El futuro postapocalíptico, si en efecto no se trata de una contradicción de términos, ya existía bastante antes de que Mel Gibson animara (es un decir) al enloquecido policía Max Rockatanksy (¿juego de palabras entre rock y angst?). Novelas como Cántico por Leibowitz, Ay, Babilonia, El día de los trífidos o La tierra permanece, por nombrar sólo las más populares en el terreno escrito; películas como Soylent Green, cuando el destino nos alcance, Contaminación, El callejón infernal y hasta la saga iniciada con El planeta de los simios o el posterior telefilme El día después ya habían incidido o incidirían en la supervivencia de la humanidad tras la catástrofe, alterando tan sólo los elementos de los que irían a carecer los hombres tras la debacle: cultura, leyes, agua, espacio, vista, su supremacía en el mundo animal y vegetal o simplemente aire.
Fruto tardío de la crisis del petróleo del principio de los setenta, Mad Max, salvajes de autopista (1979) presenta una ciencia ficción tan leve que sólo haciendo la vista gorda puede considerarse como tal. La premura de medios, lo escueto del guión, el laconismo de los personajes y la preponderancia de las persecuciones automovilísticas sobre cualquier explicación a la situación imperante en esa Australia camuflada de yanquilandia (1) hacen que la película (el debut tras las cámaras de George Miller, coautor también del guión junto a James McCausland), sea más bien el hijo bastardo de filmes fascistoides al estilo de Death Wish y saga, derivados a su vez de Harry el sucio y con un cierto barniz prestado de La carrera de la muerte del año 2000, sólo que en vez de un cada vez más anciano Charles Bronson (¡y cómo contradice el azul abuelete de su mirada los papeles de duro correoso que le tocaron encarnar!) dispuesto a vengar la violación y/o muerte de esposas, hijas, primos, tías, vecinas, compañeros de mili y gente de paso, nos encontramos con un guaperas de físico todavía muy tosco (¿porque hay quien envejece bien o porque el bisturí hace milagros también en los hombres?), policía por más señas y para no variar, encargado de vengar la muerte de su esposa y su hija a manos (a ruedas, más bien) de un puñado de freakies extrapolados a partir de los Ángeles de Infierno. Comparado, ya digo, este primer Mad Max con el tipo de justiciero de larga e infausta moda cinematográfica (y ahí quedan, para juicio de la historia, los Chuck Norris, Steve Segal, Van Damme y demás pirados de gatillo fácil y mae geris ad hoc) no deja de parecer el equivalente en superocho a los fanzines tebeísticos o literarios(2). No podemos dejar de olvidar que en la historieta personajes psicóticos como El Castigador o El Vigilante también se tomarían el desquite por su cuenta, influyendo a su vez en los superhombres en cuyo terreno se inmiscuían (caso de Batman), y creando con el paso del tiempo un subgénero nuevo, el personaje grim and gritty que tanto hizo por apuntillar al comic como medio a lo largo de los años noventa(3). No puede ser casualidad que, en el cartel de la película, Mel Gibson con su casco de patrullero y sus gafas de espejo recuerde poderosamente a otro fascista tebeístico, británico y se supone que conocido en Australia por aquello de la Commonwealth: el Juez Dredd.
El ambiente pesadillesco de ese mundo donde la ley tiene que ponerse a la altura del delito para combatirlo no por hacer cumplir unas normas, sino al menos para satisfacer la ley del Talión, remite a la atmósfera cuasi-onírica de Asalto a la comisaría del distrito 13 (aunque ésta era un claro western y Mad Max se convertiría en cowboy algo más tarde). El énfasis en la violencia per se enlazaría el espíritu cuasi-transgresor de la película con el de La Naranja Mecánica, aunque quedándose, naturalmente, a la altura de esos futuritos de andar por casa mostrados en títulos como The Warriors, Curso 1984 o Calles de Fuego.
Es en efecto la violencia, más que ninguna posible nota inteligente en el guión, lo que hizo popular esta primera entrega del personaje. El aspecto de ciencia ficción, ya soslayado de por sí en una atmósfera torpedeada por la algo empalagosa historia de amor de Max y su esposa, pasa de puntillas: no nos damos cuenta de que hay escasez de combustible. Pero el montaje de las persecuciones, atropellos, apaleamientos, se superpone a todo lo demás. Hay que recordar que, en su estreno en España, la película obtuvo la clasificación "S", no debido al sexo, sino a una violencia mostrada con descaro y que hoy ha envejecido muy mal.
