Pasaron anoche en AXN el último capítulo de la quinta temporada de CSI (o CSI: Las Vegas, como hemos acabado por conocerla), un capítulo que tuvo dos peculiaridades, a saber: era un capítulo doble y lo dirigía el niño malo de Hollywood, Quentin Tarantino. Lo repiten el sábado, por si están ustedes abonados a lo del cable y no quieren esperar al pase de Telecinco dentro de ni se sabe.
CSI, lo hemos dicho ya antes, es una buena serie que pierde un poco de fuelle al repetirse en tantas ciudades (ahora incluso anuncian una versión española) y en algún que otro título paralelo. Los personajes, planos en un principio, porque lo importante es el caso y el intrínguilis, han ido siendo descritos con bellas pinceladas y la labor de los actores ha acabado por redondear los pocos matices que se nos muestran: el cuasi-autismo y la cuasi-impotencia de Gil Grissom, el pasado de call-girl de Kate, el resbalón al alcoholismo de Sara o la ludopatía de Warrick (de la que no se acuerda nadie, aunque ayer sí lo mencionaron; Warrick, por cierto, con esos pelos cada vez parece más un Luni). Quizá consciente de que tiene en sus contrapartidas de Miami y Nueva York serios competidores, Grissom ha dejado de ser el centro del equipo y en esta temporada (puede que sea porque el actor haya estado metido en otros rodajes) lo hemos visto poco, con Kate como jefa del turno de día y con él mismo de jefe del turno de noche, puteados por un jefe nuevo y con el equipo dividido.
El episodio de ayer fue algo distinto, y se notaba en los diálogos, con esas tonterías made in Tarantino vía Elmore Leonard que están llenos de chispa y de vida, y en la manera en que se paseaba la cámara (del fondo hacia adelante en ocasiones, para entendernos, y no de un lado a otro y con plano contraplano). Había retruécanos, algo más de mal gusto que de costumbre, sangre y vísceras, y una buena dosis de tensión asegurada: Nick es secuestrado, enterrado vivo y conectado a una cámara que transmite a sus compañeros cómo está, pero no dónde, y la historia es un contrarreloj para encontrarlo antes de que se quede sin aire, decida pegarse un tiro que para eso le han dejado una pistola o, ya casi al final, lo devoren vivo las hormigas rojas. El episodio, por cierto, se llama "Grave Danger" y al adaptarlo hasta han respetado el juego de palabras, llamándolo (si mal no recuerdo), "Peligro sepulcral".
Una puesta en escena apabullante, algún que otro cameo de gente importante como Tony Curtis y Frank Gorshin (Enigma en la serie Batman) haciendo de sí mismos, un John Saxon brevemente recuperado para quienes le habíamos perdido la pista y, sobre todo, siendo final de temporada, la duda de si Nick la palmaba o no, que ya sabemos cómo resuelven las productoras los contratos de los actores que se aburren, temen encasillarse o piden más pasta.
El episodio rezuma mala leche (hay alguna broma hacia el final que supongo que no habrá sido del agrado de todo el mundo), pero sobre todo amargura: creo que es la primera vez que se admite que las pruebas también pueden condenar a la cárcel a alguien inocente, sin que después se pueda hacer nada al respecto.
Tarantino ha entendido perfectamente el espíritu de la serie, y lo ha hecho suyo, y le ha dado un buen empujoncito hacia adelante. Ya habíamos comentado que, quitando lo gore que a veces es excesivo y no aporta nada, hay temáticas adultas (sexo, droga, rocanrol y perversión política, para entendernos) que le vienen como anillo al dedo a los argumentos y que no quedan lo bastante explícitos (y eso que han ido a más) en el formato televisivo, ni por espacio ni por condicionamientos.
O sea, que sí, que fue un buen episodio y que CSI bien se merece, con más presupuesto y un guión de estas características, el paso a la pantalla grande. Y antes de que todo el reparto se haya vuelto muy viejito (y nosotros con ellos) y tengan que ser sustituidos por otra gente.
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