Quienes seguimos las dos manifestaciones principales de la narrativa de la imagen del siglo XX solemos consolarnos diciendo que la relación entre ambos siempre ha sido estrecha, que los mismos iconos han saltado sin problemas de un medio a otro, y que el cine ha tomado abundantes préstamos para su lenguaje de lo que el comic había ido explorando por su cuenta desde su limitado y barato espacio de papel en las últimas páginas de los periódicos. Tal vez sea cierto, no lo dudo, pero más me inclino a pensar que es el comic quien va siempre a remolque de su hermano de la imagen móvil y, como dice el gran autor Carlos Giménez, el tebeo era para los niños de su tiempo, y quizás para los pocos que leen ya tebeos hoy, un cine para pobres.
¿Argumentos a favor de esta tesis? El cine no se acerca a los personajes del tebeo con el respeto que, insisto, los estudiosos, eruditos y aficionados hemos querido creer. Durante los años treinta y cuarenta, los personajes más populares del ya de por sí popularista medio de los comics se replican en la pantalla grande, cierto, pero en los seriales sabatinos (y si alguien vive en la zona andaluza habrá tenido ocasión de ver perlas como Dick Tracy o El Imperio Fantasma, capaces de provocar arrebatos de baba espumosa a nuestro querido Alberto Cairo, por no hablar de qué reacciones psicodélicas podría experimentar nuestro aún más admirado Albert Solé), seriales que únicamente pueden ser considerados como infracine. Productos rápidos, mal interpretados, mal dirigidos, usando el recurso del cliffhanger (esto es, dejar en suspenso la acción hasta la semana siguiente... cuando el recuerdo de la historia ya ha menguado y no se advierte que la escena que empalma un episodio con el siguiente no es la misma ni de coña y la salvación de los personajes que se despeñan de continuo por barrancos, lomas, autopistas, cohetes o aviones está a tiro de piedra) de una manera que sólo puede considerarse, más que una característica narrativa, un puro timo.
Actores de muy segunda fila que no tienen empacho (qué remedio) en ser hoy Flash Gordon y mañana mismo su más directo rival, Buck Rogers, o tarzanes de copyright y tarzanes apócrifos, se nos presentan a nuestros ojos de entusiasmados seguidores del tebeo como el summum de lo que hubiéramos querido ver en su momento (y hay que reconocer que el gran Buster Crabbe daba el papel del héroe de Mongo como si hubiera nacido ex profeso para ello), pero a niveles artísticos y de puro argumento el grafismo de Alex Raymond y la simplicidad temática de las aventuras de su rubio Flash están a años luz de lo que la pantalla pretende. Hay emoción en ese cine añejo, sin duda, pero no hay gracia, no hay pericia, no hay arte.
No es de extrañar que, eliminados los seriales cinematográficos sabatinos como vehículo rápido para contentar a las chiquillerías de la época, los personajes del comic pasaran a la televisión con la misma precariedad de medios y de aciertos. Y tampoco invalida nuestra tesis de que el tebeo es cine de pobres el hecho de que durante muchos años existieran comic-books "protagonizados" por actores de la gran pantalla como John Wayne, Gene Autry o Hoppalong Cassidy. En los tiempos en que el video no existía ni siquiera en la mente de los científicos locos comunes a ambos medios, el comic era la única manera (junto con los fotogramas que encandilaran a Truffaut y los programas de mano que los freakies de entonces y ahora atesoran como oro en paño) de llevarse a casa un trozo de la gloria y el recuerdo de aquellas aventuras en la oscuridad, frente a un mar de sábanas blancas donde los héroes eran recios, los villanos esperpénticos y las mujeres desvalidos adornos que rescatar con cierto despegue condescendiente.
Los seriales de Flash Gordon o El Hombre Enmascarado, Capitán America o Terry y los piratas darían paso a las semanales aventuras televisivas de esos mismos personajes a los que se irían sumando otros héroes nuevos: Jungle Jim, Steve Canyon, Supermán o Sheena. En la televisión ingenua y balbuceante de la época tal vez no desentonaran demasiado con los Gunsmoke, Rawhide o Perry Mason.
El único ejemplo del que yo tenga constancia de que Hollywood se tomara en serio al comic a la hora de llevar a uno de sus personajes a la gran pantalla es la adaptación de Príncipe Valiente que encomendara en 1954 a Henry Hathaway. Es posible que las cabezas pensantes (y los socios capitalistas) vieran en el personaje de Harold R. Foster el único ejemplo a considerar en el mundo del comic, ya entonces, como arte con mayúsculas, y decidieron abordarlo más allá del simple episodio de treinta minutos rodado en blanco y negro, aunque no seamos ingenuos: todavía más lógico es presuponer que, en la época del revival de historias medievales (Los caballeros del Rey Arturo, Ivanhoe, etc) el príncipe vikingo se adaptaba perfectamente a las necesidades de mercado del momento. Sin embargo, todos sabemos en qué quedó la cosa: la película es una sucesión de postales en movimiento que remiten a los dos o tres primeros años de la serie, pero subvertiéndola en lo más hondo, incluyendo personajes penosos de cosecha propia (como el Sir Brack que interpretara James Mason), resolviendo el conflicto Ilène/Aleta de una manera cuanto menos garbancera (son hermanas y una de ellas acaba por desposar al soltero de oro de los comics Sir Gawain, aquí interpretado por un fuera de lugar Sterlyng Hayden, más alejado que nunca de su inmortal Johnny Guitar), por no mencionar al alelado Robert Wagner en su intento de dar cuerpo en movimiento al joven Val. Al acercarse a este comic de comics, Hollywood lo infantilizó cruel e innecesariamente, quedándose en un reflejo en cartón piedra de la gloria artística de las páginas dominicales de Foster, a quien naturalmente no le gustó nada el desaguisado. Y es que Hathaway no era más que un artesano cumplidor que poco más pudo hacer con el guión que le cayó ante las gafas. Sólo John Ford podría haber trasvasado a la pantalla esa serena filosofía de la naturaleza, el hombre y el paso del tiempo que como nadie ha ejemplificado en el comic (y en la cultura del siglo XX) Hal Foster, pues el cine del gran maestro está salpicado de las mismas constantes narrativas y vitales.
Ese parece ser el lema, antes de Príncipe Valiente y después sin duda, que todo guionista de pro tiene en mente cuando adapta a un personaje de papel al cine o la televisión. Primera ley: cambia cosas. Segunda ley: simplifica. Y si nos encontramos con que el trasvase se da de un medio profundamente dado a la elipsis como el comic a otro que tampoco está para demostrar grandes teorías sobre la condición humana, la cosa se reduce a extremos insondables. De esa concepción parte, o en esa concepción se aúna el conocido latiguillo, tanto o más doloroso que el "parece ciencia ficción" de nuestros líderes políticos: Es de tebeo, entendiendo así todo aquello que es liviano, inverosímil, un poco bobo e increíble.
