Estaba de regreso. Descendía los peldaños tallados en la piedra con la misma desazón de un niño nervioso, porque saberse vivo en aquel lugar donde su propio cuerpo yacía muerto lo llenaba de angustia y de melancolía a la vez, con sentimientos encontrados frutos del temor a sus propios recuerdos. Iba a pasarse la antorcha de una mano a la otra y descubrió entonces que estaba tiritando. Con el autodominio que sólo pueden templar los siglos, se obligó a calmarse, se detuvo un instante hasta poder controlar la semilla de la tensión. Todavía inseguro, reemprendió la marcha. Un cierto aroma de tiempo le marcaba los pasos como una sombra.
Diez siglos son demasiados para un solo hombre y apenas un suspiro para la piedra. Sin embargo, él estaba de vuelta en este lugar, y el mecanismo oculto en la roca había perdido la eficacia de la función que le había sido determinada: la humedad y el moho habían desgastado el engranaje hasta hacerlo inservible. Continuaba él ahora su camino a través de un cuerpo joven, pero tuvo que emplear a fondo todas sus fuerzas para conseguir abrir la puerta de entrada al sepulcro. El aire aprisionado durante tanto tiempo lo golpeó con su fetidez hedionda mientras escapaba tanteando las paredes como el bastón de un ciego. La llama de la antorcha, con el roce de su aliento, replicó con semblanza de campana que tocar a rebato.
Esperó un par de segundos, indeciso. Luego, alargó la mano y espantó con la luz el océano de sombras que moraban la fosa. La oscuridad retrocedió, aterrada por la viveza de la llama, y entonces él avanzó cuatro pasos; una trenza de bilis se le había formado ya en la boca del estómago. Sin tiempo de reaccionar, continuó la marcha, cuidando de no tropezar con las irregularidades del suelo. Ante él, rojas y grises por el efecto de la antorcha, aparecieron las dos tumbas. Casi con indiferencia, comprobó que ningún intruso las había violado en el transcurso de estos mil años. Sería él mismo el primero en saquear su propio santuario.
Caminó entre los dos túmulos como un espectro, más atento a los dibujos de su sombra en las paredes que a sus pasos. Olía a encierro. A muerto. Conscientemente, evitó dirigir la mirada a una de las dos tumbas. No era aquélla la Kâuzar que él buscaba. Ya no. Se plantó delante del otro catafalco y allí contuvo la respiración. Hasta las llamas de su antorcha dejaron de crepitar por un momento. Durante los largos segundos que permaneció mirando, no se produjo ningún sonido. Asustado, dolorido, releyó la tosca inscripción que recordaba, con un pleonasmo innecesario, cuál había sido su primer nombre. Afirmó la luz sobre una grieta de la pared y entonces abrió la tumba. El chirrido de la losa al descorrerse resonó en la oscuridad, proyectando un efecto macabro. Él no tenía nada que temer, sin embargo. De habitar algún fantasma en aquel lugar, recibiría con alborozo su retorno.
Una lasca de piedra le produjo un leve corte en la mano derecha, y una sonrisa de sangre vino a cubrir de rojo sus dedos, pero él no le condeció la menor importancia a este hecho. El dolor le demostraba que seguía estando vivo. De otra manera, habría terminado confundiéndose, dudando de la realidad de su existencia. Comprobar que estaba en dos lugares distintos al mismo tiempo, contemplándose en la tumba y yaciendo dentro de ella, le hizo experimentar un vértigo como nadie antes que él había descubierto, una suerte de espantoso vahído cósmico. Sus ojos se posaron en las cuencas vacías desde donde en otro tiempo habían mirado; los vellos de los brazos se le erizaron. Aquel despojo de huesos y carne momificada y corrompida, mil años atrás, había palpitado con su vida. El recuerdo de que vivía un tiempo robado le atenazó la garganta como una garra de hielo. Estás muerto, Najatz, dijo una voz en su interior, contempla lo poco que queda de tu cuerpo.
