Les contaba por aquí hace un tiempecito (cómo corre, dioses, cómo vuela) que el hermano Juanjo Téllez había ingresado (ahora que para desgracia de la prensa independiente lo eyectan de otros sitios) en el Ateneo gaditano, y que estuvo como siempre brillante y a la altura sorpresiva que nos tiene acostumbrados. El otro día, en la presentación del libro Fara de Manolo Ruiz Torres, volvimos a vernos y le pedí que me pasara el texto que leyó en aquel ingreso ateneísta. Y Juanjo me lo acaba de mandar, para que lo reproduzca en esta bitácora y ustedes lo lean, lo disfruten y se rían y hasta piensen un poquito con lo que aquí nos dice. Teye, un abrazo. Y gracias de corazón.
El viejo progre de la trenka y las melenas llega a su apartamento funcional, la chica de servicio le ha dejado la comida de la semana empaquetada en eficaces tapergüears en la nevera y esta noche, sólo por esta noche, renuncia a enchufar el televisor extraplano para consumir uno de esos programas en los que Fulanita de Nüremberg desmiente que vaya a casarse con un poeta quántico, mientras Pedro Navaja, recién llegado a la prensa del corazón después de haber sobrevivido a un tiroteo en Nueva York vende la exclusiva de su boda con una señora que le cantó la Salve Rociera en la suya a los sarcófagos fenicios del Museo Provincial. Así que ahí tienen, en sus cómodas pantunflas y salto de cama, haciéndose la manta en los cuatro pelos que le quedan, a aquel estudiante de PREU que parecía sacado del anuncio de Heno de Pravia, aquel cantamañanas que se hizo del FRAP e intentó sin suerte que su amigo Chema Aznar lo metieran en la FAES o que su amigo Zapa lo meta ahora en el consejo de sabios de Radio Televisión Española. Pero como él siempre fue un rebelde, decide que esta noche no habrá tele hasta las tantas, ni quedará con Maripuri para tomarse unos vasos y hacer unas risas en el Café de Levante, sino que pondrá un cedé, naturalmente pirata, casualmente pirata porque ni en presencia de su abogado confesará que compra discos en el top-manta; o verá una película recién bajada de internet o se pondrá a contemplar el paisaje auténtico y original de Carmen Laffón que ahora cuelga donde estuvo el cartel juvenil del Ché Guevara o, posterior y sucesivamente, el Guernica de Picasso, una fiel reproducción del calcetín de Tapies, un fauno con el pene erecto de Guillermo Pérez Villalta, tan rijoso como el potro de Miquel Barceló que tuvo luego y que ilustró la portada del último disco de Camarón de la Isla, antes de que lo cambiase por una instalación de uno de esos artistas que exponen en Rivadavia y que se titulaba, literal y naturalmente, campo de nabos y cebollas en una primavera dadá.
Ese es su retrato de Dorian Gray. Lo que hay y lo que hubo es el contraste superficial entre el rebelde que fue y el buey domesticado que es hoy, desde que cualquiera de los partidos políticos que aspiran al poder, le instalaron un pesebre oro de primera categoría. Ahora, se dirige al equipo musical para que Dieguito El Cigala y Bebo Valdés le canten “cómo se pueden querer dos mujeres a la vez y no estar loco”: cuando treinta años atrás, cuando sin solución de continuidad pasaba de “El pueblo unido jamás será vencido” de Quilapayún al “A galopar” de Paco Ibáñez, aquello le parecía de un machismo absoluto y pequeñoburgués cuando Antonio Machín –un ángel negro en chaquetilla de lentejuelas haciendo ofrendas a la Virgen del Rosario--, cantaba la misma copla con su correspondiente “ahí va mi explicación”, que lo explicaba todo, un país sin leyes de divorcio, con las otras sin anillo con una fecha por dentro o con derecho, en todo caso, a ponerles un pisito con cargo a quien las amancebara. Ahí va mi explicación, tararea ahora, con Dieguito El Cigala, y piensa en los revolcones con su secretaria Agripina, en como le tocó el culo a un becaria en prácticas cuando subía al despacho, en su relación de doce años con Maripuri, siete años de aquellos casados por la iglesia, por lo civil o por lo militar, con su santa, que le terminó embargando hasta el segundo apellido del carnet de identidad. Cómo se pueden querer dos mujeres a la vez y no estar loco y se fuma uno de esos porros que ahora encarga por teléfono y que antes trapicheaba con el Juancojones, aquel camello de la esquina que paraba por el pub La Chicharra en los años 70 y que se metió a guitarrista de Peret desde que lo desintoxicó una comunidad de la Iglesia Evangelista. El progre cambia de tercio y pone un deuvedé. Está dudando entre Starsky & Hutch o Scoobie Doo 2, porque cuando los ponían por la tele, él decía que no veía la tele porque hacerlo suponía que te echaran de la célula del partido o del guateque con las niñas del Instituto; algo mas humillante en el fondo que tener acné juvenil y/o no tener ni siquiera una montesa que llevarte al trasero mientras galopaba y cortaba el viento caminito de Puntales. Lo que no está dispuesto a ver es “La pasión de Cristo”. Y no porque sea sangrienta como “La matanza de Texas” y más facha que “Raza”, sino porque no aguanta los subtítulos. Ni en arameo, ni en latín, ni en nada de nada. Que ya se tragó muchas películas en Alcances en versión original rusa, sin ningún letrero porque Fernando Quiñones no tenía para contratar una copia en condiciones.