Siguiendo esa filosofía, posiblemente acertada (no vayamos a defender lo indefendible) llega Batman a las pantallas televisivas norteamericanas en 1966, revolucionando el medio y creando la primera oleada de batmanía en los Estados Unidos (a nosotros nos llegó tan tarde y tan de rebote que fue como decir que no llegó nunca). Los brillantes colorines pop se mezclan aquí con los ridículos aspectos de El Hombre Murciélago (Adam West, un inexpresivo doppelganger de Roger Moore que hace que, por contraste, el actor británico pareza Jim Carrey) y su chico para todo Robin (Burt Ward, quien confesó haber tenido problemas con el disfraz y sus atributos... y farolea confesando cómo, en plena era hippie, disfrutó de más de uno y más de dos romances de una noche donde tuvo que hacer el amor con el disfraz puesto, fetichismo que le llaman, creo). Pero ese tonillo a la vez paródico y a la vez homenaje se refuerza en el tono exagerado y bufonesco de los supervillanos: César Romero como El Joker (¡con el bigote maquillado de blanco porque no quiso afeitarse!), Burguess Meredith como El Pingüino, Frank Gorshin como El Enigma (personaje que en los comics había sido muy menor hasta entonces y recurrente a partir de ahora), el gran Vincent Price como Egghead (inexistente en los tebeos) o la bellísima Julie Newmar como primera Cat Woman. Todos actúan como en una velada de instituto o peor aún, como en una de fiesta de fin de curso en preescolar, exagerando las poses, frunciendo el ceño, manoteando (el único que se muestra siempre hierático es Alan Napier como Alfred, el mayordomo). Los delirios pop art incluyen una voz en off que anuncia en falsete lo que está pasando o va a pasar, onomatopeyas cada vez que se producen enfrentamientos físicos, una música estridente y machacona, y el tono de comedia paródica en ningún momento abandona la serie: cuando Bruce Wayne y Dick Grayson se dejan caer por la barra de central de bombero que conecta la mansión Wayne con la bat-cueva, llegarán abajo ya uniformados de superhéroes; estando en un parque Batman, Robin, el comisario Gordon y el atontado sargento de turno, un cartero llega y pregunta: "Correo para Batman. ¿Cuál de ustedes es Batman?".
Sin embargo, una vez más, la orientación de la serie no parece deberse a un deseo consciente de trasvasar, al estilo de Roy Lichtenstein con respecto a la pintura, las limitaciones y características del medio de los comics al de la imagen en movimiento, sino el de cebarse en la parodia de los añejos seriales del personaje en los años cuarenta. El propio creador de Batman, Bob Kane, revelaba que el origen de la serie televisiva estuvo en Hugh Hefner y la mansión Playboy, donde solían proyectarse los quince episodios del viejo serial de una sola tacada, para regocijo y cachondeo de conejitas, multimillonarios en bata, actores de medio pelo, políticos de moral desviada y productores faltos de ideas que pensaron con tino que allí había una mina: uno puede imaginarse el alborozo general entre visitas a los abundantes muebles-bar, los lujosos dormitorios y los consabidos retoques en la nariz con polvo blanco. Es por eso que, siguiendo la estética del serial, los episodios se emiten en días consecutivos, forzando un irónico y paródico cliffhanger que hará famosa la coletilla: "No se pierdan la continuación de este episodio, mañana a la misma bat-hora y por el mismo bat-canal".
La positiva reacción que la serie tuvo entre el público general no corrió igual suerte, paradójicamente, entre los creadores y seguidores del comic, por lo que gracias a esa ingeniosa deconstrucción del personaje en televisión se produjo la primera resurrección seria de Batman en los comics, al relevar un inspirado Neal Adams al correcto pero soso Carmine Infantino. Los dibujos de Adams alejarían al personaje de la luminosa y ridícula Gotham City de la televisión, exagerarían la recortada capa de la serie televisiva hasta dotarla casi de vida propia, y otro tanto puede decirse de los cuernecitos de la máscara del hombre murciélago: si en la versión Infantino y en la televisiva ésta es redonda y las orejas pequeñas y achatadas, casi de ratón, Adams las exagera hasta lo indecible, convirtiendo al personaje en un diablo, un verdadero señor de las sombras. Para sacudirse aún más del yugo televisivo, Adams y sus guionistas hacen desaparecer de los comics la figura de Robin, enviándolo a la universidad, que ya era hora.
El mal, de todas formas, ya estaba hecho. Sin abundar en esa inteligente mezcla de amor y esperpento, las futuras adaptaciones de personajes del comic a las pantallas, grandes o pequeñas, e incluso las historias que poco tuvieran que ver con el comic pero bebieran en sus mismas fuentes incidirían en los personajes granguiñolescos, los malvados zafios y los héroes de una pieza. La palabra "camp" o su adjetivo "campy" describen en inglés exactamente esa sensación de falsedad, de exagerada emotividad, de chiste tonto y a medias que en España, no sé muy bien por qué, hemos querido confundir con vista nostálgica al pasado, o sea, lo retro, que eso vino de la mano de El Gran Gatsby y Tal como éramos y es claramente otra cosa distinta (la palabra española para campy sería charlotada, pero no la usemos por respeto al gran Chaplin).
En Europa, mientras tanto, Jean Vadim ponía en 1967 al servicio de su entonces esposa Jane Fonda una curiosa adaptación de Barbarella (uno de los pocos personajes que, extrañamente, no fue recuperado en la puesta al día que supuso la transición española en el campo de los comics, quizás porque la Brigitte Bardot en quien se inspira el personaje nos quedaba ya un poco puretona como símbolo erótico), mientras que Mario Bava utilizaba a John Philip-Law (que ya había sido el ángel ciego Pigar en la película de Vadim) como estilizado fantomas de nuestra época al adaptar el fumetti italiano Diabolik (1968). También Tintín llegaría a la pantalla con dos versiones con actores de carne, aunque cueste creer que puedan existir seres humanos con físicos tan ridículos como los del propio héroe o los Hernández y Fernández: Tintín y el toisón de oro y Tintín y el misterio de las naranjas azules, antes de darse cuenta de que el entorno ideal para desarrollar sus aventuras era el cine de animación (El templo del sol primero y la larga serie de adaptaciones de sus aventuras para televisión, ya en los ochenta). También en dibujos animados, en Europa, Astérix iría apareciendo a lo largo de las décadas, desde el primer Astérix le gaulois (aquí erróneamente traducido por Astérix gladiador, el nombre de la historieta que se publicaba en su momento, detalle que llenó de incertidumbre durante toda la proyección al niño que yo era) hasta historias ya pensadas directamente para el cine como Las 12 pruebas de Astérix o las recientísimas versiones "humanas" con Gerard Depardieu como Obélix. Sin salirnos de Francia, una más que dignísima adaptación de las aventuras del piloto Michel Tanguy se daría en televisión con Les Chevaliers du Ciel (aquí presentada a principios de los setenta como Los caballeros del cielo), versiones bastante fieles a los guiones de Jean-Michel Charlier, pero corregidos con abundantes elementos femeninos inexistentes en el tebeo. Los rostros de los protagonistas, Jacques Santi y Christian Marin como Tanguy y Laverdure, ocuparían a partir de entonces las portadas de los álbumes, que pasarían de ser Les aventures de Michel Tanguy a ser llamados, durante algún tiempo, Les Chevaliers du Ciel y, más tarde, Tanguy y Laverdure. Aunque no se han proyectado jamás en España, al parecer hay otras series posteriores de las aventuras del aviador francés y su patoso amigo rubio (hay que potenciar la venta de los Mirage), ahora interpretadas por uno de los hijos de Roger Vadim, Christian.
