Quitando por la tele lo del muro de Berlín y la caída de la Unión Soviética, uno no ha sido testigo del derrumbe de imperios (cosa que en el fondo agradece), y la sensación de vacío (eso que Serrat definió como quedarse "chupando un palo sobre una calabaza") sólo la puedo aplicar a ver cómo se termina (mal) alguna serie de televisión o de cómics, o mirar desde la barrera y con un rictus de lástima la decadencia de algún cantante, algún escritor o algún actor o director de cine.
Lo más cercano a ver que se acaba una época que ustedes y yo podemos ver así en directo y con fastidio es cómo el restaurante o el bar de toda la vida se hunde catastróficamente ante tus plantas. Sabes que ya nunca volverá a ser como antes, entre otras cosas porque no piensas volver por el sitio ni jarto coles. Uno se levanta, sonríe, paga (si no arma la bronca, pero eso no se hace en sitios conocidos, me parece), y tras franquear la puerta dice la frase lapidaria: "A éste le ponemos la cruz". Y la cruz se pone. Es decir, que ya no vuelve jamás de los jamases. Y lo mismo en el restaurante ni lo notan.
Suele pasarme en verano y en la zona del paseo marítimo. Uno de los muchos handicaps de la hostelería en la capital es que miman al foráneo y desprecian al que le da de comer los meses de invierno, creo que ya lo he comentado alguna vez. Empieza la temporada de vacaciones playeras y ya sabe uno que hay sitios donde no puede poner el pie si quiere conservar la templanza y la cordura. También por aquí algún día pasado les he hablado del consiguiente cabreo de ver cómo en tu pizzería de toda la vida te clavan mil pelas (o sea, seis euros, por si ustedes no recuerdan) por un pan que ni has pedido ni pega con lo que comes, pero esa es otra.
Me pasó anoche, y todavía ando indignado. Mi restaurante mexicano de toda la vida, al que he ido religiosamente desde hace lo menos veinte años, cada verano, porque sólo abren en verano, y a quince kilómetros de casa. El sitio donde iba de novio con mi futura, donde ahora vamos con los niños y quedamos un par de veces cada julio o agosto con los amigos, donde hemos probado barbaridades picantes y nos hemos aficionado a los coscorrones y hasta nos han regalado jarras de cerveza (el envase, quiero decir) o directamente hemos hecho colección de vasitos para chupitos que luego nunca hemos tomado en el club de casa. Incluso alguna que otra vez hemos hecho peregrinación a Sevilla a visitar otros restaurantes de la franquicia, y buena parte de nuestro arsenal de comidas mexicanas en casa viene de haber aprendido las recetas. Daba morbillo saber que cada hamburguesa charra, cada taco, cada nacho con guacamole que te tomabas a final de agosto o principios de septiembre podía ser el último que tomaras hasta que llegase el verano siguiente, y siempre le pinchábamos al dueño que dejara abierto el restaurante, al menos los fines de semana. Veinte años con la misma cantinela, no exagero, y el restaurante cerraba sus puertas y desemigraba hasta que volvieran tiempos cálidos.
Menos este año. Al fin, dijimos con alborozo. Nuevos encargados que, imagino que por acuerdos con el jefazo, decidieron coger al toro por la cornamenta y abrir también en invierno. Y ahí empieza el problema. Fuimos allá por primeros de octubre, un viernes, aprovechando que todavía hacía buen tiempo... y nos decepcionó un tanto la cosa. La excusa: que se les habían acabado los nachos, las fajitas, las tortitas. O sea, comprensible. Nos fuimos un tanto chasqueados, porque nos dio la impresión de que el cocinero (o la cocinera, no sé quién había detrás de los fogones) había improvisado sobre la marcha y lo que habíamos acabado por tomarnos era un pálido reflejo de las delicias del lugar, la copia de una copia, bastante desdibujada y ni siquiera sabrosa. Mi mujer hace todo eso mejor en casa.