“A fin de cuentas, yo tampoco he cambiado tanto”, se dice mientras contempla la invitación que ha recibido para asistir al ingreso de Juan José Téllez en el Ateneo Gaditano. Si el Ateneo admite a Téllez como socio y si Téllez acepta ser del Ateneo, este país ya no es lo que era, reflexiona mientras se echa unas lagrimitas porque el humo del canuto se le ha metido en el ojo izquierdo.
Así que allí, despatarrado y tierno como la Lolita de Nabokov, echa la memoria atrás y recuerda aquel tiempo en que era tan inocente como uno de los degollados de Herodes, tan limpio como el Hombre Blanco de Colón y tan revolucionario como Marx, como Groucho Marx. Entonces, claro es, en aquel tiempo cuando filósofos como Mac Luhan salían en las películas de Woody Allen y cuando Inglaterra prohibía canciones del futuro sir Paul McCartney, aún no sabía comprender en sus exactos términos aquella célebre frase de Jean Paul Sarte: “La revolución es imposible porque mancha la moqueta”.
Treinta años atrás, en los pasillos del Colegio Universitario, él intentaba ligar con la conocida fórmula: “¿Te parece que debiéramos aplazar la lucha armada? ¿No es un riesgo, acaso, darle tregua a los grises y al ejército opresor?”. Ahora, colecciona soldaditos de plomo y la última vez que lo intentó, insinúo que sería absolutamente revolucionario que abaratasen el peaje de la autopista Cádiz-Sevilla; en la reunión, encima, hubo más de uno que le miró como si fuera un radical libre. Aquel había sido un tiempo lleno de frases estupendas: “La imaginación al poder”, proclamaban en las calles de París en mayo del 68. Ahora, sabe que dicha expresión es una auténtica paradoja: la imaginación nunca tendrá poder y el poder nunca será imaginativo. “Un pueblo culto no necesita de armas para hacer la revolución”, rezaban las octavillas que Pedro Luis Cabrales repartía por la playa de La Victoria para anunciar su colección de libros de Copitecno. Por aquel entonces, se hablaba de que el Sindicato de Obreros del Campo, más pacifista que Gandhi, traía armas desde Libia para la insurrección campesina en Villamartín y en Bornos. El progre que en aquel tiempo leía “El lobo estepario” de Herman Hesse y las poesías completas de Antonio Machado en edición de Joan Manuel Serrat, ahora se empapa de “Las mentiras de la guerra civil”, de Pío Moa, que nunca hubo un título tan adecuado al contenido del libro y no entiende a su amigo Cosme, que no sólo era del partido sino del sindicato, y que nunca fue progre sino currante, que nunca fue izquierdopijo sino tan auténtico como Fermín Salvochea, Pablo Iglesias o La Pasionaria, en versión penene o mecánico. No entiende a su amigo Cosme, que va y que le dice: “Pues yo no sé si es que Pío Moa se ha hecho de la extrema derecha después de ser del GRAPO, o era del GRAPO porque ya era entonces de extrema derecha”.
Parece que su vida, su verdadera vida, ocurrió precisamente entonces, treinta, veinticinco años atrás: “Frigoríficos volando, la reconversión naval”, cantaba Carlos Cano, mientras Rafael Alberti era una caracola que oía desde el Trastevere la arboleda perdida. El puente Carranza cobraba peaje como hoy sigue haciéndolo la autopista a Sevilla, en tanto que el carnaval se abría paso a bocados, por encima de almanaques oficiales y fiestas típicas gaditanas. Transcurría la historia, transcurría la transición democrática que terminó cambiándole el rostro a este país hasta que no lo conociera, y cito textualmente a Alfonso Guerra, ni la madre que lo parió. Pero, a pesar de los avances de este periodo, creo que la mejor lección que podemos aprender de aquel tiempo, es la de no dormirnos en su sueño eterno y recordar la historia, porque los pueblos que la olvidan están condenados a repetirla.