Una cosa sí puede considerarse un acierto: en la espiral a la que se ve sometido Max, y aunque las simpatías del espectador palomitero puedan estar con él, no se hace glosa gloriosa de su venganza. Mel Gibson está tan loco como los salvajes de autopista a los que combate, y aunque en los dos títulos posteriores de la serie el personaje ganaría un laconismo y una madurez casi fordiana, el estigma del apasionado y enloquecido policía desfaceentuertos salpicaría la carrera del actor: no hay más que echar cuenta del número de veces que sus personajes han rozado la esquizofrenia violenta (como la serie Lethal Weapon), lo estrafalario (Birds on a wire), el héroe algo locuelo (Maverick), o simplemente el pirado inofensivo (Conspiracy). Convendrán ustedes conmigo en que Gibson está mucho mejor cuando interpreta personajes lacónicos (Ransom, Tequila Sunrise) o héroes más de una pieza (Braveheart) .
Si Mad Max era un sencillo tebeo de fanzine, el proyecto fin de curso de un aspirante a contador de historias, la suma de momentos álgidos soñados durante años pasada por la batidora del montaje y los efectos especiales y los trucos de cámara, la primera secuela, Mad Max 2, el guerrero de la carretera (1981), ya sería un tebeo de verdad, el tránsito del aficionado al profesional. La estética underground de la primera película había pasado por el tamiz de Metal Hurlant.
Dedicado a otras empresas más ambiciosas, Moebius no participaría lógicamente en los diseños del story-board, pero su espíritu impregna toda la historia: desde el desierto enrojecido que había plasmado con acierto en su serie Arzach o, bajo la personalidad de Gir, en su Lieutenant Blueberry, hasta la estética sucia y mohosa de historietas capitales como The Long Tomorrow (con guión de Dan O´Bannon, no lo olvidemos), y el dominio de la mancha blanca en El garaje hermético de Jerry Cornelius.
Ya desde el principio de la película somos conscientes de que Miller y sus nuevos coguionistas Terry Hayes y Brian Hannant han madurado algo, y en vez de presentar las hazañas juveniles de un justiciero de playa, nos encontramos con el firme propósito de relatar, por medio de una voz en off, las hazañas de una figura heroica, algo que alcanzaría su punto culminante en el mesianismo que impregna la tercera entrega de la serie. Ha transcurrido algún tiempo desde la película anterior, y el paso de las décadas y los antecedentes de lo que ha sucedido nos plantan directamente en un mundo postapocalíptico, sin ley, orden ni gasolina, ciencia ficción ya sin cortapisas. El hecho de que la introducción se haga a través de material documental en blanco y negro (el existente en los archivos de la filmoteca de Sydney) retrae un poco, alertando de que tampoco vamos a movernos con grandes presupuestos. El fundido de esas imágenes algo rancias con planos de descarte de la película anterior está casi de sobra, pues ya Max (en ningún momento "Mad" Max) se perfila como el hombre venido de ninguna parte, el vaquero sin nombre al estilo del Clint Eastwood de sus películas con Sergio Leone o, más concretamente, el Alan Ladd de Shane (Raíces profundas), niño-narrador incluído.
Cojo, canoso, vestido de cuero negro (pero con todo el brazo derecho desnudo, sin duda para poder desenfundar mejor sus armas), con hombreras que lo asemejan a un gladiador (4), Max aparece en esta película como un superviviente nato, dado a dolorosas y sangrantes laceraciones y sin nadie a quien poder llamar amigo. La impactante banda sonora de Brian May refuerza aún mejor que el montaje de escenas lo presuroso de la vida en movimiento a la que se ven abocados los supervivientes del desastre. Max es un cowboy del futuro que surca las autopistas abandonadas de un país que quizá podamos identificar con Australia, a bordo de un coche en vez de un caballo, con un feo perro dingo como único acompañante, y en busca, como si él mismo y toda la especie humana fueran también automóviles, de combustible para seguir vagando.