En los USA, salvando la versión de Doc Savage, el Hombre de Bronce, que a fin de cuentas no es un personaje de comic aunque repitiera en su zafia aventura las payasadas televisivas de Batman, aquí francamente molestas, los héroes del comic se refugian en la televisión, bien en forma de dibujos animados sabatinos (donde, por ejemplo, tras la vergonzante versión de los personajes de Marvel Comics en animación parcial --paralización total, más bien-- se produce el hecho inusitado de sustituir a uno de los miembros del comic original de Fantastic Four, la Antorcha Humana, por un pesado robotito supuestamente gracioso, Herbie, pues se temía que los críos acabaran prendiéndose fuego en su afán de volar), o en seriales que poca lógica interna tienen. Es el caso de Wonder Woman (1975), donde la bella y algo desangelada modelo Lynda Carter da vida al personaje del comic, quien en unas temporadas se enfrenta a nazis en la Segunda Guerra Mundial para, ya en 1977, correr aventuras contemporáneas, quizás debido al hecho de que las primeras historias fueron producidas por la ABC y la última temporada por la CBS, o a esas alturas vendía más el modelo Ángeles de Charlie.
El éxito de Star Wars (1977) propicia que, por fin, pueda verse en la pantalla la estética del comic sin las molestas simplificaciones temáticas, demostrando que puede trasvasarse al cine un buen tebeo de aventuras. Sólo hace falta saber hacerlo... y la ayuda de la tecnología, por supuesto.
Los rumores que durante años preconizaban una vuelta de Superman a las pantallas se hacen por fin realidad en 1978, con Superman the Movie, la primera vez que una gran superproducción se toma en serio adaptar a un superhéroe al cine... más o menos. Con el actor ideal, el entonces desconocido y apuesto Christopher Reeve, y rodeado por un casting de secundarios sin chicha alguna cuando no son estrellas maduras en declive (bueno, tampoco tienen demasiada chicha los personajes del tebeo original), la película basó toda su promoción en la aparición de Marlon Brando como padre del superhombre, a pesar de que ésta se reduce a pocos minutos, y en la aseveración de que era posible creer que un hombre podía volar. El guión original fue obra de Mario Puzo, el autor de El Padrino, pero pasó por un buen montón de manos antes de su filmación (como cualquier otra película, por otra parte). Richard Donner se encargó de la dirección relevando al nombre propuesto originalmente, el patatero Guy Hamilton de los films de 007, y quizá por eso el nudo del argumento sea el robo de un misil nuclear, como en todas las películas de Bond. Para abaratar costes se filmó junto con su segunda parte al mismo tiempo... o al menos eso se dijo, porque la segunda película aparecería más tarde firmada por el no menos estrambótico Richard Lester.
Sin ser nada del otro mundo, Superman queda como la mejor versión de las que se han rodado sobre el todopoderoso personaje. Una primera parte poética y nostálgica de la América que fue, bellamente fotografiada por Geoffrey Unsworth, donde asistimos al origen del personaje y el paulatino descubrimiento de sus poderes. Una segunda parte donde Chris Reeve retoma al Supermán adulto y su tímido alter ego y presenta las mejores escenas del superhéroe en acción, casi como videoclips (el rescate del gatito, el helicóptero, la conversación con Lois Lane en el ático). Y una tercera parte de rubor, cuando Gene Hackman se hace con la película y en su encarnación de Lex Luthor no puede ni sabe ignorar las actuaciones estridentes y pasadas de rosca de los villanos del Batman televisivo; nunca estuvo más patético un gran actor como Hackman que en esta película. Además, para más inri, los minutos finales de la cinta transgreden la lógica de la narración, y hasta la ética del superhéroe, cuando éste retrocede en el tiempo para salvar a Lois Lane de la muerte: lo mismo podría haber hecho para salvar a Krypton y a sus padres.
Las apariciones de Superman en el cine se continuarían en otras tres secuelas, cada una más espantosa y aborrecible que las anteriores. Si Superman II (1982) todavía podía tener en su momento cierta enjundia, al ser la primera vez que en el cine se asistía a una batalla entre superhombres con gran despliegue de vuelos, cachiporrazos, autobuses lanzados al aire y edificios que se hacen añicos, el guión ofrece abundantes lagunas y traiciona lo que es el personaje, en tanto que jamás se explica por qué Superman debe perder sus poderes para casarse con Lois y ofrece la gratuita escena de un Clark Kent que va ex profeso a desquitarse, una vez recuperados sus superpoderes, del matón que antes lo dejó en ridículo cuando no los tenía. La dirección de Lester, además, crea un film lleno de altibajos y con un ritmo atroz. Con todo, está a años luz de la continuación que el mismo Lester realizara en Superman III (1983), rodada con un presupuesto ínfimo (se llegan a ver los cables que sujetan al actor) y más centrada en la patosa figura del cómico Richard Pryor que en la del superhéroe: otra vez los villanos camp (encarnados por Robert Vaughn haciendo de multimillonario megalómano) son inevitables en la adaptación al cine de un tebeo, ay. Las incursiones de Reeve en la pantalla con el héroe que le dio la fama terminan con la infumable Superman IV: La búsqueda de la paz (1987), aunque ya antes se había intentado aprovechar el tirón (y lo baratos que se iban volviendo los efectos especiales) para potenciar a su prima del alma en Supergirl (1984), una película francamente menor, casi un episodio piloto para una serie televisiva que jamás fue, dirigida por Jeannot Szwarc y con una bella y pechugona Helen Slater como personaje central, auxiliada por Faye Dunaway, Peter O´toole y Mia Farrow en papeles, naturalmente... campy.
El éxito de Star Wars en cine había propiciado por su parte, en televisión, el revivir de Buck Rogers (1979), el pionero en el comic de ciencia ficción, una serie más o menos entretenida interpretada por Gil Gerard (no, no era un Harrison Ford maduro, aunque lo recuerde) cuyos primeros episodios se estrenarían remontados en España (que yo sepa, la serie queda inédita en nuestra televisión, al menos a escala nacional). Por su parte, previendo el éxito de Superman en el cine, Marvel Comics despertaría de su letargo y sus dos personajes insignia del momento, Spider-Man y The Incredible Hulk, serían trasvasados a la pantalla pequeña en 1977, el primero como episodios especiales, el Goliath verde como serie semanal. Siguiendo la fórmula ensayada con Galáctica y Buck Rogers, los primeros episodios, remontados, se estrenarían en nuestro país en salas comerciales, mucho antes de que, al menos la serie del mudo y rídiculo Hulk, ocupara las sobremesas de los domingos televisivos. En ambos casos no hay villanos campy. Por no haber, no hay ni historias, ni sorpresas, ni acción, ni siquiera se pretende adaptar los personajes del tebeo a la pequeña pantalla: La Masa repite los esquemas de El Fugitivo, aburriendo a Dios y a su padre con las transformaciones de Lou Ferrigno en Bill Bixby (quien ya haría una especie de versión apócrifa de Mandrake en la serie televisiva El Mago) y viceversa, mientras que Spider-Man, interpretado por un sosísimo Nicholas Hammond, apenas tiene que ofrecer algo más que el hecho ver al personaje reptar por las paredes. De cualquier forma, la mejor versión pirata de las aventuras escolares del juvenil Spider-Man de Steve Ditko podemos encontrarla en Grease II. Pasen y vean y díganme si esa rubia sesentera que llega a la high-school (Michelle Pffeiffer) no está basada en Gwen Stacy, y que el empollón-tontito que luego resulta ser el enmascarado motero que la salva de los émulos del matón Flash Thomson no remiten al familiar trepamuros.
