A veces da gusto que te entrevisten para que hables de ti mismo y de tus cosas. Me pasó ayer, en la radio, en el programa Protagonistas Cádiz, en Punto Radio.
Y da gusto (y es la segunda vez que me pasa con este libro nuevo; me pasó también un par de veces cuando me entrevistaron a propósito de Elemental, querido Chaplin), porque el entrevistador (la entrevistadora) se acerca a ti queriendo saber más de un libro que está leyendo, y que parece que además está disfrutando, y te hace preguntas inteligentes que no son las preguntas tópicas de costumbre, preguntas que no te hacen, por ejemplo, desde el fandom, porque en el fandom creemos que lo tenemos todo sabido y el sentido de la maravilla, por eso mismo, se nos ha atrofiado.
Me entrevistó ayer, quince minutos, Julia Belén Jiménez, que confesó en las ondas que nunca antes había leído nada mío y que, en cinco días, se ha leído la mitad del tocho de La leyenda del Navegante. Lo que me sorprendió, aparte de esa mirada al otro lado del micrófono, con la bahía azul a la espalda, era que se notaba perfectamente que quería saber más, que estaba desentrañando claves del libro que, insisto, en el mundo de la fantasía y la ciencia ficción no se han entendido o no se han respetado. Julia me pilló los referentes anglosajones, los referentes shakespearianos, la búsqueda del estilo, y se mostraba sorprendida por los vericuetos que iba tomando una trama narrativa que para ella está viva y desplegándose todavía, mientras que para mí forma parte de un pasado lejano en el que me reconozco con esfuerzo.
Hace un par de semanas me pasó lo mismo con otra entrevista para Radio Mataró (creo que era Radio Mataró, no me hagan demasiado caso), y el entrevistador, una vez más, desentrañaba ideas que a lo mejor no estaban en primer plano de lo que yo he querido contar, pero que por eso mismo, para él, eran igualmente válidas: un libro deja de ser tuyo en cuanto pasa a las manos y los ojos y la mente del lector.
Todo esto viene a colación con uno de los temas que se están debatiendo estos días en el interesante blog de Julián Díez (pinchando aquí, a la derecha), sobre cómo la ciencia ficción y la fantasía parecen quedarse obsoletas, y no precisamente por los autores, sino por la cerrazón del público que las consume y que todavía se regodea en formar parte del ghetto.
Ayer, el otro día, noté la admiración en dos lectores que no son lectores habituales míos (espero que a partir de ahora sí lo sean), y que no tienen ese bachillerato en cienciaficciones que creemos tener los que hemos dedicado más tiempo a leerla y practicarla. Para ellos yo no era un señor más o menos cercano que encuentran o evitan en cada Hispacón, ni un pesado empeñado en ser más pedante y más literato que nadie, sino un escritor que los llevaba por veredas que nunca antes habían transitado, un encantador de serpientes que los entretenía y los engañaba y los divertía y los entusiasmaba. O sea, lo que se supone que tiene que ser todo escritor, independientemente de lo que escriba, del género que practique, de los otros lectores que se creen con patente de corso para pontificar como si conocieran mejor que nadie las pretensiones, los logros, el alcance de su obra.
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Categorías: Literatura