Las tribus urbanas se han convertido literalmente en tribus transhumantes, los nuevos salvajes de este futuro gastadísimo parafrasean las crestas mohawks de la estética punkie del momento y se convierten en el equivalente motorizado de los indios de cualquier película del oeste de décadas pasadas. Motos y buggies han sustituido a los mustangs, y las ballestas de muñeca a los arcos y flechas, pero no hay séptimo de caballería que valga. Tras la primera persecución y el primer accidente, vemos a Max bajar de su coche y correr renqueando en busca de gasolina. No se nos ofrece en ningún momento, más que de pasada y utilizando una lata de carne para perros, la necesidad de comida o de agua: sólo de carburante, por lo que llega a extrañar que los salvajes malgasten tanto en sus idas y venidas por los caminos, o rodeando el inevitable fuerte que es la refinería donde los intereses de todos convergen. Es curioso que en esta película, tan dada a las persecuciones y los accidentes automovilísticos, los coches no estallen en llamaradas de efectos especiales después de darse una leche; los imperativos del guión y la necesidad de recuperar gotas de gasolina tiñen de realismo un acontecimiento que en el cine hemos dado ya por hecho: sólo cuando Max activa la bomba el coche hace ka-boom.
El hilo argumental de la película es tan tenue que, visto desde la perspectiva de los años, casi se antoja inexistente: Max encuentra a un alocado capitán de autogiro, otro solitario como él (Bruce Spence), y para evitar que lo mate éste le muestra la existencia de una factoría donde sobrevive a duras penas una improbable comunidad de blanquísimos y rubísimos seguidores de la moda post-romántica de la época (son los tiempos de Adamant y compañía). Por conseguir gasolina, Max se ofrece a entregarles un camión abandonado donde cargar el combustible que les permita llegar a la costa (jugosamente identificada por medio de postales turísticas) y esquivar el asedio al que están sometidos. Tras cumplir con éxito esta salida del fuerte (paralela a la Blueberry en la primera continuación de Fort Navajo, Tormenta en el oeste), el líder de la comunidad, Pappagallo (Mike Preston), le ofrece la posibilidad de conducir el camión, pero Max rehúsa y parte solo. Es interceptado por la banda de Humungus (Kjell Nilsson) y salvado en última instancia por el Capitán, que acude en su autogiro a su encuentro. El deseo de venganza (muy diluido, eso sí) lleva a Max a ofrecerse por fin a conducir el camión y enfrentarse a todos los moteros habidos y por haber que van en su busca. Al final, tras la muerte de cuantos le acompañan y la mayoría de los que le persiguen, y después de estrellar el camión en una larguísima recta de la autopista, todos descubriremos que el combustible no iba dentro del camión cisterna, sino en los vehículos de los demás miembros de la comunidad. La película cierra con la voz en off del principio, con la misma escena de Max solo en la carretera, el habitat al que no quiere ni puede renunciar, y entonces identificamos que es el mudo niño salvaje (una especie de tercer hermano Wild armado con bumerang, hay que hacer patria) quien nos ha narrado la historia.