Flash Gordon no podía quedarse al margen tras la fama de Superman y el descarado saqueo/homenaje que George Lucas le había hecho en su millonaria película galáctica, pero más le hubiera valido haberlo hecho. Dino de Laurentiis debió creer que todo el monte era orégano y, confundiendo lo que el revival de Lucas significaba, produjo en 1980 una película olvidada y olvidable escrita por el inefable Lorenzo Semple Jr. y dirigida por Mike Hodges. Adaptando muy libérrimamente las primeras semanas de la strip de Raymond, esta puesta al día de Flash Gordon queda como un monumento al mal gusto y el kitsch. Sam J. Jones (que en 1986 protagonizaría un episodio piloto para una serie sobre The Spirit que nunca llegó a cuajar) actúa en todo momento como un patán algo descerebrado a quien la aventura galáctica le viene grande, incapaz de recuperar una pizca de la elegancia y la serenidad del Flash Gordon de los comics originales. Una insulsa y bonita Melody Anderson no transmite, en modo alguno, la sensación de indefensión y belleza apabullante de la Dale Arden comiquera, y Chaim Topol como enloquecido (y campy) Doctor Zarkoff hace que el trío protagonista acabe siendo un remedo de The Three Stooges. Con todo, alguno de los secundarios sí da el papel de manera sobresaliente: Max Von Sydow, irreconocible como el calvo Ming, aunque se limite a estar y no a actuar; un Timothy Dalton pre-007, cuando todavía tenía fama de actor shakespeariano, como el errolflynnesco Príncipe Barin; el histrónico y gritón Brian Blessed como Vultan, el rey de los Hombres-Halcón, y sobre todo la bellísima, sensual y apasionada Ornella Muti como Princesa Aura.
El acercamiento a Star Wars hace que el equipo de guionistas incluya a un personaje de cosecha propia inexistente en los comics, una especie de gran visir o consejero de Ming llamado Klytus (Peter Wyngarde), que en su remedo de Darth Vader consigue torpedear aún más lo vacuo del guión y el reparto de roles maléficos del film, en tanto que parece en ocasiones más malo que el propio Emperador Ming, cosa que todos sabemos imposible. Una música chillona de Queen (prácticamente se reduce a repetir el falsete "Flash.. aah aah... savior of the universe" una y otra vez) pone ya el remate a una estética de colores plasticosos y encendidísimos, donde predominan el rojo y el dorado, de suerte que hay abundantes momentos en que el planeta Mongo parece el Studio 54. Con todo, situar los reinos de Mongo sometidos a Ming en las lunas del planeta parece una idea, cuanto menos, atractiva. Lo mejor de la película es, sin duda, Ornella Muti.
Una mano reconocible como la de Ming arrebata su anillo de poder en el último fotograma de la proyección, augurando un regreso a las pantallas que, por suerte, nunca se hizo. Mucho más fiel al comic original, más divertida y picante es sin duda la paródica versión pseudo-porno Flesh Gordon de 1974, interpretada por Jason Williams y Suzanne Fields.
Robert Altman entregaría un alimenticio Popeye (1981), interpretado por un Robin Williams irreconocible que quizás se adelantó a su tiempo y por eso no llamó tanto la atención, puesto que la fama del histriónico actor no era todavía lo que hoy es, y lo mismo haría John Huston con Annie (1982), adaptación a su vez del musical basado en la insufrible tira de huerfanita de ojos en blanco con papá adoptivo millonario y perro. El intento de resucitar al Llanero Solitario (The Legend of the Lone Ranger, 1981) acabó en fracaso. ¿Una explicación? El trasvase del mundo del comic a las pantallas tenía ya un nombre, y ese nombre era Indiana Jones: sin beber directamente de un solo comic, el arqueólogo aventurero interpretado por Harrison Ford remitía a la aventura de los seriales de los años treinta y a los personajes clásicos de la prensa por igual, y además lo hacía sin trivializar lo que ya era trivial en su origen, sin poner una lupa sarcástica o deformante, tomándose a sí mismo en serio el grado justo para resultar creíble. Indiana Jones profundizó en el rescate de la cultura pop que ya había iniciado Lucas con Star Wars, provocó igual que la saga galáctica la publicación un comic-book de desigual fortuna, e hizo posible que la televisión recuperara al comic protagonizado por el cazador de fieras Frank Buck en Bring´em Back Alive (Cazando fieras vivas, 1981), corta serie de aventuras exóticas que remitía igualmente a Jungle Jim y que interpretaría un Bruce Boxleitner que acaba de dejar de ser el sobrino de Zebulón Macahan en La conquista del Oeste y continuaba su camino hasta convertirse en el capitán John Sheridan de Babylon 5.
Una tardía adaptación de la revolución estética que produjo en el mundo de los comics la revista Metal Hurlant y su publicación paralela americana, Heavy Metal, se produce en la cinta de dibujos animados del mismo título (Heavy Metal, 1981), donde se ofrecen episodios animados que rememoran o reproducen a los personajes del momento, incluyendo una descafeinada y vestida versión de Den, de Richard Corben. Un caso cuanto menos curioso lo ofrecen Creepshow (1982) y su secuela Creepshow 2 (1987), divertimento ideado a medias por Stephen King y George Romero y que, encuadrándose en la línea de historias popularizadas en la tele por Twilight Zone, remite a los comics de terror de la Warren, Creepy sin ir más lejos, cuyo nombre se remeda u homenajea claramente. La pirueta narrativa nos cuenta, por medio de un poco afortunado dibujo animado, que los sketches de imagen real (uno de ellos divertidamente interpretado por el propio Stephen King y eliminado en el estreno en España) que se nos muestran en las dos películas son en realidad las historietas dibujadas de la falsa revista Creepshow, que contaron con una adaptación al comic por parte del artista Berni Wrightson. En esa misma onda de mezclar lo macabro y los tebeos se habían encuadrado ya, sin demasiado éxito, películas como Tales of the Crypt (1972) y The Vault of Horror (1973). Los abonados a canales digitales en España pueden ver una adaptación televisiva, con marioneta pelín ridícula presentando las historias de la cripta.
Sin salirnos de lo macabro, la adaptación tardía al comic de un personaje DC ya desaparecido de los kioscos, Swamp Thing (1982), dirigida por Wes Craven, acabaría resucitando el título para los comics (con la buena fortuna de que los guiones fueran a recaer más tarde en Alan Moore), y provocó una secuela en 1989 (Return of the Swamp Thing) antes de desembocar en serie televisiva por cable, en episodios de media hora (y más tarde en serial de dibujos animados), estrenados en España como La Criatura del Pantano.