La transición, más allá de las urnas, de la abolición de la pena de muerte y la supresión de las mordazas, supuso, en Cádiz y en toda España, la vindicación de la clase media, de los puntos Valispar al carrito del híper, de las becas del PIO a las Erasmus, pero también de las clases obligatorias de religión a las clases obligatorias de religión, de la dictadura de Francisco Franco a la Fundación Francisco Franco a sueldo del Estado democrático al que sigue combatiendo con subvenciones de por medio. Esta nación de naciones viajó de los acuerdos con Estados Unidos de 1953, que supusieron la construcción de la base de Rota y la plusmarca olímpica de licencias de taxis y de güisquerías en esta población, a las llamadas telefónicas a Estados Unidos para decirle a papá Bush, el primo de Zumosol, que yo no quiero que las tropas se retiren de Irak y que la culpa la tiene Pepe Luis. La transición no ha terminado, en parte porque buena parte del panteón de franquistas ilustres y sus emeritos cachorros han seguido controlando un cierto sector de la política, de la economía y de las costumbres de este país; pero en parte, también, porque muchos otros mantenemos una larga ración de sueños aplazados. Aquellos que apostamos por la ruptura, pero convenimos en que más vale el pájaro de la reforma en mano. Aquellos que creímos en el cambio y terminamos convencidos de que no íbamos a lograr ni la calderilla, pero que algo era algo, que al menos teníamos la suerte, insólita suerte en la historia de España, de poder seguir luchando por lo evidente aunque lo que nos pidiera el cuerpo fuese luchar por lo revolucionario. La transición gaditana va más allá de aquel 20 de diciembre de 1973, cuando al almirante Carrero Blanco se le fue definitivamente la misa en San Antonio, o el año 1983, cuando se le impuso una condena ridícula al Guardia Civil que baleó a un motorista en Trebujena. La transición no empezó en el 73 ni acabó en el 83. La transición prosigue, quizá porque como cantaba Luis Eduardo Aute, el pensamiento no puede tomar asiento y la conquista de la libertad, como la Itaca de Kavafis y de Homero, es un largo viaje en donde lo importante es precisamente el viaje y no el destino. Las formas, tanto como el fondo. Y una eterna pregunta con destino al futuro que incluye no sólo qué hay que hacer, sino cómo hay que hacerlo.
De repente, nos empeñamos en recordar todo aquello, como si fueran las batallitas de un abuelo que no se diera cuenta de que ya empieza a ser abuelo. En esta sucesión de conmemoraciones a las que asistimos en los últimos meses, hoy le toca el turno al vigésimo quinto aniversario de los ayuntamientos democráticos, salidos de las primeras elecciones municipales libres, en abril de 1979, apenas un par de meses después de las segundas elecciones generales. Pero el año que viene le tocará al referéndum de autonomía y el año pasado a la Constitución.
La Constitución fue la que nos convirtió en rebeldes domesticados. Y tendría que añadir, a pesar mío, a pesar de quien fui y a pesar de quien soy, gracias al Dios de todas las religiones y a los dioses inexistentes a los que adoramos los ateos.
Quizá lo recordéis: por entonces, la libertad era un sueño que se mascullaba por los rincones de una vieja nación acostumbrada a la mordaza, bajo un Estado construido a imagen y semejanza de los poderosos, de antiguos linajes ligados a la propiedad de la tierra para unos cuantos y a la propiedad de la política para los privilegiados.
A España, este país de todos los demonios como le llamó Jaime Gil de Biedma en una sextina memorable, siempre llegaron tarde las revoluciones. Cuando la mayoría de los estados de Francia pintaban sobre los muros de la Bastilla “libertad, igualdad y fraternidad”, España se dejaba todavía arrullar por las terribles, implacables nanas de los blasones del antiguo régimen, por la eterna sotana que nublaba la razón y las mitras bendiciendo la miseria de los más y la opulencia de los menos. Cuando la máquina de vapor alentó la revolución industrial y Charles Dickens denunciaba la esclavitud de los niños, cuando un fantasma recorría el mundo y muchos le llamaban camarada, los españoles que habían ganado la guerra a los ejércitos de Napoleón, perdieron la guerra de la Constitución de 1812, la Pepa de Cádiz, abolida por el Rey al que todos desearon y que sometió a su pueblo al pillaje de su propio absolutismo: los cien mil hijos de San Luis pasaron a degüello el sueño de los liberales y la democracia era sucesivamente enterrada en España, aunque a veces hubiera brevísimas válvulas de escape, como la rebelión de 1820, la primera y la segunda república. Echemos la vista atrás y veremos al general Torrijos ejecutado en la playa de Málaga, a Mariana Pineda presa en el beaterio de Santa María Egipciaca por bordar la bandera de los sueños, a José María El Tempranillo conspirando contra el absolutismo y vendido luego por un puñado de doblones, a cambio de perseguir a quienes antes habían cabalgado con él por una Andalucía donde los verdaderos ladrones eran los señores y los bandoleros casi siempre, más allá de las brumas de la leyenda, fueron generosos.