En un acto por reafirmar su deseo de vida, tendió las manos hacia la caja torácica del cádaver que había sido. Con delicadeza, casi temiendo hacerse daño, rebuscó entre las telas carcomidas por el paso del tiempo. Un polvillo doloroso y antiguo se le quedó entre los dedos, pero finalmente consiguió detectar el pergamino.
Lo extrajo de las ropas acartonadas con sumo cuidado, temeroso de que fuera a convertirse en cenizas allí mismo. Una vez lo tuvo en las manos, se retiró de la tumba. A la luz de la antorcha, probó a desenrollarlo. El manuscrito se quebró en varios trozos, pero consiguió leer las palabras que él mismo había transcrito y que temía haber olvidado: Quede para mí el mensaje que yo escribo y para mí entrego. Sentado en un peldaño horadado en la piedra, con los ojos llorosos y el alma tan ajada como el pergamino, leyó las palabrtas largamente conocidas. Después, finalizada su misión, defraudado, se hundió de nuevo en la terrible soledad que le había traído de vuelta hasta este sitio. No había nada más, nada que él ya no supiera. Los caminos de la arena se revelaban nuevamente sin sentido. No existía ninguna señal para poder enderezar su rumbo. Sólo palabras conocidas. Viejas, extrañas, horribles palabras muertas.
El mensaje del pergamino había llegado a sus manos mil años antes, cuando él era el hombre que ahora yacía en esta tumba, el médico de pobres de la ciudad de Medina conocido por Maqamat Najatz, el hijo de Abdurrabí, el carpintero. Entonces, siglo X de la era cristiana, al-Mansur Billah gobernaba con riendas de acero las tierras de al- Andalus. Extraño tiempo. Hermosa vida la que vivió aquellos días, a pesar de los vientos de guerra que arreciaban contra los cristianos del norte y los versos con los que el nuevo hayib, el victorioso por la gracia de Allah, pretendía dulcificar su triple azote de crueldad, intolerancia y miedo.
No tenía mucho de lo que enorgullecerse entonces, como tampoco tenía mucho de lo que enorgullecerse ahora: apenas una casa fría y húmeda donde más atendía a sus consultas que habitaba, y una esposa dulce con nombre de río y boca de bruma. Y su juventud. Y su impulsividad. Y su inexperiencia. Muchas veces, a lo largo de los siglos que vendrían, habría de convenir Najatz que de haber sido un hombre más reflexivo, menos joven por tanto, ni él ni Kâuzar habrían hecho aquello por lo que más tarde habrían de arrepentirse. Muchos siglos después, pero no en ese tiempo.
Una noche, al amparo de una tormenta que entonces, en aquella vida simple, le había parecido espantosa, un peregrino llamó a su casa de médico de pobres, en Medina. El hombre era anciano y anónimo, pero la labor de médico de Najatz no consistía en hacer preguntas, sino en remendar vidas. Dos heridas de alfanje marcaban el cuerpo del desconocido, de forma que todos los esfuerzos de Najatz no consiguieron regresarlo a la consciencia. El viejo murió entonando unas palabras cuyo significado Najatz no consiguió comprender. En cualquier caso, sonaban coo un último ofrecimiento, como una letanía. Kâuzar, mujer al cabo, mientras rebuscaba entre los harapos del peregrino con la esperanza de encontrar, por una vez, unas cuantas monedas que sirvieran de pago a su servicio, fue quien descubrió el manuscrito. Con curiosidad, junto al cuerpo del hombre muerto, Najatz lo leyó, y la sangre se le detuvo en las venas y el paladar le supo a polvo.
Todavía no hacía un año que el poderoso Almanzor había mandado arrojar a una hoguera pública todos los libros de necronomía, astronomía y filosofía reunidos en la biblioteca de al-Hakam II. El contenido del pergamino, por tanto, ponía en peligro su existencia, pues en él se concretaban los misterios que harían posible al hombre abrirse a una nueva vida. Najatz no dudó en sospechar que las heridas de espada del anciano habían sido infringidas por soldados al servicio del hayib. El tratado suponía una promesa al patíbulo, pero también el salvoconducto hacia otra vida.