Los diálogos son escasos, la presentación de personajes tan esquemática que ni siquiera se identifica por su nombre a la mayoría de ellos, pero el juego de miradas entre Max y el niño salvaje (Emil Minty) o la desconfiada y rubia mujer guerrero (Virginia Hey), precursora de Xena muy cerquita de su teatro de operaciones, sirven para dotar de un contenido cuasi-fordiano los muchos huecos que jalonan la historia. En ningún momento Max quiere involucrarse más allá de la relación comercial, heredero de Han Solo en ese aspecto, pero al contrario que Han Solo (5), no serán los buenos sentimientos los que lo impulsarán para ponerse de parte de los blancos y rubios manufacturadores de petróleo (6). En la película, la muerte es algo rápido e inevitable, un parpadeo que se ignora al segundo siguiente (7): Max no llora por los caídos, no lamenta la pérdida de su perro, sólo reacciona con violencia ante Pappagallo cuando éste le echa en cara que no es distinto a los demás, que todos han perdido y sufrido, una magnífica descripción que hace tabula rasa con el Mad Max de la película anterior y rompe con su ya inútil pasado de vengador justiciero. Curiosamente, es el "malo" de la historia, Wez (Vernon Wells), el equivalente vestido de negro del Jack Palance de Raíces Profundas y personaje adelantado al animalesco Darth Maul de La Amenaza Fantasma, quien no tendrá reparos en mostrar sin pudor sus sentimientos: chilla y patalea, acusa y maldice cuando el bumerang del niño salvaje le abre la cabeza a su efébico compañero (que, significativamente, en medio de una tribu de salvajes morenos vestidos de cuero es rubio gran hermano), hasta tal punto de que el forzudo líder de la banda motorizada, Humungus, tiene que encadenarlo como a un perro (continuamente lo llama "cachorro"). Humungus, dicho sea de paso, parece un cruce entre Darth Vader (cuyo rostro cubierto de cicatrices es mostrado, en un plano que muestra su nuca, de forma muy parecida a como Irvin Keshner insinúa la deformidad del padre de Luke en El Imperio Contraataca), y cualquier musculoso fistfucker de bares gay, ataviado con máscara de hockey como el célebre Jason y con aspecto de ir a saltar de un momento a otro a la lona del pressing catch (8). Tampoco sabremos nada de su pasado, excepto que atesora un valioso pistolón en cuya funda hay una foto antigua. De esa guisa, y reducida su capacidad de actuación a la simple expresión corporal, los gestos y katas de tan temible individuo son, más que amenazadores, ridículos, en línea de lo que luego iban a ser las exageradas gesticulaciones de los también enmascarados Power Rangers, o la demostración palpable de que los superhéroes funcionan sobre el papel pero se estampan en el ridículo de la pantalla.
Adelantada a su tiempo en cuanto a economía narrativa, estirando la anécdota mínima que es su trama a base de una buena dirección y unos más que correctos actores que refuerzan con su anonimato en la taquilla su valor como gente de paso, Mad Max 2 logró convertir su estética en una de las más influyentes de la década de los ochenta, a su personaje en uno de los tres iconos del momento (siendo los otros dos Indiana Jones y Rambo), y a su actor protagonista en superestrella. Cuando se estrena la nueva secuela, Mad Max: Más allá de la cúpula del trueno (1985), el personaje ya es tan popular como pudiera ser James Bond, franquicia a la que parece remitir la elección de Tina Turner y su videoclipera canción "We don´t need another hero" como parte del lanzamiento comercial de la cinta, y por primera vez se presenta un filme de presupuesto más elevado donde el diseño de producción puede ser, en contrapartida a los escuetos escenarios de las dos entregas anteriores, apabullante.
Sin embargo, si en las dos primeras películas tenemos una anécdota mínima que logra rellenar la hora y media de proyección precisamente por serlo, esta Mad Max Beyond Thunderdome(título original más escueto y menos aliterativo que el español) apunta en varias direcciones a la vez, sin llegar a hacer blanco en ningún lugar concreto. Nos encontramos ante una película extraña, donde el peso de la producción y el feísmo dominan toda la primera hora, donde los mejores momentos de la serie se concentran en los veinte minutos centrales... y donde todo salta por la borda en el último tercio de proyección.
Ha seguido pasando el tiempo, y Max ya no conduce un veloz coche trucado, sino una caravana de camellos que le es robada por Jedediah, un piloto pirata (interpretado, ay, por el mismo Bruce Spence de la película anterior, aunque se trate de otro personaje distinto, también piloto), y a pie llega a Bartertown (Negociudad en la versión española, Ciudad Trueque parecería más acertado, dado que no se hacen negocios, sino trapicheos), un estercolero literal, una ciudad surgida en medio del desierto que parece mezcla de Piedradura y Las Vegas y donde pululan toda suerte de individuos pintorescos, a cual más fetichista, un delirio reinona de drag queens forradas de cuero y tatuajes donde impera la ley de Tía Alma (Aunt Entity en versión original), el personaje que interpreta (por decir algo) Tina Turner.
