No deja Steven Spielberg en su última película, Munich, títere con cabeza. Literalmente. Porque de un juego de títeres se trata. Un juego que no empezó con los asesinatos de la Villa Olímpica de Munich, y que no termina ahora. O que empieza justo allá donde se detiene el plano final, en la figura del skyline de Manhattan donde se alzan todavía, en la ficción de la historia real, las Torres Gemelas.
Spielberg, judío americano, hace una película dura y difícil que no ha gustado ni a judíos ni a americanos ni gustará, suponiendo que tengan posibilidades de verla, a los palestinos. Porque las conclusiones a las que la película conducen no son agradables para ninguno de los bandos en liza. O sea, por si ustedes no lo sospechaban: terrorismo y terrorismo de estado vienen a ser la misma cosa. La violencia engendra violencia y los muertos de hoy serán vengados por los creadores de vengadores de mañana.
Es una película política, quizás la primera película política de Spielberg (en tanto la soberbia Lista de Schlinder era más bien denuncia y docudrama). Con un guión sobrio y unos diálogos que sueltan verdades como puños, Munich no se casa con los servicios secretos israelíes, aunque la historia se centre en su peripecia como ejecutores de los supuestos organizadores de los asesinatos de las Olimpiadas. Es significativo que en el encuentro con el terrorista palestino en el piso franco (una situación tan absurda que sin duda fue real), sea el palestino quien enuncia de manera tan clara la verdad de toda lucha, y que cuando Avner (un convincente y esforzado Eric Bana que aquí viene a ampliar su personaje de Héctor en Troya) repita casi punto por punto sus palabras ante su grupo de vengadores ya carezcan de fuerza. Y es significativo que sean los personajes que están al margen de lo establecido quienes tengan las cosas más claras: la drogada alemana que cita a Schopenhauer, el Don mafioso que valora la familia y la lealtad por encima de cualquier estado. Por detrás de todo, revoloteando pero sin mancharse, los otros servicios secretos de las grandes potencias.
La película muestra que el terrorismo es una inmensa contradicción, un absurdo que no tiene ninguna salida: al luchar por una patria a la que tiene que renunciar para hacer la guerra sucia, Avner perderá su patria y sus raíces. Acabará convertido en un outsider, un asesino no muy distinto a aquellos a quienes quiso castigar: no es extraño que al final recuerde a Robert de Niro en Taxi Driver. Es un matiz de guión, creo, que se pasa por alto: cuando el soberbio Geoffrey Rush habla de "país", siendo quien es y estando en la situación en que está, la traducción tendría que haber dicho esa otra palabra, "patria", o "nación".
Spielberg, desde un intento de comprensión inicial, se dedica a explorar las contradicciones de la política y de quienes la hacen. Golda Meier, dura en la reunión del búnker, una abuelita encantadora y cansada en el encuentro con Avner. Los terroristas palestinos: un poeta, un hombre de familia, un niño a quien Avner respeta la vida y que luego (porque Avner descubre que también sus actos son siembra de terroristas) será víctima de sus balas en el atentado frustrado en España.
Spielberg juega con fuego y no tiene miedo a quemarse: sabe que el mensaje de su película no llegará a nadie. Que no querrá escucharse. La sombra de Coppola y Scorcese le acompaña (ese Papá mafioso recogiendo frutos en el jardín, esos columpios vacíos de la conversación final, esa violencia seca y dura donde los cadáveres son títeres, guiñapos sin cuerdas, ese cierre desde casi el mismo lugar donde cerró Gangs of New York), y en el juego de luces y sombras donde Avner y los suyos se mueven no es extraño que el sol hiera y queme. Lo que empezó siendo un acto de venganza estatal disfrazado de justicia allá donde no puede llegar la justicia acaba convirtiéndose en una serie de atentados y de muertes sin sentido que sólo sirven para crear más muertes y más sinsentidos, injusticia tras injusticia. Grande, colosal la escena en que judíos y palestinos, terroristas todos, disputan por escuchar una emisora musical en la radio.
Spielberg, en su juego de identidades que se truecan unas a otras, no duda en terminar su película donde la película empezó: en el secuestro en la Villa Olímpica, donde la cámara (mientras Avner hace el amor con su esposa y sigue engendrando, para su mal, la semilla de la violencia) mezcla luces y sombras, secuestradores y secuestrados, rostros de miedo y máscaras negras. Al final, en esas escenas que nos remiten al comienzo, vemos que todos los personajes se parecen entre sí, palestinos y judíos, y que todos ellos, víctimas y verdugos, se parecen a Avner. Porque todos somos Avner. O podríamos serlo en un momento. Basta un empujón, una errónea sensación de necesidad, la búsqueda de una patria que nunca se podrá conseguir, si se defiende de esa manera que sólo conduce al martirio, al absurdo, a la violencia.
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