Dino de Laurentiis volvería a la carga con las dos adaptaciones de Conan a la pantalla: aunque el bárbaro no sea propiamente un personaje de comic, es indudable que se buscó en Arnold Schwarzenegger cierta similitud con la visión que John Buscema tenía del anti-héroe de Robert E. Howard. Mezclando elementos dispares de distintas historias y traicionando por tanto a varias de ellas, la película (Conan the Barbarian, 1981) dirigida por John Millius en tierras españolas denota claramente, aparte de una enorme irregularidad en su ritmo, la falta de presupuesto. Conan el destructor (1984) supone una aventura menor, un comic-book sin pretensiones, quizás porque Gerry Conway y Roy Thomas se encargaron del guión y sabían qué terreno pisaban. Un spin-off del comic original saltaría también a la pantalla en 1985 con Red Sonja (El guerrero rojo, sic), donde Arnold no interpretaría al bárbaro Conan, en aparición desconcertante, siendo el personaje de Sonja de Hyrkania (trasvasada por Roy Thomas de su enclave histórico normal a la Edad Hiboria) perpetrado por Brigitte Nielsen.
Conway y Thomas escribirían el guión de una nueva película de fantasía heroica en dibujos animados, sobre diseños de Frank Frazetta, Tigra, fuego y hielo (1982), de relación tangencial con el tema que nos ocupa, mientras que el revival tarzanesco encontraba su versión femenina en la algo absurda recuperación de Sheena, Queen of the Jungle (1984), una aburrida aventura selvática interpretada por Tanya Roberts, chica Bond y ex-Angel de Charlie, posiblemente el mejor par de piernas que jamás hayan montado en cebra. Alguna otra adaptación de personaje de comic al cine pasaría desapercibida como tal: es el caso de la recuperación de Brenda Starr (1989), protagonizada por la insulsa Brooke Shields y de nuevo Timothy Dalton, ahora con fetichista parche en el ojo; y lo mismo puede decirse de la adaptación que Lucasfilm produce de Howard the Duck (1986), incursión fuera de su momento del contestatario pato de Stever Gerber que sólo puede entenderse como un capricho de George Lucas, de ahí el soberano batacazo de crítica y público que el film obtvo.
Superman se haría un lifting y regresaría a la pequeña pantalla como Superboy en 1988, interpretado el personaje por John Haymes Newton y, después de veintiseis episodios, por el más fornido y masculino Gerard Christopher... a pesar de que en la nueva continuidad del universo DC tras las Crisis en Tierras Infinitas se declarara que Superboy no había existido como paso anterior a Superman (doctores tiene el dólar). La participación de guionistas de comics como Mike Carlin, Mark Evanier, J.M. DeMatteis, John Francis Moore o Denny O´neill aseguró que el producto fuera todo lo digno que puede esperarse dada la premura de medios, y algunos episodios (emitidos intermitentemente por nuestra televisión nacional) son, por lo menos, interesantes.
En 1989, Batman da el salto a la pantalla grande... ¿o fue el Joker? Desde hacía un par de años, la visión que Frank Miller había hecho del Hombre Murciélago con su miniserie The Dark Knight Returns (1986) presentaba un superhéroe más adulto, más cansado y viejo, al borde del estallido psicótico en un mundo aberrante que demostraba que el comic no tenía ni tiene por qué ser entretenimiento sólo para niños. Influido por esta visión oscura del personaje, el guionista Sam Hamm ofrecería su guión, luego rehecho naturalmente por otras manos (Warren Skaaren, Tim Burton, Charles McKeown) y afectado por la famosa huelga de escritores cinematográficos que puso punto final a series como Luz de Luna, donde se presentaba por primera vez en las pantallas a un superhéroe que casi había pasado al lado oscuro... o eso se publicitó. Un despistado Adam West iniciaría una cruzada particular para volver a hacerse con el personaje que le había dado fama y dinero en los años sesenta, creyendo quizás que se pretendía llevar al cine ese Batman cuasi-anciano que los cuatro números de la serie de Miller habían presentado, o más probablemente incapaz de ver más allá de su propio ego de actor venido a menos que en su época no había sido más que el soporte de una máscara: incluso una campaña de firmas llegó a promocionar entre los fans, aunque no le sirvió de nada. Al igual que con el caso de Superman, los estudios promocionaron mucho más la aparición de Jack Nicholson como el Joker (gran parte del origen del personaje que el film hace suyo está literalmente sacado de A Killing Joke de Alan Moore y Brian Bolland... sin advertir que en ese tebeo la explicación que da el Joker a su situación puede deberse a su misma locura, no a la verdad), dejando en segundo plano la polémica que Tim Burton, flamante director, provocó al elegir al bajito y poco fornido Michael Keaton como el Cruzado Enmascarado.
De entradas pronunciadas, pequeña estatura y profundísimos ojos verdes, Keaton era más conocido en Estados Unidos como "Mister Mom", el nombre de una comedia (Las locas peripecias de un señor Mamá) que le había hecho bastante popular. Keaton era, sobre todo, un magnífico cómico (como demostraría más tarde en Mis dobles, mi mujer y yo), pero en su filmografía (ya posterior a Batman) se revelaría como un actor sensible capaz de registros contrapuestos: alcohólico, loco, padre que va a morir antes de ver nacer a su hijo, drogadicto o psicópata. Junto con Burton, Keaton había interpretado el año anterior a Batman al enloquecido y originalísimo fantasma Bitelchús (Beetlejuice, 1988), donde las referencias a la forma de actuar de Jack Nicholson eran continuas a pesar de las capas de maquillaje blanco. No puedo desprenderme de la impresión de que Nicholson aceptó el papel de Joker en esta película para enfrentarse en las pantallas a quien con tanta gracia hizo de él, recuperando ahora el rostro blanco y el rictus mortífero que caracterizan al Príncipe del Crimen.
Una apabullante campaña de promoción reavivaría la batmanía a ritmo de acid house y con abundante profusión de smileys, hasta el punto de inundar los cines con el símbolo del murciélago que sobre el pecho lleva el justiciero sin colocar siquiera textos, estrategia que en España, por lo menos, haría creer al público que el consabido murciélago era una boca abierta (he sido testigo de ello). Una falsa banda sonora de Prince (que apenas suena en la película, como apenas sale en diminuto cantante) se adelantaría en el mercado a la más aceptable orquestación de Danny Elfman. Puro marketing.
Batman había vuelto a convertirse en un icono, y la fama de enfant terrible y genio despeinado de Tim Burton apenas provocó que una sola voz se alzara en contra de su película, que no deja de ser, pese a los millones invertidos y la profusión de efectos especiales, un elegante churro. Repitiendo el paralelismo que Miller había trazado entre Batman y el Joker en uno de los episodios de su miniserie (y que, monomanías del dibujante, también había ejecutado antes entre Daredevil y Bullseye), la película, en su afán por dar cancha a Jack Nicholson sobre el semi-desconocido y enmascarado Michael Keaton, acaba por repetir una falsa simetría, despistada sin duda por aquella historia, por la cual el origen de Batman queda intrínsicamente ligado al de El Joker (es éste el que asesina a sus padres y no el Joe Chill de los comics), paralelismo que se vuelve a repetir cuando El Joker es creado a resultas de una intervención de Batman.