Por primera y única vez en la serie vemos que, tras los años de transhumancia, la humanidad superviviente empieza a reagruparse, a construir de nuevo ciudades. Quizá conscientes de que la hora del recreo anarquista ha terminado, los hombres y mujeres de Bartertown se dedican al ocio y al negocio, trapicheando todo tipo de bienes, entre los que destaca, en una poderosa imagen, el agua, elemento que Max desprecia después de aplicarle un contador geiger a las cantimploras que se le ofrecen. En un difícil equilibrio entre barbarie y remedo de civilización, donde no puede evitarse el repetir los errores del pasado y donde se prima el espectáculo y el culto a lo estrafalario (y ahí tenemos a los cientos de extras y al cuasi-johancarradinesco maestro de ceremonias de la Cúpula del Trueno (9)), pronto descubrimos que si bien Tía Alma es el cuerpo legislativo de Negociudad, la mujer que según sus propias palabras levantó la ciudad de la nada, es la sabiduría del Maestro/Golpeador quien en realidad hace funcionar las cosas al dominar la tecnología necesaria para impulsar las máquinas gracias al metano obtenido con la mierda de los cerdos que cultiva en el subsuelo. La ciudad del futuro se basa, literalmente, en unos cimientos de pestilente barro.
Avejentado y descreído, debilitado sin duda a estas alturas de su odisea personal, y aunque en una quizá innecesaria confesión con Tía Alma recuerde su pasado policial, Max no vacila en ofrecerse como asesino a sueldo para eliminar a la parte musculosa de la simbiosis Maestro/Golpeador (10), aunque se eche atrás al descubrir que se trata de un deforme subnormal: quizá porque Golpeador le recuerda al otro retardado al que asesinó por venganza en la primera película, Max empieza a dar atisbos de conciencia y, en un mundo como el que le rodea, eso es malo.
Desterrado tras jugarse su condena a la ruleta (estamos, ya digo, en Las Vegas), Max es enviado al gulag, el desierto del que nadie regresa. Y allí, moribundo, es encontrado por la adolescente Savannah (Helen Buday), quien lo lleva a rastras al oasis donde vive su tribu. Tras una simbólica escena de muerte y resurrección, y un muy necesario corte de pelo, Max descubre que se halla en medio de una versión aborigen de El señor de las moscas: una tribu de niños perdidos, descendientes de los supervivientes de un accidente de avión, esperan el regreso del "Señor Walker", presumiblemente el piloto del aparato, quien partió con los otros adultos al desierto tiempo atrás y prometió regresar para llevarlos de vuelta a la civilización, lo que para ellos es el mundo del mañana-mañana.
Max descubre apabullado, en la más hermosa escena de la trilogía, cómo Savannah se erige en narradora de la historia y, remedando una pantalla de televisión por medio de palos y cañas, cuenta el pasado que le contaron para que éste pueda ser contado a los más pequeños. Los niños y adolescentes del oasis hablan un lenguaje derivado, roto y evolucionado, a partir de tópicos y realidades confundidas o imaginadas, pero la situación queda clara para Max, que si bien no acepta ser el mesías que insisten en ver en él, sí parece sentirse por primera vez en la saga a gusto en el oasis, cosa que no ha conseguido antes en ningún otro sitio: para imponer su voz, dispara un fusil y advierte que todos (él incluido) van a quedarse allí, porque lo único que les espera en el desierto es la muerte y, en todo caso, Negociudad, o sea, el infierno (11).
Sin embargo, Savannah y un reducido grupo de niños, entre los que se encuentra Cusha, una niña embarazada, parten de todas maneras. Y Max, que al resucitar ha recuperado la conciencia y quizá la cordura, sale a buscarlos acompañado por otros niños.
A partir de ahí la historia se va al garete de forma estrepitosa. Reunido Max con "la tribu que se marchó", no tienen más remedio que continuar desierto adelante y llegar a Negociudad. Allí, en un acto de reflexión poco meditado o insuficientemente explicado, deciden rescatar al Maestro (Angello Rosetto) y al esclavo Pigkiller (Robert Grubb), condenado a cadena perpetua en el inframundo por haber matado un cerdo para dar de comer a sus hijos, y lo que sigue es una persecución disparatada, casi autoparódica y/o obligatoria, contra Max y los niños por parte de Tía Alma y sus servidores, encabezados por un cuasi-inmortal Barra de Acero (Angry Anderson), capaz de sobrevivir a mil y un golpes, caídas, atropellos, accidentes y explosiones, y que llega a resultar francamente molesto: ni el Coyote del Correcaminos habría sobrevivido a tanto.
