A esto se llama matar moscas a cañonazos. Tras las mieles de El sexto sentido, Manoj Night Shyamalan nos presenta una nueva película (la cuarta en su filmografía), donde los que fueran elementos positivos e innovadores en su peculiar historia de fantasmas se convierten ahora en caprichosos y tediosísimos handicaps que torpedean lo minúsculo de la historia que pretende contarse en esta aburrida y absurda Unbreakable.
¿Superhéroes de arte y ensayo? Lo que parece ser un nuevo intento de contar cómo sería un hombre con superpoderes en la sociedad "real" (y el precedente de La Zona Muerta me parece mucho más logrado y sincero) deriva en peligrosa excusa para sacudir leeeeeeeentamente la cámara de un lado a otro, potenciando los vacíos y los reflejos, los titubeos y ahogamientos. Los diálogos son tontos de solemnidad, y precisamente por querer darles un tono solemne se vuelven aún más tontos: cualquiera de las alusiones que hace el personaje de Samuel L. Jackson sobre los cómics y su "significado" son de rubor, sin que lo soporífero de interpretación y puesta en escena nos lo presente como un pirado más o menos peligroso, sino más bien como un guru algo pasado de tranquilizantes (¡y yo que me quejaba aquí mismo hace un par de meses de los villanos campy de otros tebeos pasados al cine!).
La historia la cuenta cualquier comic-book de poca monta en ocho páginas, y su mensaje se puede sintetizar sin más problemas en el leitmotiv que Stan Lee otorgó a Spider-Man: “un gran poder exige una gran responsabilidad”. Alargando una anécdota que no pasa de ser un episodio de Twilight Zone a casi dos horas de metraje, Shyamalan parece claudicar o entregarse a la (sobrante) sorpresita final, en un movimiento poco inteligente, dentro y fuera de la trama, que incluso podría acabar por hipotecar su carrera para el futuro: tiempo al tiempo. Quizás es que, en su torpe desmadejar de la psicología del alelado Willis para aceptar su destino, Shyamalan acabara por comprender que un superhéroe no es nada si no existe uno (muchos) supervillanos, pero el recurso parece traído de la manga, y no sólo no impacta, sino que uno acaba diciendo "amos, anda". Los rótulos del principio de la peli (datos más bien falsos, al menos hoy, aunque tal vez fueran reales cuando Shay escribió el guión, allá en su infancia), y los del final, son para echar a correr.
Uno no sabe si se pretende dignificar a los tebeos o poner a parir a quienes los leemos y coleccionamos. Pero, desde luego, Shyamalan podría haberse buscado algún original de verdad que colgar en la galería de arte, y no los desastrosos lápices que trata de colocar a su cliente como si fueran la Capilla Sixtina, más bien obra de un fanzinero y ni siquiera aventajado. Del mismo modo, exponer las portadas de los tebeos con los títulos demuestra que ni siquiera se molestaron en buscar originales (mucho Thor y mucho Daredevil, sí, pero en fotocopias ampliadas), pues los originales van limpios y los textos, como casi todo el mundo sabe, se colocan en la imprenta. Para más inri, Jackson almacena los comic-books en los anaqueles de su casa... de cara (yo los tengo en cajas y ni siquiera me caben ya por ninguna parte).
Junto a lo tedioso de las escenas, lo repetitivo de alguna otra (el levantamiento de pesas podría haberse resuelto con mejor ritmo y alguna que otra elipsis), lo ridículo de más de una (el niño apuntando al padre con la pistola está tan traído por los pelos que hasta los espectadores de hoy en día se ríen, conscientes de que el crío no ha tenido argumentos todavía para llegar a esa conclusión), o lo tramposo de la amnesia de Willis, que está en función de los privilegios del guionista, hay que reconocer algún momento de inspiración: convertir al sidekick del héroe en su propio hijo; el momento en que Willis (cuyo nombre Dave Dunn es aliterativo como los de todo buen superhéroe) imita al Salvador de Bahía en la estación de tren (escena inspirada en un episodio del Daredevil de Frank Miller, por cierto), e incluso el disfraz de superhéroe al uso, que remite a The Spectre (aunque los tebeos de DC no parecen existir en este mundo alternativo, sólo los de Marvel). Pero lo frágil del Señor Cristal como personaje, lo tramposo de su revelación final, ese tono misticista que envuelve a toda la película, lo consciente que es Shyamalan de que está detrás de la cámara (yo juraría que en ocasiones hasta se le oye respirar, oigan), dan al traste con la idea. Para colmo, no hay ni un momentito de humor: mucho metalenguaje, vale, pero nadie hace ni un chistecito idiota sobre lo que supondría ser hoy un superhombre. Y hacía falta: desde luego, más que enfrentarlo al final con el consabido psycho-killer que de un tiempo a esta parte aparece en todas las películas.
Shyamalan parece haber desempolvado un guión adolescente, quizá incluso un guión para tebeo, y haberlo rodeado de toda la pompa y circunstancia de su película anterior, equivocando el estilo con el que se narra una historia intimista de fantasmas e incluso una historia intimista de superhéroes (repásese, por favor, las páginas 22 a 28 del número 1 The Man of Steel de John Byrne para ver cómo se cuenta, y mejor, ese mismo problema).
Porque los superhéroes tienen que ser, aun antes que plurales, por lo menos divertidos
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