Aquella noche, mientras Kâuzar dormía un sueño poblado de espectros y brujos, él copió el contenido del pergamino y luego corrió a ocultarlo entre las baldosas de su casa. Apenas llegado, el día siguiente vino a dar la razón a sus sospechas, pues los guardias de Almanzor no encontraron dificultades en seguir la pista del peregrino herido hasta su casa. Los soldados se comportaron con brusquedad, como se debe a su oficio, pero Najatz les atendió con un miedo y un servilismo que no eran ensayados ni fingidos. Una gran sonrisa de satisfacción deformó el rostro del capitán de la guardia cuando descubrió entre los harapos del hombre viejo el pergamino aparentemente intacto. Después, Najatz supo que tanto el manuscrito como el cadáver del anciano habían sido quemados en una hoguera pública.
Pasaron dos años. Muchas noches, cerrados los postigos y asegurada bien la puerta, había revisado y estudiado Najatz el pergamino. Llegó a conocer de esta manera que formaba parte de una colección mayor cuyo título era «Los caminos de la arena». Convencido de su autenticidad, Najatz esperaba no tener que recurrir a él en muchos años. Pero en su vida primera se cruzó lo inevitable, pues sólo Dios dispone de los actos de los hombres.
La peste sacudió ese invierno las tierras de al-Andalus. Hombres pobres temerosos de Allah y también ricos sebosos apartados de sus leyes cayeron por igual ante el influjo desconocido de la sin dientes. Y Najatz estuvo en todo momento rodeado por la enfermedad al acecho, pues así lo propiciaba su condición de médico. Muchas vidas después, cuando ya era otros hombres, descubriría que la descarnada robaba a las gentes bajo la forma de una simple gripe, pero entonces, en aquellos días terribles del siglo X, se le antojó una horrenda pesadilla. La profesión de Najatz y sus conocimientos de la antigua medicina no le hacían inmune a la enfermedad, ni mucho menos, por entonces, a la muerte. Kâuzar cayó enferma la mañana de un viernes, y el sábado a media tarde lo hacía el propio Najatz, con su consulta de médico de pobres atestada de gente.
Ambos sabían, porque lo habían visto repetirse desde que comenzó la enfermedad, que no existía ningún remedio. La muerte vendría entre estertores a despojar lo poco que la fiebre hubiera respetado. No había solución, pero sí esperanza. El pergamino les aseguraba una nueva vida, y los caminos de la arena esperaban ser hollados por sus pasos. Entre delirios provocados por la enfermedad, Najatz prometió a Kâuzar amor eterno. Con el mutuo juramento de no cesar sus vidas hasta encontrarse en otra existencia, recitaron los versos prohibidos del manuscrito. Sabiendo que sus cuerpos serían quemados, y previendo que tal vez algún día les sería necesario recuperar los mensajes del pergamino, Najatz se las ingenió para escapar de la ciudad en cuarentena y encaminarse a la sierra que circunda Medina. Descendió con su mujer en brazos hasta la tumba que ambos disponían horadada en la roca. Kâuzar ya estaba muerta cuando la introdujo en el frío sarcófago. Él mismo tuvo que colocarse dentro de su propio ataúd, y cerrarlo desde el interior. Aquella vez, como diez siglos más tarde en la operación inversa, el roce con la losa de piedra le arañaría una mano. Najatz esperó en la oscuridad hasta que la asfixia y la fiebre lo condujeron a la muerte. Estaba tranquilo. Sabía que cuando volviera a la vida no lo haría en ese mismo cuerpo.
Aprendió Najatz que la muerte era un extraño crepúsculo, el ojo de un huracán que le impulsaba a franquear una puerta sin fronteras. Pero Najatz jamás llegó a cruzarla. Movido por un hilo invisible, zarandeado de un extremo a otro de la oscuridad, contemplaba el caos y la armonía a los que resultaba ajeno. Los caminos de la arena le cerraban el acceso a aquella puerta, le trazaban otro rumbo definido. Fue la primera de sus muertes, la más maravillosa y la más terrible. Mientras su consciencia se fragmentaba y se dividía, mientras su alma insignificante se unía y se multiplicaba, Najatz pensó en Kâuzar, y en la manera en que se le presentaría este trance. Luego el universo se borró, y su alma permaneció flotando en un oasis de silencio.
