Hace casi treinta años que me viene royendo el alma una novela que lo mismo jamás escribiré, por aquello del tiempo, las ganas, y las otras novelas que le dan codazos desde entonces y le quitan el puesto. Una novela de terror, en carnaval, en Cádiz. Mira que tengo muy claro cómo empieza, lo que pasa, y cómo sigue, y hasta el final: de pe a pa me sé esa novela (y quizá por eso, porque me falta el aliciente de la sorpresa, no la escribo). La última vez que me engañé a mí mismo fue hace dos años (¿o tres ya?), cuando pensé que, cambiando un par de personajes (pero sin renunciar a ellos) quedaría bien como novela de Torre. Pero como las novelas de Torre están gafás, hasta que no de salida a la segunda (que está aquí dentro del ordenador, en un mapa del tesoro de bits), no me pongo con ella (y eso que las novelas de Torre se escriben rápidas). Lo malo es que, mientras tanto, hay otra novela de Torre que también me pega pellizquitos para colarse antes que ésa.
A lo que iba: esa novela de terror que empecé a escribir allá por el año 78 tenía una escena que me parecía horripilante, teniendo en cuenta que uno vive en una ciudad donde nunca pasa nada y cuando pasa es para sorpresa, cuchicheo, escándalo y alborozo de la sociedad bien pensante. Ese capítulo, que está por ahí en papel, quizá en casa de mi madre, grapadito y todo y un algo amarillento ya, contaba cómo un hippie de esos que nos invaden periódicamente en carnaval (un hippie que era, claro, en la trama, un acólito de sectas extrañas y esas cosas que pasan en las novelas para engorde de la cuenta corriente de Dan Brown y envidia de los demás, que tenemos las cuentas corrientes a dieta perpetua), ese hippie, les decía, una vez cumplida su misión de entregar al protagonista el ojo verde de una muñeca, hacía aquello que tenía que hacer: se acercaba a la balustrada de la alameda, se subía en lo alto, y se tiraba al agua. Aunque la caída tal vez no era muy grande, se pegaba un cate de impresión contra la base (la zapata, leo que se llama) y, naturalmente, se mataba. Por aquello del misterio novelesco, además, se pegaba un tiro en la boca por el camino, pero eso no tiene nada que ver con lo que les cuento.
Y lo que les cuento es que estamos en carnaval, y han pasado casi treinta años desde que quiero y no me dejo escribir esa novela, y que el sábado mismo, no un hippie, sino un chaval inglés, de los de la Erasmus, hizo exactamente eso que hacía o hará el personaje de mi libro, y se subió a la balustrada, o se intentó sentar, y se cayó al vacío y se partió la vida contra la base (la zapata, ya les digo que me dicen que se llama). Veintitrés añitos, ay, toda la inconsciencia del mundo a rastras e, imagino, toda la seducción de una noche de juerga despendolada a la que resulta imposible poner cadenas.
Ya ven ustedes: para unos este carnaval pasado por lluvia es un aburrimiento de mirar la vida detrás de los cristales y para otros es el momento culminante de una vida de sobresaltos. Veintitrés años, joder. Miedo me da recordar qué otras cosas truculentas pasaban, o no pasarán nunca, en semejante novela.
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