No volvimos a pisar el sitio hasta anoche mismo. Era mi cumple, no me apetecían los mexicanos más cercanos (ni los chinos que tengo más que transitados, ni las pizzerías). Carretera y manta (casi literalmente, porque hacía un frío que pelaba, oigan). Y allí nos plantamos, a las diez menos cinco. El restaurante estaba abierto, dos mesas. Comprobamos que se fumaba allí dentro (es pequeñito), pero bueno, nos las apañabamos. La primera en la frente: no funcionaba el tarjetero, luego tuve que volver a ponerme las pieles de esquimal, atravesar el centro comercial donde sólo faltaban Doc Brown y su DeLorean y los terroristas libios, y picotear del cajero automático. A la vuelta, todavía no nos habían servido las bebidas. Y hacía un frío siberiano allí dentro, tanto, que acabamos por no quitarnos los abrigos, de la rasca que entraba.
La segunda en la frente: no había nachos. Ni guacamole. Ni nopalitos. Nada de nada. Las especialidades de la carta, que siguen anunciadas en la carta, misteriosamente se habían agotado. Tendríamos que habernos ido en ese mismo instante, pero aguantamos, por fidelidad al recuerdo. Gilipollas. Una hora y pico más tarde todavía estábamos allí, arrecíos de frío, sin que nos llegaran los huevos ranchera, el taco tío, el perrito caliente con queso o el taco tejano. Sólo había, insisto, tres mesas. Y prestando atención a la mesa de al lado, comprobamos que la señora que fumaba compulsivamente estaba hasta el moño de esperar y que no la atendieran.
No fue hasta que la mesa adjunta se marchó (creo que sin esperar toda la comanda y haciendo comentarios jocosos de no pagar), cuando empezaron a servirnos a nosotros. O sea, cuando ya nos habíamos quedado solos en el local y eran casi las once de la noche. Los niños se caían de sueño. A mí me resbalaba el moquillo. Y los platos empezaron a venir. Uno a uno. Despacito. Con cachaza. Y, pese a que una y otra vez les dijimos que trajeran primero la comida de los críos, nada: primero el plato de mi mujer, que era en teoría el más complicado. El famoso "ahora mismo sale todo" no se cumplió. Fue llegando la comida con cuentagotas.
Y lo peor, caguentó, es que la comida ya no era la comida que habíamos pedido. El taco tío no traía los adornos externos, ni la preparación interna de siempre. La torta de maíz que es la base de los huevos ranchera y el taco tejano, pásmate, Maripuri, había sido improvisada (como la otra vez, allá en octubre) con una especie de pasta ad hoc que sabía, y no exagero, a masa de pestiños. Los frijoles no eran negros y chiquititos, sino rojos y grandotes. Nada sabía a nada. Y el encargad@, como unas castañuelas, sin darse cuenta de que nos damos cuenta, molestando en tu mesa justo cuando vas a hincarle el diente a la comida y lo que menos te apetece es darle jarilla. Quiso invitarme a un sunrise o algo de eso pero le dije que no, que hacía mucho frío y tenía que conducir quince kilómetros para llegar a casa. Otro día.
Pagamos, nos volvimos al coche y regresamos a casa. Habíamos sido testigos del final de una era, del derrumbe de un imperio. Ahora sé que, o la franquicia se ha ido a hacer puñetas, o la nueva dirección está improvisando los platos y desfigurando su esencia a espaldas del mandamás supremo (que imagino estará detrás de los locales que tiene abiertos en su propia capital). En fin, una tradición familiar y amiguetil que se va a hacer puñetas. No pienso volver, ni siquiera en verano, cuando esté el jefe detrás y este caos lo mismo deja de existir. Hay más días que ollas. Hay otros sitios donde no te tomen por tonto ni abusen de tu confianza.
Yo pretendía que esta crónica fuera algo jocoso y al final me ha quedado como lo que es: el lamento por lo perdido e irrecuperable. Debe ser verdad que son más positivos los amaneceres que los ocasos.
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