Volvió a la vida, pero no lo supo inmediatamente. Jamás, en las dieciocho o diecinueve vidas futuras en las que habría de reencarnarse, la consciencia de lo que había sido le acompañaba desde el primer momento. Al contrario, el conocimiento de sus recuerdos anteriores aparecía muy despacio, afloraba con la misma lentitud con que el sol releva a la oscuridad y el atardecer sucede a la luz del día.
Vivía nuevas existencias, y emprendía otros aprendizajes a través de ellas. Nunca, excepto una sola vez, recordó qué era antes de desarrollarse y hacerse adulto. En esa ocasión, siglo XV, fue un niño extraño, considerado una anomalía por los que entonces eran sus padres. No llegó demasiado lejos, pues nunca es agradable plantear preguntas para las que no hay respuestas. Tenía siete años cuando fue condenado y quemado por diablo y por hereje. Era un hermoso día de primavera en el sur de Francia.
El conocimiento de su auténtica realidad emergía lentamente, llenándolo de confusión, embriagándolo. Unas veces, el recuerdo de un amanecer en Córdoba le abría el camino a la recuperación de su consciencia. Otras, era el roce de un cuerpo de muchacha lo que le hacía advertir que no era nuevo en los juegos del escarnio y el placer, que las reacciones que se suponían originales de su cuerpo latían ya viejas dentro de la confusión de su cerebro. A veces bastaba una palabra, una imagen, el olor de la menta en un campo desnudo, el sonido de los bueyes pastando a la vera de un río. O el dolor, el dolor que acechaba dentro de su organismo, el dolor que se esperaba inédito y ya era antiguo, el dolor que le traía a la boca el sabor de medicinas que creía no haber probado, el dolor que le ofuscaba los miembros y avivaba su mente y le retrocedía a la vida de un hombre extraño que había sido él mismo.
Maqamat Najatz quedó reducido a uno entre muchos. Sus recuerdos empezaron a fundirse con otros recuerdos que ya no eran suyos, hasta que dudó al pensar en sí mismo como un ente único o plurar, hasta que no supo si utilizar yo o nosotros. Najatz se convirtió en el poso donde habían cimentado el niño francés, el soldado ruso, el poeta peruano, el labrador indochino. Descubrió entonces que el mundo era grande, y que Medina no era sino un punto insuficiente dentro de los confines de ese mundo. Medina. El nombre empezaba a sonarle extraño. Medina. ¿Realmente yacía en sus montañas dentro de un sepulcro de piedra? Medina. ¿Cuántas vidas de distancia le separaban de aquel sueño?
Los caminos de la arena tomaban rumbos extraños. Nunca, a través de todas estas vidas, había aprendido Najatz a manejarlos. Nunca había llegado a comprenderlos. Sólo sabía que el sortilegio funcionaba, que el manuscrito que recordaba con fieles detalles servía para asegurarle una existencia nueva. Nada más. Era imposible ahondar aquel misterio. La solución tal vez había sido destruida en las hogueras del hayib, Al-Mansur Billah, el victorioso por la gracia de Dios. Najatz dedicó todo el lapso de una vida a rastrear otros posibles manuscritos, pero fue en vano. Las llamas habían barrido los caminos.
Las llamas habían borrado sus senderos. Najatz nacía y moría a la deriva, sin conocer jamás cuál sería la existencia a la que iba de camino, sin poder comprobar nunca qué relación ligaba cada una de sus vidas sucesivas con la anterior, con la original que había abierto la senda de sus futuros.