Se invirtió mucho dinero en los decorados para crear Gotham City, pero a pesar de los encuadres, la estética pseudonazi que remite a los arquitectos del Reich y la versión retro de coches y abrigos y sombreros de los figurantes, se nota en todo momento que estamos ante unos decorados gigantescos, pero decorados a fin de cuentas. Las peleas del diminuto Batman no se saldan con toda la espectacularidad acrobática que cabría esperar: el uniforme es en ocasiones pesada armadura de combate y en otras liviano disfraz carnavalesco de capita ondulante, y pese a lo gran actor que es Nicholson, el personaje lo obliga en más de una ocasión, por propia naturaleza, a forzar una actuación... campy. Hay momentos ridículos (el asalto al museo, los globos llenos de gas hilarante, la propia muerte del Joker) que alternan con muy buenas escenas (el batmovil o el batplano). La historia de amor con Vicky Vale, un personaje muy secundario en los comics que aquí interpreta la sex-symbol Kim Bassinger, está algo de más, pues por lo pronto sobra la confesión que Bruce Wayne le hace de su alter ego enmascarado, aunque sí hay que reconocer que Keaton se toma muy en serio su papel y, pese a sus limitaciones físicas, da el tono justo entre locura y sentido del deber que el personaje requiere.
La película está llena de altibajos, personajes que aparecen porque se sabe que va a haber una secuela (el comisario Gordon o el fiscal Harvey Dent), hasta desembocar en un enfrentamiento final bastante patético: en cualquier comic, Batman habría escalado hasta la torre donde hace sus mortíferas payasadas el Joker por su cara externa. Aquí, encorsetado por la armadura, un estirado Batman tiene que subir por las escaleras, como cada quisque. En realidad, ya desde el principio de la película cualquier seguidor del personaje se da cuenta de que ni Tim Burton ni sus guionistas tienen la menor idea de cómo es y actúa el superhéroe, aquella escena tantas veces repetida de la crisis existencial de Bruce Wayne y su decisión cuando ve entrar un murciélago por la ventana: "Padre... me convertiré en murciélago". Ya en Dark Knight Frank Miller dejaba sentadas de una vez y para siempre las motivaciones del oscuro héroe: tras el asesinato de sus padres, Batman adopta el disfraz para que esa situación que lo traumatizó de niño no vuelva a repetirse. Al intentar no dedicar media película a mostrarnos el origen del personaje (lastre que sufren todas las películas que trasvasan los héroes del comic a la pantalla), Burton et company centran los primeros minutos de proyección en una pista falsa: una familia sale del cine, un maleante los ataca para robarlos, el collar de la madre salta hecho añicos... pero el ladrón no los abate a tiros, sino que escapa (hacia arriba, como en todas las películas), donde es interceptado por un Batman al que se toma a choteo. Podría haber sido una elipsis interesante, pero el Batman de los comics existe precisamente para que ese niño que salía del cine no sufra el ataque, no para detener más tarde las consecuencias del asalto, que para eso ya está la policía y el sistema. Batman es Batman para que ningún ladrón o asesino robe o mate, no para llegar tarde y no impedir la acción, como aquí sucede. Pocas son las voces, insisto, que han osado enfrentarse a Tim Burton y a su buena prensa, a pesar de que la película sea tan aburrida y exasperante.
Batman Returns (1992) sería el segundo y último título que Burton dedicaría al enmascarado superhéroe que lo aupó a primera fila de los directores del momento. A partir de esta entrega empieza a quedar claro lo que podríamos llamar un caso de desconfianza de la productora hacia el personaje: si el primer Batman se basaba sobre todo en el carisma y la personalidad de Jack Nicholson como el Joker, ahora la película se centra en el origen de Cat Woman, por un lado (interpretado por Michelle Pfeiffer en uno de los mejores papeles de su carrera), y en el del Pingüino (Danny DeVito, espléndido en su composición del también filonazi Pingüino -¿o el filonazi es Burton?-, que paradójicamente crea a su personaje a partir del Hombre Topo de Marvel Comics) por otro, desaprovechando la inquietante personalidad de Max Shreck (Christopher Walken) en un papel que parece haberse quedado en la sala de montaje. En toda la historia Batman parece estar de sobra, circunstancia que se repetirá en las nuevas secuelas, donde los dos comparsas que le roban protagonismo en este Batman vuelve se van multiplicando poco a poco: Robin, Dos Caras y El Enigma en Batman Forever (1995) y Batgirl, Poison Ivy, Bane y Mister Freeze en Batman y Robin (1997). En el fondo uno espera con cierto morbillo a ver quiénes son los cinco personajes que aparezcan en una futura quinta entrega. Más difícil todavía, como en el circo.
Porque en un circo se convierte Batman, ya de la mano del propio Burton con su profusión de payasos, zoos, pinguinos y nevadas y, sobre todo, del colorista, estrambótico y hortera Joel Schumacher que le releva. Las oscuras sombras de Burton se convierten de nuevo en discoqueteras luces; los villanos (unos desaforados Tommy Lee Jones como Two-Face, papel que tendría que haber interpretado, según el primer film, Billy Dee Williams, y el insoportable Jim Carrey como The Riddle) vuelven a ser más que campy, ultracampy; el ya madurito Chris O´Donnel se convierte en un Robin de cuero negro... y el juvenil Val Kilmer releva a Michael Keaton como Batman, en un papel que no le cuadra ni con lupa. El fallo de casting trataría de ser reconducido en la siguiente entrega, Batman and Robin, donde por fin parece haberse hallado al intérprete ideal para la dualidad Bruce Wayne/Batman en la persona de George Clooney. De todas maneras, una estética claramente filogay (cueros ajustados, músculos dibujados sobre los disfraces, pezones incluidos) ha ido apoderándose de la serie, cuyo declive en taquilla es más que notorio. El afán por vender muñequitos hace que Batman tenga un disfraz nuevo, un coche nuevo, un avión nuevo en cada nuevo film... y mientras tanto y desde entonces los comics que un día fueron interesantes han ido languidenciendo ostensiblemente.
Una nueva patochada kitch intentaría Warren Beatty, el rojillo oficial de Hollywood al dar vida (es un decir) al más fascistoide de los personajes policiacos del cine: Dick Tracy (1990), soporífera película de encendidos colores que recupera a un clásico americano sin gancho internacional y que se basa en el reclamo de Madonna como Breathless Mahoney para atraer a una nueva generación de incautos. Producida por la Disney, ¿qué podía esperarse de ese personaje duro y despiadado que es el policía por antonomasia en el comic? Por lo menos el bello y blandito Beatty podría haber elegido a otro actor más recio para el papel, o haberse puesto, como Dick Van Dyke, Dustin Hoffman o el mismísimo Al Pacino (lo único interesante del film, al hacerse una jugosa autoparodia de su clásico Michael Corleone con el gangster Big Boy Caprice), una prótesis que al menos imitara la picuda nariz característica del héroe.
