Niebla y vampiros, detectives y laboratorios fantásticos, hombres- elefante y cazadores de cabelleras, dinosaurios y escritores diletantes, psiquiatras vieneses y seres artificiales hijos del relámpago y la redoma, destripadores de personalidad múltiple y francachelas reales, máquinas del tiempo e invasiones marcianas, la estética del cobre, el remache y el carbón... Dentro de la literatura fantástica lo hemos bautizado como steampunk, pero a poco que se escarbe en las raíces de tan peculiar movimiento en seguida llegamos a la conclusión de que sus fronteras narrativas no se ciñen a lo victoriano, ni el tipo de historias que se cuentan tienen por qué adoptar el consabido matiz fantástico (ni, ya puestos, por qué constreñirse al ámbito literario, como veremos). Quizás, como género, ha existido camuflado desde siempre, y sólo la huida romántica de la ciencia ficción hacia la época de sus orígenes ha cargado de parámetros culturales lo que, en la evolución de la narrativa humana, ha sido asimilado a un concepto mucho más amplio como el folklore.
La Historia considerada como una de las bellas artes, tal vez. Cargados de simbolismos y de nostalgia, y acostumbrados a mezclar churras con merinas porque del mestizaje y la contaminación (1) hemos hecho signo de nuestro tiempo, quizá no sea ocioso recordar que algunos personajes de ficción nos parecen más logrados, comprensibles y atractivos que muchos seres "reales" de nuestro entorno o de nuestro pasado, y que en el batiburrillo de la memoria el juego pirandelliano de mezclar realidad y ficción tal vez no distinga a personajes de personas, ni falta que nos hace. Dicho de otra manera, hay un subgénero potente (y todavía latente) que explora la historia como hecho intercambiable que asimila como parte propia los iconos de la ficción, o viceversa. En ese subgénero se entronca fantasía con novela histórica, dotándola de la doble perspectiva que permite conocer el desarrollo de los acontecimientos verídicos y la ubicación a posteriori dentro de esos acontecimientos de personajes de ficción novelesca.
La Ilíada o La Odisea quizá tuvieran ese mismo origen, en tanto que conceptos como Historia no existían aún en la mente de los griegos que escuchaban aquellos relatos de seres mitológicos de su pasado más o menos lejano con el arrobo y la credulidad con que nosotros, a veces, contemplamos los documentales de la CNN. Acontecimientos con trasfondo histórico más o menos fidedigno, como la Guerra de Troya, fueran cuales fuesen las causas que llevaron a su estallido, se mezclaban ya hace dos mil seiscientos mil años con personajes de ficción y con las deidades religiosas de la Hélade, potenciando un crossover imbabitable. Otro tanto podría aplicarse a La Biblia, o cómo justificar con la ayuda divina las vicisitudes, reales o imaginarias, del pueblo hebreo a través de sus más significativos paladines. El hecho de que héroes, dioses, jueces o profetas fueran considerados seres reales no hace sino acrecentar la idea de que nos hayamos ante un concepto que tiene hondo calado en la mente de los hombres: ¿cuántos turistas de hoy en día no acuden en peregrinación a Baker Street para comprobar si, en efecto, existe un 221 B o al menos una casa-museo instaurada después para exprimir sus sueños? (2)
Ya un tratado sesudo como la Historia Britonium, de Nennius (siglo IX), ataba la ficción con la historia al incluír como uno de los reyes de la antigua Inglaterra a Arturo Pendragón, creando de paso uno de los grandes interrogantes de la Edad Media y un divertido laberinto donde seres reales se mezclan con acontecimientos que en efecto existieron, magnificados o no por la invención del aspirante a historiador o los poetas. Nombres como Horsa, Hengist o Ambrosius Aurelianus aparecen tanto en la leyenda artúrica como en las investigaciones antropológicas más cercanas, y hasta ha habido que llegar a un compromiso y aceptar que Arthur-Artús (El "Oso") pudo haber sido un cabecilla celta (o galés, para el caso) a quien los romanos apodaron Ursus. La realidad y la ficción, de nuevo, convertirían para nosotros a la búsqueda de la Mesa Redonda en el equivalente al Santo Grial de la ficción arturiana (en tanto que una falsificación puede verse en la catedral de Winchester, como cualquier reliquia de santo de la época, moda satirizada por Chaucer en su Cuentos de Canterbury (3)), junto con el emplazamiento de Camelot o el lugar donde pueda estar encerrado en piedra Merlín Ambrosius.