Najatz no estaba muy seguro, pero siempre había vuelto a encarnarse en distintos cuerpos de hombres; nunca los caminos ocultos le habían llevado a vivir desde dentro de una mujer. Sospechaba, sin embargo, que había pasado una o dos vidas en blanco, sin tener consciencia de sus ayeres olvidados, dormido al despertar de la memoria, motivado por una inercia que le llevaba a vivir vidas anónimas. Muchas veces se preguntaba si Kâuzar estaba pasando por aquello mismo, si su desazón, dondequiera que ella estuviese, era equiparable a la suya propia. ¿También vagaba confusa por las sendas de la vida y de la muerte? ¿Trenzaban arabescos sus caminos de mil retornos y ningún reencuentro? ¿A qué extrañas vidas, a qué distintos cuerpos había venido a nacer su garganta de estío? Eran preguntas que se ahogaban como una riada de lluvia en las aguas de un lago, porque nunca Najatz había sabido el destino de Kâuzar, y el dolor de sus vidas sin rumbo se ampliaba por su sed de retomar el camino. La promesa de su reencuentro lo impulsaba a segur sufriendo, a seguir viviendo, en suma, y lo encadenaba a perpetuarse, a continuar tomando a sorbos amargos las experiencias dominadas de sus vidas sucesivas. Nunca, desde que había sido Maqamat Najatz, había vuelto a encontrarse con su esposa. El camino estaba roto, sin señales que condujeran a ninguno de los dos hacia el objeto final de su peregrinaje entre existencias. El mundo era grande, y desde la primera de sus segundas vidas, comprendió Najatz que la posibilidad de cumplir el juramento resultaba ínfima.
La muerte llegó a convertirse en un trámite para él, en algo forzoso que cumplir entre dos vidas. El lapso de tiempo entre una reencarnación y otra era siempre impredecible, variable según el rumbo que marcasen los caminos de la arena. Kâuzar, con su bello nombre de paraíso y de río, podía renacer mientras él estaba muerto, flotando en el ojo del huracán, frente a la puerta del enigma. Kâuzar podía estar muriendo en el justo momento en que él nacía, mientras la buscaba en la noche como un sonámbulo, cuando distraía su mente acariciando otro cuerpo o sacudía la cabeza lleno de desesperación por haber consumido una vida más y no haberla recuperado de nuevo. De esta forma, difuminada poco a poco la confianza en el reencuentro, la vida se le había convertido en una espera entre dos muertes.
Con su nueva entidad como bandera, había aprendido a no hacer una religión de nada; ni siquiera de sí mismo. A su primera creencia en Allah se habían superpuesto los estratos de otras creencias, a menudo contrapuestas. Había sido budista, mormón, chiíta, protestante, católico, integrista, ortodoxo. Cada religión le había sido inculcada cuando su consciencia todavía no había emergido, de manera que cuando lo hacía resultaba ya demasiado tarde para una conversión. ¿Convertirse? ¿A cuál de ellas? Todas las religiones le habían pertenecido, con todas había aprendido y ante todas se había rebelado en un momento o en otro. Vistas desde una perspectiva de mil años, parecían tan similares entre sí, tan falsas en sus suposiciones, tan insignificantes como los caprichos de un niño. Y Najatz sabía que los caminos de la arena no eran derecho exclusivo de Allah, ni de Siddharta Buda, ni se Jesús el Cristo. La solución a la que se vio obligado era evidente: acabó reconociendo su agnosticismo. Encontraría la respuesta final si alguna vez, danzando en el ojo del huracán, llegaba a atravesar la puerta.
Los recuerdos se le confundían unos con otros, atropellándose en sus rasgos más coincidentes, distorsionándose en los encontrados. La vida que había vivido siendo Maqamat Najatz se mezclaba en su memoria con todas las otras vidas, demostrando lo insignificantes que habían llegado a ser, bien tomadas en su conjunto o una por una. Najatz recordaba haber sido varios hombres importantes que ahora ya no importaban nada, titiritero y sabio, poeta y siervo palaciego, corregidor, sepulturero y soldado (todos sus oficios habían rondado siempre las arenas de la muerte). Sumadas, perdidas, sus vidas formaban un mäelstrom de recuerdos que lo confundían y lo llenaban de sabores agrios y trágicos. Tan absurdo podía ser vivir una sola vida como hacerlo cientos.