Es el sambenito que, además, tienen los superhéroes en la pantalla. Hay que dedicar media película a narrar su origen, se les ve ridículos con las mallas porque son los únicos enmascarados de sus respectivos filmes, dado que el resto de superhombres y supervillanos de las distintas compañías comiqueras se venden por separado, como las pilas de los juguetes, y además los superhéroes acarrean el handicap de que los actores (profesión de vanidosos donde los haya) tienen que ocultar su rostro tras un antifaz. Es lo que vino a pasarle a un cada vez más penoso (y ya es decir) Silvester Stallone en su encarnación del no menos fascista Judge Dredd (1995), quien no dudó en desembarazarse del casco que le oculta la cara a las primeras de cambio, cuando en realidad tendría que haberse desembarazado del compromiso de filmar semejante patochada (el duelo en la cumbre con el malo Armand Assante es épico), mientras que el guaperas Alex Baldwin, al interpretar La Sombra (The Shadow, 1999) poco pudo hacer con el maquillaje para levantar una historia que se asemejaba demasiado a Batman, personaje que según confesión de Bob Kane era una réplica en tebeo del clásico vengador de los pulps, pero cuyo argumento no tenía pies ni cabeza y venía a demostrar por lo menos que el Hombre Murciélago era más inteligente que Lamont Cranston: vivir en una mansión encima de la bat-cueva y tener coche propio es mejor que tener llena de tubos de comunicación toda la ciudad y esperar a que vengan a recogerte en taxi, desde luego.
La Sombra era un proyecto largamente acariciado por Bob Gale y Robert Zemeckis, junto con el Doctor Extraño, y uno no puede desprenderse tampoco de la sensación de que, tras los consabidos tiras y aflojas y cesión de derechos y revisiones de guión, la versión del aventurero de los pulps, convenientemente remozada por la estética de Mike Kaluta para los comics, acaba por mezclar a los dos personajes: No es difícil ver en los poderes psíquicos de Shiwan Khan (John Lone), el Tíbet, el pasado negativo del héroe y la guapa de turno claros referentes al Barón Mordo, el Shangri-La de El Anciano o la ayudante Clea. Cosas mías, posiblemente. El Doctor Extraño de los tebeos Marvel sería apócrifamente adaptado al cine en Doctor Mordrid: Master of the Unknown (1992) de Charles y Albert Band, una película de serie B que saquea inteligentemente los planteamientos de la historieta y que, incluso en su cartel de promoción, recuerda claramente la versión de Steve Ditko del personaje. Estar a la que salta, le llaman a eso.
En 1990 llega a la tele The Flash, sin duda impulsada por el éxito de su compañero de escudería Batman en los cines. Protagonizada por un fornido John Wesley Shipp con un traje ajustado que remarca músculos falsos hasta en las uñas y que, pese a todo, no impidió que el actor fuera acusado de homosexualidad cuando la moda de salir del armario incluso a la fuerza empezó a hacer furor, la televisión recupera a Barry Allen, el segundo Flash, ya muerto en la continuidad de los tebeos. La serie, que no está mal del todo, y donde incluso aparece Mark Hamill haciendo del enloquecido supervillano The Trickster en un par de episodios, fracasó al tener que enfrentarse el velocista escarlata (siempre en su país de origen) con la misma franja horaria donde Los Simpson iban a comerse el mundo.
Pero DC/Warner se desquitaría en 1993 con Lois & Clark, The New Adventures of Superman, que retomando un poco el espíritu de la lucha de sexos de Luz de Luna dejaría a un lado las acrobacias del superhombre (un juvenil Dean Cain) para centrarse más en el tira y afloja de su relación como ser humano con la atractiva Lois Lane (Teri Hatcher). Recuperando la continuidad de los tebeos del momento, aquí los padres de Clark Kent viven, y Lex Luthor (John Shea) no es un ridículo y orondo señor calvo sino un multimillonario con mala uva que se rodea de señoras despampanantes. El morbo de la relación entre el superhéroe de paisano y la periodista va en aumento de episodio en episodio, mezclando comedia y suspense... y se viene abajo cuando, pasadas las temporadas, ambos se casan. Ahí se acabó la gracia de la historia.
Un caso cuanto menos curioso se presenta con la adaptación cinematográfica de The Teenage Mutant Ninja Turtles (simplificado como Las tortugas ninja, 1990) y sus abundantes secuelas, sus series de dibujos animados y su bombardeo de muñequitos, puesto que el comic donde se basan es de partida el producto de dos fanzineros, Kevin Eastman y Peter Laird, quienes en 1984 habían autoeditado un comic-book en blanco y negro donde se parodiaba y homenajeaba a la vez al Daredevil y al Ronin de Frank Miller: el accidente que en los comics vuelve ciego al joven Matt Murdock, luego esforzado luchador contra el crimen bajo el disfraz escalarta de Daredevil, es el mismo que, al contaminar las alcantarillas, crea a esas cuatro tontorronas tortugas amantes de la pizza. Delirante. La versión cinematográfica, naturalmente, obvia ese detalle.
Como también obvia sus orígenes multiculturales la adaptación de otro comic independiente, Rocketeer (1991), novela gráfica (o sea, álbum) del magnífico dibujante y espantoso guionista Dave Stevens. Tomando la estética añeja de los seriales de los hombres-cohete de los años treinta, el tebeo mezclaba con cierta gracia iconos como Betty Page, La Sombra o Doc Savage (verdadero inventor, en la ficción del comic, de la mochila mecánica que permite volar al futuro héroe Cliff Secord). Esas referencias, naturalmente, fueron eliminadas en la versión cinematográfica que produjo Touchstone Pictures sin duda al socaire de Indiana Jones y su revisitación de la época. El film, paradójicamente, al cambiar detalles enriquece al personaje (ya hemos dicho que los guiones del tebeo no son muy allá), encuentra en Jennifer Conelly el intérprete femenino ideal, y al desarrollarse en el Hollywood de los años treinta no tiene reparo en jugar hábilmente con los iconos cinematográficos: una vez más, ahora a por todas, Timothy Dalton recupera a Errol Flynn y su leyenda negra de compañero de viaje del nazismo y presenta a un malvado actor con bigotito capaz de traicionar a América a los agentes del Reich. Por desgracia, la comparación con En busca del Arca Perdida le jugó a la contra a la película, y sus altibajos narrativos impidieron que hubiera una secuela o, lo más probable, algún spin-off televisivo dentro de la factoría Walt Disney.
Tras el vergonzoso paso de Captain America a la gran pantalla, en una adaptación garbancera (¡con orejas de plástico en el antifaz!) donde el villano Cráneo Rojo pasa de ser nazi alemán a fascista italiano quizá porque la estética de las esvásticas está prohibida en Alemania y para los americanos eso quiere decir toda Europa, siguiendo el estilo de Indiana Jones se presenta The Phantom (1996), el clásico personaje de las tiras diarias que sigue gozando de inmensa popularidad en Australia y Nueva Zelanda, motivo por el cual sin duda la película (aparte de lo barato de los costes) se rodó allí. Siendo en principio bastante fiel a los primeros meses de la strip, y contando con una sensual Catherine Zeta Jones como chica-aviadora-dura-pero-menos, las muchas horas de gimnasio del cetrino Billy Zane no hacen que encaje demasiado bien en el personaje. El inevitable villano campy lo proporciona esta vez Treat Williams, interpretando a un millonario megalómano que recuerda a Howard Hughes. La película (¡donde, escándalo, vemos el rostro de Billy Zane como el de El Hombre Enmascarado, cuando en los setenta años de historieta jamás le hemos visto ni los ojos!) deriva peligrosa y estúpidamente hacia el fantástico en los minutos finales, cuando precisamente la gracia de El Duende que Camina es que se trata de un hombre normal, sin superpoderes.
