Hemos olvidado ya, apabullados por la pirotecnia de rigor en los tiempos que corren, que el terror es, en gran medida, un género de ritmo lento. Recordemos la morosísima parte central de la novela Drácula, o aquella pelotita fantasmal de Al final de la escalera, o el morboso paseo de Cary Grant con el vaso de leche supuestamente envenenada de Sospecha. A contracorriente de los últimos aspavientos del género, El sexto sentido se revela como una película intimista, perfectamente planificada incluso en lo que parecen ser sus defectos expositivos, una obra maestra del fantástico contemporáneo hecha con ganas y sin recurrir a los efectos especiales como única justificación del argumento.
En los antípodas de The Haunting, la película escrita y dirigida por el (para mí) desconocido M. Night Shyamalan (que interpreta un pequeño papel, el doctor indio) tiene el acierto de contar a la vez dos historias paralelas, fundiéndolas en una sola. Por un lado, la experiencia terrorífica del pequeño Cole Sear (Haley Joel Osment, a quien ya vimos como hijo superdotado de Tom Hanks en Forrest Gump), un niño con poderes psíquicos, al estilo del Danny de El Resplandor, con el agravante de que su poder le permite ver a gente muerta. Por otro, la intimista historia del psicólogo infantil Malcolm Crowe (Bruce Willis en el mejor papel de su carrera), un hombre solitario con problemas matrimoniales debido al trauma de no haber podido salvar con su tratamiento a un ex-paciente que atentó contra su vida. Crowe es consciente de que a nivel inconsciente quiere redimirse, en la tradición de los perdedores que tan bien ha sabido retratar siempre el cine, y quiere ayudar al pequeño con problemas afectivos aun a costa de que eso acabe por costarle su matrimonio con la bellísima Anna (Olivia Williams).
Producida por los veteranos ex-socios de Steven Spielberg y George Lucas Kathleen Kennedy y Frank Marshall, con una impresionante banda sonora de James Newton Howard, la película arranca una interpretación de sombrero del pequeño Haley Joel, arropado siempre por la figura del apesadumbrado psicólogo y no siempre comprendido por su atribulada madre soltera (Toni Collette). Hay momentos que recuerdan a La Centinela (la aparición sorpresiva de los fantasmas con los cráneos destrozados, por ejemplo), y al ya mencionado Replandor, al que la película hace un claro homenaje cuando la madre de Cole descubre que en todas las fotos de su hijo aparece una pequeña mancha de luz. Como el personaje de la novela de King, Cole "esplende"; como el amargado personaje de La Zona Muerta descubrirá que su poder sirve para dar paz y descanso eterno a las almas torturadas de los muertos.
Las calles de Filadelfia, sus estatuas, sus museos, la luz grisácea del otoño fotografiadas por Tak Fujimoto comunican un aire de melancolía y de tristeza, de soledad. Cole puede dibujar amaneceres para no provocar reuniones del consejo escolar, pero la película toda tiene un acusado tono crepuscular. Bruce Willis ha pasado de ser lacónico a melancólico, y su participación en este film demuestra que, por ejemplo, aparte de ser bastante mejor actor de lo que nos empeñamos en hacernos creer dadas las boutades de su cine de acción comercial, tiene mejor ojo que Harrison Ford a la hora de elegir e impulsar proyectos; está claro que esta película habría pasado tal vez desapercibida sin un nombre como el suyo para promocionarla.
Pero el dulce era demasiado apetitoso para dejarlo pasar. El otro gran referente de El Sexto Sentido es Ghost, película a la que también se hacen un par de bellas referencias: la moneda que corre sobre la mesa entre Cole y Malcolm, los fantasmas que hacen mutis, el momento en que Willis descubre que él mismo es un fantasma. Comprendido ese detalle crucial (y quizá el director no tendría que haber recurrido al flash-back para reforzarlo), el espectador recuerda entonces que en ningún momento hemos visto al psicólogo interaccionar con ningún otro personaje aparte del niño: de ahí sus idas y venidas, los silencios de su esposa, los celos hacia el joven empleado que ahora intenta conquistarla, la piedra arrojada contra el cristal de la tienda de antiguedades, incluso la introducción del film: si Malcom no fuera un fantasma, sobraría la escena del disparo; al serlo, es básica en la narración de la historia. Willis viste todo el tiempo la misma ropa, una sempiterna camisa celeste y una gabardina oscura que, al aire frío del otoño, me hicieron recordar a The Spirit.
Los momentos de terror como tal son escasos, aunque efectivos. No se trata, en suma, de una película de susto, sino un bello film fantástico con impresionantes momentos dramáticos (la revelación última de Cole a su madre de sus poderes; el descubrimiento de Willis de su muerte, poéticamente simbolizado en el anillo que su viuda conserva y él ya no tiene en la mano). La aparición de los fantasmas, curiosamente, viene acompañada siempre de momentos de frío intenso.
No sé si en broma o en serio, el director comentaba que había tenido una experiencia sobrenatural en su infancia, cuando saludó al hermano muerto de un amigo al que vio en una ventana mientras jugaba al beisbol en el jardín. Sea cierto o sólo marketing, ¿quién no ha sido niño y ha temido levantarse de la cama para ir al cuarto de baño?
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