Najatz de Medina quedaba muy lejos, más distante y más ajeno con cada nueva vida. Toda su historia pasaba ante sus ojos en un feedback vertiginoso, mezclando recuerdos extraídos de los hombres distintos que él mismo había sido, de forma que ni el propio recuerdo de Kâuzar había permanecido inalterado, por mucho que doliera reconocer lo amargo de este hecho. Najatz nacía para ser en cada vida un hombre nuevo, lo mismo que ella sería una nueva mujer en otro cuerpo, y la fuerza del instinto podía más que el conocimiento intelectual de su mutuo amor antiguo. El concepto de fidelidad, como todos los demás conceptos lingüísticos, no tenía ningún sentido bajo la óptica de mil años y diecinueve o treinta vidas. Aunque mortificaran los remordimientos, permanecer fiel al recuerdo de una mujer que había dejado de existir como ella misma hacía mil años carecía de valor. El instinto animal terminaba por dejar a un lado todos los ideales del amor cortés: la sangre rediviva de sus cuerpos jóvenes apartaba de un plumazo las bellas palabras y los buenos propósitos. No se podía luchar contra lo que uno era. Con los años, con las vidas, Najatz vino a descubrir que la mera palabra amor define múltiples realidades contrapuestas, lo mismo que la palabra vida sirve para englobar en una cifra causas que son diferentes. Y comprobó que no sólo era su cuerpo sediento del contacto de otra carne lo que traicionaba, por decirlo de alguna forma, la memoria de Kâuzar y la promesa infantil de su amor eterno, pues además del simple placer físico se sumaba en él el ansia por el puro placer emocional, el amor intelectual hacia las nuevas mujeres o esposas que coronaban la escalada de sus vidas. Najatz no sólo había quedado atrapado en las caricias de otros labios que ya no guardaban un rastro de bruma, sino también en la cárcel sin egoísmo del amor hacia aquellas mujeres de alma y sangre que poblaban una historia que le era propia y ya no le pertenecía. Una o dos relaciones amorosas por cada nueva vida durante quince, veinte o dieciséis encarnaciones son sin duda demasiadas mujeres a contar, demasiados recuerdos, demasiadas frustraciones. Aunque Najatz hubiera querido permanecer fiel al recuerdo de su primera esposa, el esfuerzo escapaba a su control. Simplemente con el deseo de ahuyentar la soledad venía pareja la necesidad de compartir sus experiencias y ambiciones al lado de una mujer, como había sucedido en Medina cuando él fue por primera vez quien después siempre había sido y tenía por compañera a Kâuzar, la nunca hallada. Dudó mucho Najatz durante la primera de sus reencarnaciones, pero finalmente hubo de ceder a los embates de su cuerpo. Si en alguna ocasión futura llegaban a encontrarse, esperaba que ella supiera comprenderlo. No dudaba que la decisión de Kâuzar sobre esta materia habría de ser por fuerza coincidente.
Kâuzar. Iba quedando Kâuzar tan lejana como el río del paraíso que prestaba significado a su nombre. Los sentimientos de Najatz se superponían, y en el recuerdo llegaba incluso a confundirla con otras mujeres. Ya no distinguía con certeza qué había amado en ella que la diferenciase de las demás, pero el afán por recuperarla y poner término a esta absurda sucesión de encarnaciones le obligaba a continuar viviendo. ¿Cuándo, en qué siglo remoto su existencia repetida alcanzaría la paz? ¿Desde qué ojos desconocidos podría estar mirándolo Kâuzar? Tal vez habían pasado el uno junto al otro en cualquiera de sus vidas ya cumplidas, sin hablarse, sin reconocerse. Esta posibilidad lo llenaba de angustia. Quizá su momento se había agotado. Quizá continuaba vidas sin sentido ignorante de que Kâuzar se le había cruzado en el camino y él no había sido capaz de detenerla.