La implantación del manga con éxitos cinematográficos como Akira (1992) y las editoriales independientes, los derechos de cuyos personajes son sin duda más baratos, hacen que empiecen a llegar a las pantallas versiones de estos mismos personajes, no importa que sean de segunda fila o hechos a retazos de otros personajes clásicos (y caros): Es el caso de The Crow (1995) y sus secuelas, o cómo imitar para el comic un equivalente de ultratumba a Batman y explotar, en cine, el desafortunado incidente de la muerte de Brandon Lee, el protagonista de la primera de sus tres cintas. O de Barb Wire (1996), insufrible vehículo para el lucimiento pectoral de la siliconada Pamela Anderson, en una película de rubor que se atreve a parafrasear a Casablanca. O de The Mask, o cómo dejar que Jim Carrey de rienda suelta a su molesta hiperactividad ampliando encima sus mojigangas con gráficos informáticos. O de Spawn (1997), nuevos gráficos que aburren y personaje que hace que la capa del Batman de Neal Adams parezca un pareo. O de Crying Freeman (1995), versión del manga con abundante estética gay cuyo argumento apenas da para un mediometraje pero que, entre cámaras lentas y angulaciones tediosas, permite salir del cine convencido de que un centenar de disparos a bocajarro son incapaces de alcanzarte. Todo infumable. Y es que hay tebeos que uno no comprende cómo se llevan a la pantalla, si no los conoce nadie ni apenas valen un pimiento. Tan absurdo como adaptar al cine las aventuras de The Punisher, el equivalente marveliano a los justicieros callejeros que tuvo la osadía de interpretar un teñido Dolph Lungdren.
A veces parece que el buen sentido impera: Una producción de serie zeta sobre los Fantastic Four, una vez terminada, se compró para no ser estrenada jamás, en tanto que un estudio importante adquirió los derechos de los personajes para así destrozar por su cuenta a los superhéroes característicos de Marvel, proyecto que todavía se espera de un momento a otro. Y una nueva versión de Prince Valiant (1997), que a costa de la búsqueda de la espada del Rey Arturo trasladaba sacrílegamente al héroe de Hal Foster a la fantasía heroica, tan sólo se estrenó en salas comerciales en Alemania y Dinamarca, quedando su lanzamiento reducido al video en América (aquí ni siquiera la hemos visto).
Incluso en España se ha llegado a adaptar al cine y la tele a personajes como Zipi y Zape (aaagh), Makinavaja el último choriso o Historias de la Puta Mili, o El botones Sacarino y Mortadelo y Filemón, y hasta se anunció que Juanma Bajo Ulloa llevaría a las pantallas El Capitán Trueno.
Tras el reciente y polémico (para la propia estuctura editorial de Marvel, donde han rodado cabezas porque su éxito en la pantalla no se ha traducido en aumento de ventas en los tebeos) estreno de X-Men (cuya crítica se encuentra en este mismo número) se preparan ya sendas adaptaciones de Spider-Man y de Fantastic Four, mientras que Tim Burton anunciaba hace pocos meses su renuncia a dirigir una nueva versión de Supermán interpretada por Nicholas Cage (actor que siempre aparece en todas las quinielas a la hora de encarnar héroes y villanos del tebeo, desde Iron Man al Duende Verde). Pero no nos engañemos: los personajes de comic apenas funcionan en la pantalla, llenos de contrasentidos y ridículos que, aunque los popularizan (¿quién lee tebeos de Batman hoy, pero cuánta gente ha visto el film de Tim Burton?) los despojan de su alma. Más fieles a los tebeos son, paradójicamente, personajes como Robocop (1987) o Darkman (1990) que pueden beber de la rica tradición del comic sin ceñirse a un solo personaje ni traicionar los planteamientos de ninguno de ellos, circunstancia que también puede aplicarse a otros filmes como Masters of the Universe, o cómo convertir a unos muñequitos infames en una película infame que remite, al menos solapadamente, a la Saga de El Cuarto Mundo de Jack Kirby; El quinto elemento, o cómo llevar al cine la estética Metal Hurlant con gracia y diversión; o Matrix, sin duda la mejor muestra de superhombres y las batallas características de estos.
Entroncada con esta temática está la moda de adaptar al comic las películas del momento, alguna de ellas inspirada a su vez en comics. En cualquier caso, y pese a que alguna de ellas (caso de Conan o Batman) estuvieron realizadas por los guionistas y dibujantes que llevaban las riendas de sus respectivos tebeos, el producto que al final se ofrece es un híbrido que no es comic ni es cine, anquilosados los dibujantes por la obligación de dotar a los personajes del físico de los actores que los encarnan, y donde es habitual el empleo de fotos fijas que se convierten en viñetas donde la pose estática lastra cualquier pretensión que pudiera requerirse al trabajo.
El futuro de las adaptaciones cinematográficas de la imaginería adolescente no estará en los comics, ya lo estamos viendo: Hoy los chavales no leen tebeos, así que la publicidad gratuita que éstos puedan tener a la hora de trasvasar sus andanzas al cine obliga a un desembolso que los videojuegos ya han adelantado: De los Supermario Bros a los Mortal Kombatt o las inminentes andanzas de esa copia de Indiana Jones que es Lara Croft, el cine lleva tiempo acercándose a esa estética de escenas que se concatenan en un más difícil todavía, al estilo de las pantallas que se saltan. Véase el caso de La Roca, sin ir más lejos. Incluso la tardía (en tanto que fue respuesta comiquiera de la blaxploitation del cine en los setenta), irregular y barata adaptación de Blade (1998), secundario de la serie Tomb of Dracula (de la cual, por cierto, hay una curiosa adaptación al dibujo animado hecha en Japón) parece deberse más a la moda de los juegos de rol vampíricos (y la influencia de Lestat en cine) que a los comics, en tanto que el personaje es un semi-desconocido que además, en la pantalla, se mezcla con el otro vampiro (sintético) de la Marvel, Morbius.
Con todo lo dicho, la mejor adaptación de un personaje de comic a la imagen en movimiento en Batman: The Animated Series (1992) y su continuación The Adventures of Batman & Robin (1994), donde con una técnica de animación sobresaliente, unos claroscuros sin precedentes en el medio y una estética que mejora y amplía los postulados del sobrevalorado film de Tim Burton se presenta al que es, quizás, el Batman definitivo, tanto en el cine como en los comics. Las otras adaptaciones más modernas de personajes de tebeo al dibujo animado televisivo (X-Men, Spider-Man, Iron Man, The Incredible Hulk, Defenders of the Earth, The Phantom 2012) oscilan entre el revuelto de momentos del comic desordenados a la buena de Dios con reescrituras y nuevas versiones que hacen sonrojar a los seguidores de los personajes ya clásicos (súfrase el juvenil dibujo animado de Flash Gordon).
Hay una jugosa anécdota que resume perfectamente esa ambivalencia entre historieta y cine, entre el quiero y el no puedo: Cuando a la salida del estreno de Tintín en el Templo del Sol Hergé preguntó a uno de los niños del público qué le había parecido la película, el chaval le contestó: "No está mal. Pero Tintín tiene una voz más bonita en los tebeos".
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