatura tuya. Los libros que se te dedican, las canciones que recopilo y todavía canto y todavía recito.
No sé si conformaste una generación o es que, simplemente, tú eres nosotros. Pero te han reconocido tu importancia indiscutible, tu sabiduría sencilla, tus palabras con retranca y humildad. Y yo me alegro.
Vuelve para contármelo, amigo mío.
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