Vivía solamente por la inercia de sus otras vidas, porque abandonar ahora después de una búsqueda de tantos siglos reduciría a un absurdo cósmico todas las sucesiones de su alma peregrina. Sin embargo, una vez en especial, durante la vida siguiente a la del hombre que decidió regresar para violar su tumba, estuvo Najatz tentado de dejarse morir y no intentarlo de nuevo. Era entonces un muchacho joven, tan impulsivo como lo había sido en la mayor parte de sus otras existencias. Italia, 1983. Najatz se llamaba ahora Giulio Césare Forziere, y estudiaba en Roma lenguas clásicas. Una estudiante francesa, en todo muy parecida a la Kâuzar original, desde el color del pelo hasta la sonrisa o la cualidad de la mirada, logró que el joven donde anidaba se rebelara contra el hombre cargado de historia que se asomaba al mundo a través de su cuerpo, y decidió que éste era un buen momento para acabar la búsqueda. La muchacha francesa podía ser una sustituta ideal para la Kâuzar perdida, una ilusión perfecta. Se parecía tanto a ella, y él deseaba ya con tanta intensidad poner final a aquella sucesión de nuevas vidas... Giulio Césare Forziere se interpuso por una vez al Najatz que había sobrevivido durante casi once siglos: era tiempo de apurar el vaso y franquear la puerta. No tuvo en cuenta la decisión de la muchacha, que objetó a su amor el problema de la distancia que supondría su inmediato retorno a Francia. Parecía cómico, una nueva burla de los caminos de la arena. Utilizar la excusa de una separación en el espacio ante él, que había soportado durante mil años la terrible separación del tiempo. La muchacha no podría comprenderlo; respondía a la experiencia adquirida durante su pobre vida de un solo trayecto. Desorientado, Najatz estuvo aquella vez a punto de suicidarse. Pero la posibilidad de encontrar aún a la auténtica Kâuzar en el transcurso de aquella vida lo mantuvo con vida, pese a su deseo. Y vivió encerrado en ese cuerpo una vida sin sentido que se prolongó otros sesenta años.
Supo Najatz a través de sí mismo que los caminos de la arena parecían en todo punto similares a los caminos del desierto: el viento de nuevas presencias borraba las huellas y variaba los rumbos. Durante muchas vidas había querido regresar a Medina, porque esperaba encontrar en el pergamino enterrado junto a su primer cuerpo algún indicio nuevo que le permitiera trazar correctamente una trayectoria distinta. Pero cuando en efecto estuvo allí, Andalucía, primavera de 1936, comprendió que el manuscrito no ofrecía ninguna salida más. No existían soluciones. Sentado a oscuras en el suelo de piedra, el hombre que había sido Maqamat Najatz reflexionabna sobre la inútil persistencia de sus vidas, y se interrogaba sumido en la desesperación cuándo podría reunirse finalmente con Kâuzar para poner epílogo a su naufragio.
Murió otra vez, y luego tal vez otras tres veces, con la seguridad casi absoluta de que sus nuevas vidas futuras no le servirían de nada, con la certeza de que todo aquel ceremonial para empezar de nuevo desde cero sería en vano. Pasó posiblemente un siglo; luego, otro siglo más. La historia de los mortales de vida común seguía su ritmo particular, enredándose en una trama que a él siempre le resultaba ajena. Najatz sabía ya la forma de no repetir los mismos errores cada vez, pero el resto del mundo carecía de la experiencia que le habían nutrido los años. El final absoluto, la extinción completa de la raza humana se acercaba más y más con cada nueva tensión política. Najatz estaba seguro de que el Día del Armaggedon no habría de respetar a nadie, ni siquiera a él. Y el horror tecnológico y el desequilibrio político precipitaban poco a poco la presencia de ese Día.
Una noche, la guerra que pondría fin a todas las demás guerras estalló. Najatz ya había combatido y muerto una vez en 1916, durante aquel otro conflicto que había recibido el mismo nombre. Pero esta vez el calificativo resultaba apropiado. Esta vez la palabra GUERRA se pronunciaba con todas sus letras mayúsculas, con la terrible resonancia de todos sus sonidos conjuntos. Esta vez, tras tantos intentos, la definitiva.