El mito, pues, va unido a la realidad: es parte misma de la realidad. En pleno trecento italiano, Dante se encuentra en su Divina Comedia con su maestro Virgilio en su periplo por Purgatorio e Infierno: dos seres reales, separados por el tiempo, filosofan y descubren los horrores de los condenados. Uno de esos condenados será Ulises, el gran mentiroso, que arde en el infierno por sus trucos. Una vez más, la ficción literaria y los creadores de ficciones se dan la mano, sin que existan diferencias entre unos y otros desde la realidad del libro donde aparecen. Más tarde, el propio Cervantes hará intraliteratura al desdeñar en su Quijote los libros de caballerías de la época, y haciéndose aparecer a sí mismo a la vez como autor y como ser real (4), conocido del cura, que rescata su Galatea de las llamas. El artificio literario de dar como ciertas las andanzas del Caballero de la Triste Figura como traducción del pergamino original de Cide Hamete Benengeli riza el rizo cuando, ya en la segunda parte de la novela, son multitud los personajes que se cruzan con Don Quijote que han leído la primera parte de sus aventuras, y la máxima preocupación del hidalgo es que no se confunda su realidad con la del Quijote falso de Avellaneda. La gran pirueta se produce cuando, al desviarse de su camino original para contradecir el Quijote apócrifo, se admite que hay otro Quijote cabalgando por los campos de Zaragoza (5). O, lo que es lo mismo: si Don Quijote es un personaje ficticio que se las da de real, por esa misma regla de tres el otro Quijote ficticio también tendrá que serlo.
Y es que realidad y ficción, concatenadas, se influyen una a otra. Hamlet es gordo y le falta el resuello porque el actor que lo encarnaba, Richard Burbage, era así, y no el lánguido personaje que la posteridad no ha legado. La misma disposición del teatro del Globo y similares (lo que Shakespeare llamó la O de madera), propicia la escena del balcón de Romeo y Julieta, y la costumbre de dejar la intrepretación de los personajes femeninos a jóvenes imberbes está detrás de los continuos juegos y equívocos sexuales del teatro isabelino (6), como todas las generaciones de hoy saben gracias a la película Shakespeare in Love: la Cleopatra shakespeariana (o sea, para ella misma, la "auténtica") es consciente de que vendrá un día en que será recordada por los muchachitos que la interpreten: I shall see some squeaking Cleopatra boy my greatness i´the posture of a whore.
Es un artificio que no sólo se debe a la literatura: en pintura, son abundantes los casos de personajes reales que posan para dar vida a seres mitológicos o religiosos. Hoy no vemos ya más que a Venus y no a Simonetta Vespucci en el cuadro de Boticelli, pero ese juego de disfraces tuvo que tener, en su época, lecturas que a nosotros se nos escapan(7). Recordemos el Juicio Final de Miguel Ángel, donde se condena a los enemigos del pintor, o la leyenda (ficción y realidad entrelazadas una vez más) que acompaña a Leonardo da Vinci y su Última Cena: el mismo rostro imposible que posó para inspirar la bondad de Cristo, según se cuenta, es el mismo individuo que años después posó para inspirar la maldad de Judas.
NOTAS
(1)Entiéndase el término "contaminación" en el sentido en que la literatura romana toma su razón de ser a partir de la griega: como asimilación de temas y estilos a los que se mezcla.
(2)En La Eneida, Virgilio mezcla los personajes heroicos de la mitología griega (Eneas, Dido, Polifemo, etc) con personajes reales de su época, al pretender dar un pasado legendario a Roma que lo entronque con el linaje de Augusto. Se cuenta que una matrona romana, al ver que sus hijos muertos eran mencionados en la profecía de la historia, se desmayó de pura emoción incontenida.
(3) Y Chaucer, naturalmente, es él mismo uno de los peregrinos de su historia: el más aburrido de todos, un personaje que, broma aparte, desluce con la jugosísima Viuda o el Bulero.
(4) Recuérdese, en la pintura, cómo Velázquez se retrata dos veces en Las meninas.
(5) Ver Capítulo 72 de la Segunda Parte
(6) Elizabeth I "posó" también, claro, como la Faerie Queen de Spenser.
(7) Recuérdense también las señoritas de buena sociedad transformadas en matronas o vestales romanas en los bellos cuadros de Alma-Tadema y comprobaremos que existe una especie de juego de disfraces que aspira a la inmortalidad, una obra de teatro eterna.
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