Un fortuito encuentro con el piloto Jedediah y su repelente hijo y, a bordo de su destartalado su avión, los fugitivos logran dar el esquinazo a Tía Alma, dejando en tierra a un Max que se sacrifica por ellos, pues gracias a ellos se ha redimido, y llevándose consigo lo que es, al fin y al cabo, el elemento más importante en cualquier civilización que se precie: no la gasolina, sino la inteligencia que proporciona el Maestro al puñado de niños y a su sueño de regresar al mundo del mañana-mañana.
Es quizá la obligación de mostrar la inevitable persecución marchamo de la serie lo que da al traste con los planteamientos de la historia, pues muchos elementos esbozados en la presentación de tantísimos personajes quedan, como en las películas anteriores, tan reducidos a la mínima expresión que, paradójicamente, sobran. No sería de extrañar que algunos borradores previos del guión, o incluso material descartado en la mesa de montaje, fueran capaces de limar esos molestos detalles que torpedean el remate de la cinta y de la trilogía entera. Quizá el hecho de que sean dos los directores que comparten créditos, George Miller y su tocayo George Ogilvy, explique esa falta de uniformidad narrativa entre el comienzo de la historia y su conclusión.
Porque todo el tiempo expositivo dedicado a la introducción a la aventura, la presentación de Negociudad y su estructura social, palidecen a poco que echemos un vistazo a la organización de los niños perdidos. Son detalles que no están ahí por casualidad y que apuntan a que en algún momento del proceso de creación de la película fueron apartados, trastocados, olvidados... o censurados.
No sabemos cuánto tiempo ha pasado desde esa hipotética Tercera Guerra Mundial y el momento en que Max llega al oasis, pero está claro que han sido más de quince años, que es la edad que parecen tener los niños mayores de la tribu. Huyendo del "epococlipse", el capitán Walker y su avión estrellado tuvieron que abandonar la civilización mucho tiempo atrás, quizás incluso antes que la primera película: resulta entonces virtualmente imposible que a bordo de la "lancha del cielo" viajaran tantos niños de edades distintas, pues los más pequeños parecen tener a lo sumo cinco o seis años. Es decir, la inmensa mayoría de los niños, si no todos, han nacido allí, en el manantial entre las rocas. Se han transmitido de unos a otros, de padres a hijos, derivando el lenguaje, los conocimientos imaginados y fabulados sobre la sociedad de la que huyeron y a la que infantil e ingenuamente pretenden regresar... pero no hay adultos entre ellos. Y sí muchos, muchos huesos.
¿Qué ha sucedido entonces con los otros niños al ir creciendo? Es la duda que la película no responde, pese a los detalles que jalonan los diseños de producción: entre las reliquias del pasado hay diversos cráneos, y huesos por todas partes, hasta el punto de que un fémur es utilizado para hacer sonar el gong que los convoca a todos. Uno de los niños, el retardado o demente Scrooloose (Rod Zuanic), aparece con los ojos maquillados con dos manchas negras, lo cual lo hace semejar levemente a un mapache... o con más rotundidad a la encarnación de la muerte. Scrooloose, el tercer personaje subnormal entonces de la saga, y cuyo nombre en inglés parece derivar de Screw Loose (literalmente, "le falta un tornillo"), tiene las sienes rapadas y reforzadas por apósitos de pasta blanca, como si sus compañeros de tribu no quisieran que los sesos se le acabaran de soltar y apuntalaran así su cráneo. Pero Scrooloose, que vive apartado de los demás, en un osario donde su rostro (o el rostro de la muerte) asoma en un estandarte, está siempre dominado por el miedo. Él es el responsable de la liberación de Savannah y los otros niños que quieren enfrentarse al desierto. Quizás, como en otras sociedades primitivas, los locos sean considerados el puente entre este mundo y el mundo de los dioses. O quizás Scrooloose esté marcado para la muerte y sea consciente de que su destino, como el de los otros adolescentes cuando dejan de serlo, pasa por ser sacrificado por la tribu. No muy lejos está La fuga de Logan y su mundo postapocalíptico vedado a los mayores de veintiún años (treinta en la versión cinematográfica). El abrazo entre Savannah y el primer niño que sale a su encuentro tiene mucho de maternal, y no puede olvidarse que una de las niñas que huye del oasis está ya embarazada, "a punto de soltar". ¿Es posible que esa sociedad ingenua sea a la vez una sociedad cruel? ¿Que Savannah escape porque sabe que, una vez culminada su edad, será sacrificada y tal vez consumida por los otros niños? Nunca lo sabremos: la película no se entretiene, por desgracia, en explorar esa sociedad ingenua, pasando sin un momento de respiro a la deconstrucción del mundo creado en las otras dos entregas anteriores de la serie.