Aquí estaba él, metropolitano de Londres, momentáneamente a salvo en el refugio antiatómico. El panorama se le hacía muy semejante al de su tumba olvidada en Medina: lo rodeaba la misma oscuridad en forma de bóveda, el mismo aliento rancio, la misma seca tristeza. Pero esta vez no estaba solo, ni canturreaba en sus oídos el silencio. Muchas personas se apiñaban en las sombras igual que él, rotas y desamparadas, murmurando con lloriqueos múltiples que más parecían el zumbido de miles de abejas. Najatz era ahora un hombre alto y pelirrojo, arrebolado, de no más de treinta años de aspecto exterior. Recorría los cuerpos amontonados contemplándolo todo con la tristeza acumulada por cientos de años. Ahora sí terminaría su andadura. Dudaba de volver a nacer en algún futuro después de esta muerte que se le avecinaba, porque sencillamente ya no habría futuro en el que anclarse. Descansaría tal vez, atravesaría la puerta del enigma y los caminos de la arena dejarían de trenzar sus lúgubres misterios. No había encontrado a Kâuzar todavía. Y comprendía que, después de esta encarnadura, no tendría oportunidad de encontrarla nunca. El terrible hecho de vivir en vano se multiplicaría por cada una de sus pasadas existencias. Intuyendo que había sido víctima de la burla del destino, Najatz deambulaba entre los chiquillos cargados de espanto, amándolos con sobria tristeza, porque en ninguna de sus reencarnaciones había tenido hijos, mientras intentaba por última vez, sin ninguna esperanza efectiva, encontrar la pista de Kâuzar.
Se detuvo a encender un cigarrillo. No se le escapó que sería el último. El último, las letras se le dibujaron en cursiva. Fue entonces, en la estación atiborrada de seres desesperados, cuando escuchó la voz que se alzaba contra el muro de llanto.
Sabrás, dulce enemiga, del vino de Sevilla.
de la marcha al rumbo sur de los caballos de la noche
y el susurro del viento y el agua
en la boca del fuego.
Palmera del río de mi tiempo, oasis en calma,
tienes los ojos niños de jugar a hacerte cárcel
y una risa de cobre y la lengua de miel.
Y es tu velo una lluvia muy leve
donde engarfio mi vida.
Y es tu cuerpo una sombra de mimbre
donde alumbra mi alma.
Najatz conocía esas palabras. El idioma era distinto, pero su significado continuaba siendo el mismo. Él había compuesto ese poema en Medina, siglo décimo, y lo había dedicado a la propia Kâuzar. Temblando aún más que cuando regresó a su tumba en busca de su historia, se fue abriendo paso entre la marea de gente y desesperación. Más allá, sentada en uno de los bancos del andén, una muchacha muy joven recitaba versos de memoria y trataba con ellos de tranquilizar al grupo de niños que la rodeaban. Najatz se le acercó, y entre el coro infantil continuó escuchando.
--Hermoso poema, muchacha --interrogó cuando la niña hubo acabado, toda la espera de más de mil años rebosaba en su garganta--. ¿Conoces a quien lo ha escrito?
La muchachita levantó la cabeza y dirigió la mirada a su rostro. Era joven y pecosa, casi una niña todavía, pero en sus ojos Najatz pudo leer el dolor y la amargura de cientos de años. No se parecía en absoluto a la mujer que él recordaba, pero tampoco él tenía ya mucho que ver con aquel médico árabe que, en una vida anterior que se le antojaba un sueño, había irrumpido sin saberlo por los senderos del tiempo.
--Un... un antiguo amigo mío --respondió la muchacha con palabras de duda: los ojitos azules buceaban sus ojos--. Hace muchos años.
Se miraron durante un segundo que comprendía toda una eternidad. Las paredes del búnker temblaron con furia. En el exterior, cada vez más cercana, la historia de los otros continuaba su curso.
--¿Maqamat? --preguntó ella. Él asintió. El grupo de niños chilló dolorido--. Ha pasado mucho tiempo --continuó diciendo ella, con una voz que resultaba difícil percibir por debajo del silbido que incrementaba su tono. Algo estaba cayendo.
--Sí. Mucho tiempo, Kâuzar. Tal vez demasiado.
No dijeron nada más. Ni siquiera tenían cosas que contarse. No hubo reproches, ni explicaciones, ni lamentos, y las bocas tampoco hablaron el lenguaje mágico de las lenguas. Simplemente, se sentaron el uno al lado del otro, las manos enlazadas, la mirada quieta, mientras esperaban el momento en que cayeran las primeras piedras.
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