Porque el final muestra a un Max acabado ya como personaje, igual que acabado está el mundo postapocalíptico de vehículos crueles y conductores salvajes: los coches que Tía Alma y sus guardaespaldas conducen están ya en las últimas, carentes de chasis, simplificados a meros esqueletos. Y Max, convertido en Moisés de la tierra prometida para los niños que han dejado atrás el oasis (y que no son todos, no lo olvidemos, pues el núcleo duro -¿y caníbal?- se queda en casa) sólo ve perdonada su vida por dos motivos: dejar la puerta abierta a secuelas o series televisivas que jamás se filmaron, y más posiblemente la cerrazón de Tina Turner a encarnar un personaje declaradamente negativo. Su potente Tía Alma se mueve siempre entre el terreno de la dureza y la simpatía, en lo que parece ser una imposición al guión por parte de la aspirante a actriz (recordemos la negativa de Jodie Foster a repetir el papel de Clarice Sterling en Hannibal, si no es por motivos de espanto hacia lo políticamente incorrecto), pues no puede gobernarse un mundo más allá del caos con sonrisas y socialdemocracia.
En cualquier caso, pese a la torpeza narrativa del final, Max ha cumplido su misión en el mundo, y ha sido capaz de redimirse y crear un mundo nuevo: a partir de las ruinas de la civilización, tomando la ingenuidad y los sueños de los niños del oasis que han renunciado al inmovilismo de su paraíso quizá falso, y apropiándose de lo único que puede considerarse moralmente valioso de Negociudad (el Maestro, pese a su aparente crueldad inicial, es un hombrecillo que suplica piedad para su compañero Golpeador, y que después de ser humillado por los sicarios de Tía Alma adopta una pose de científico decimonónico que, dado su enanismo, casi lo emparentan con el Miguelito Loveless del original Jim West (12)), Savannah ha sido capaz de crear la sociedad plácida, respetuosa con el pasado y cariñosa para con los hijos que Tía Alma no ha podido, ni podrá, crear sobre los despojos de Negociudad.
George Miller se marchó a otras historias. La trayectoria de Mel Gibson se ha movido luego en terreno sólido, hasta el punto de haberse atrevido con Hamlet y haber pasado con éxito a la dirección. Mad Max, o al menos su mundo postapocalíptico, ya había sido tal vez más que suficientemente explotado por el cine italiano de la época, tan dado a saquear sin disimulo los títulos de éxito americanos, mostrando variaciones sobre el mismo tema, y aunque en Australia el personaje sea un mito comparable a nuestro Capitán Trueno y exista un moderado mercado de merchandising con muñecos, novelizaciones y, sobre todo, el culto a sus coches, extraña que no haya pasado al menos a los comics o a la televisión: tan sólo el personaje Jonah Hex de los comics DC se trasladaría al futuro desde su oeste natal durante la época en que Mad Max estuvo de moda, y al menos en España el tebeo Hombre de Segura y Ortiz bebe sin pudor del loco ex-policía australiano, como también sucede con Jeremiah, del belga Hermann.
Después de Mad Max, ha sido Kevin Costner quien ha tratado al menos en dos ocasiones de retomar la antorcha del mundo tras la debacle: en la controvertida y francamente execrable Waterworld (1995), y la más que personal, aceptable y clasicista Mensajero del futuro (1997), donde a pesar de cierta longitud en el metraje se nos muestra un personaje antagonista (Bethlehem, interpretado por Will Patton) con verdadero respeto e inteligencia, algo que no puede decirse del histriónico Deacon compuesto por Dennis Hopper, enemigo jurado de ese Namor de andar por casa mezclado con Hombre que es el anfibio Mariner (13).
De vez en cuando salta la noticia de que Miller y Gibson preparan una cuarta entrega de las aventuras de Mad Max, y con la misma frecuencia se anuncia que Gibson no participará en el proyecto. La continuidad del personaje, transcurrido ya tanto tiempo desde Thunderdome, parece de cualquier manera haberse cerrado, en el fondo felizmente, con su papel de guardián del purgatorio postapocalíptico. La sociedad que Savannah y sus hijos hacen renacer en Sydney tal no necesite ya ningún héroe.
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NOTAS:
(1) El fuerte acento australiano de los actores hizo que la película se doblara nuevamente para su estreno en los USA.
(2) No hay que olvidar el precedente fílmico de Yul Brinner en The Ultimate Warrior, de Robert Clouse (1976),
(3) El superhéroe deja de tener validez como personaje no con la llegada de Image y compañía, sino cuando las mallas ajustadas dejan paso a los tabardos y las metralletas. No son Jim Lee y sus acólitos quienes acaban con un género: fue el acercamiento a las modas cinematográficas que supuso la aparición de un personaje como The Punisher
(4) No deja de resultar significativo que el personaje de la reciente película Gladiator, de Ridley Scott, estuviera pensado para Mel Gibson, que lo rechazó por encontrarlo demasiado parecido al de Braveheart. Fue el propio Gibson, australiano de educación, quien propuso al neozelandés Russel Crowe para interpretar a Máximo Meridio. Un detalle: el cartel de esta última película, con Máximo "posando" ante la cámara, es idéntico al de Mad Max 2. También la escena en que Máximo es transportado en volandas por los nómadas que lo rescatan, repetida varias veces a lo largo de la película, recuerda poderosísimamente al viaje de Max en el autogiro de regreso al fuerte.
(5) Hay abundantes "homenajes" de George Miller al cine de Lucas y Spielberg. La persecución en camión remite a la de En busca del Arca Perdida y Duel; ya se han mencionado los paralelismos entre Humungus y Darth Vader; en Mad Max 3 las arenas movedizas recuerdan al pozo del Sarlacc, los niños perdidos a los ewoks, y hasta una escena en Negociudad nos muestra a Max corriendo contra un guardia... para regresar en seguida perseguido por un tropel de ellos, como Han Solo a bordo de la Estrella de la Muerte.
(6) Aparte de la moda neorromántica, el color terroso y los turbantes dan cierto aire palestino a los "buenos" de la historia, y hasta el trasunto del abuelo Cebolleta que, con casco a lo Patton y con fusta no para de dar la lata se da cierto aire a Yasser Arafat.
(7) A ese respecto, es significativa la reacción del Capitán cuando es testigo de cómo termina la violación a la que asiste desde lejos, espiando con un catalejo. Hasta el momento de la muerte, nos damos cuenta de que ha estado disfrutando también él con el acto.
(8) El actor era en realidad campeón olímpico de halterofilia
(9) El maestro de ceremonias anuncia a Max antes del combate singular en la Cúpula del Trueno como "El hombre sin nombre", exactamente igual que el personaje de Eastwood/Leone.
(10) En los comics de X-Men, una simboisis similar se da en el personaje Warstar de la Guardia Imperial Shi´ar.
(11) Max se define sin dar su nombre: "Soy el que tiene al Señor Muertos en el bolsillo".
(12) Aparte del detalle del tren, recuérdese que Gibson rechazó el papel de Jim West antes de que lo rechazara George Clooney y pasara a Will Smith, quizás porque ya había interpretado a otro western televisivo, Maverick.
(13) Una curiosa circunstancia: El personaje Hombre y su galopante alopecia tiene un físico clavadito al Mariner de Kevin Costner... quien después parafrasearía clarísimamente el mundo postapocalíptico de Hombre, aunque con peluquín, en su Mensajero del Futuro. ¿Casualidades estéticas o el gran padre yanqui tiene vigías en todas partes?
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