Vieja España maltratada, con sus hijos moribundos tras las guerras carlistas, las guerras civiles, las guerras de ultramar perdidas en Cuba y Filipinas, la guerra de Marruecos con Annual como un desastre comparable al desastre de los gobiernos de turno, acostumbrados a saquear la vida cotidiana de sus sufridores. Vieja España de Casas Viejas y de Asturias, la de los que no tienen nada y hasta la tranquilidad de la nada se les niega, Vieja España de latifundios y caciques, sórdidos señoritos, estraperlistas que robaban la ilusión de los justos y la malvendían en el mercado negro de los intereses creados. Truhanes machadianos, frioleras de Valle bajo el espejo cóncavo del esperpento en el que se había convertido aquella España malbaratada, gris y que olía a desván cerrado, a una habitación condenada, sin vistas a la calle.
¿Qué decir de aquella terrible matanza del 36 al 39? Lo peor no fue la guerra, lo peor no fue la rebelión de la derecha más sangrienta de este país contra el régimen legítimo que gobernaba los destinos de España bajo el sufragio universal y el supremo derecho a equivocarse; lo peor no fue la aviación Cóndor arrasando Guernica, lo peor no fueron los fanáticos de las dos trincheras, la sed de sangre que nos poseyó a todos como a vampiros hasta arrojar una cosecha roja de un millón de muertos. Lo peor fue la guerra que vino luego. La guerra de la paz cuando, como cantaba Raimon, a menudo la paz no es más que miedo. Miedo de paredón y miedo de hambre, de cartillas de racionamiento, de gasógeno y de aceite de ricino, de mujeres rapadas y de hombres humillados. Aquella larga posguerra fue peor que la guerra, porque nos hizo dóciles, sumisos ante el castigo, dispuestos a la obediencia y ajenos a la obra de la rebeldía, de la audacia, de la búsqueda del futuro como un horizonte posible. Los mejores cerebros estaban fuera de España o estaban dentro de sus cárceles. Al país lo gobernaron militares chusqueros o tecnócratas del Opus. En los años 60, pasamos de las alpargatas al 600, pero ¿a costa de cuanto sacrificio, de cuanta muerte, de cuanto Julián Grimau ejecutado, de cuánto detenido que caía accidentalmente por la venta de comisaría, a costa de cuánta película mutilada, libro deshojado, palabra amordazada, a costa de cuanta bofetada, una, dos, veinticuatro bofetadas, en los calabozos que la libertad llevaba andados y que el más oscuro le quedaba todavía?. La dictadura de Franco murió matando y los españoles temimos que el olor a muerte atrajase más muerte.
A mediados de los años 70, hubo una batalla silenciosa sobre la piel de toro. De un lado, los siniestros guardianes del orden que había reinado sobre este lugar desde la noche de los tiempos y que habían mantenido las mayores haciendas en las menores manos, una aristocracia sin rey, una burguesía sin urnas, un paripé de modernidad que escondía las más oscuras tinieblas de la sinrazón y del conservadurismo a ultranza. De otro lado, los partidarios de la audacia, aquellos que creían que había llegado la hora de ponernos en hora con el resto del mundo y de sellas al mismo tiempo la paz entre Abel y Caín, entre las dos Españas que llevaban demasiado tiempo helándole el corazón al españolito del porvenir. La España en la que los cipreses creían en Dios y la que cantaba si los curas y frailes supieran la paliza que les vamos a dar, saldrían del coro gritando libertad, libertad, libertad.
Libertad, libertad, libertad, gritábamos por la calle por más que supiéramos la paliza que nos iba a dar la policía o los jueces, el telediario de las tres de la tarde, las buenas conciencia de la gente de orden que veía pasar a los rebeldes desde el balcón del conformismo. Libertad, libertad, libertad, gritábamos desde el Estrecho a los Pirineos, desde la Costa de la Muerte al desierto de Tabernas. Libertad, libertad, libertad, por amor de Dios y por amor del hombre. Gritábamos su nombre como en una formidable güija de la historia, para que se nos manifestara, para que ahuyentase a los peores espectros que nos seguían atemorizando en la larga noche de los boletines oficiales, de la huera retórica de los ministros, de la adhesión inquebrantable de los procuradores en cortes. Obreros y estudiantes, mujeres que deseaban dejar de estar con la pata quebrada, viejos heroicos que sacaban del baúl de los recuerdos las agallas que les había secuestrado el instinto de supervivencia. Los topos salían de sus escondrijos, los maquis estaban vivos, Rafael Alberti volvía de Roma con una caracola al oído para repetirnos “Hijos de la mar de Cádiz,/ nuestras casas son las olas./ Somos los pobres del mar/ de ayer y ahora”. Para convencernos vino: “Creíamos en las sirenas/ que cantan entre las olas./ Sus cantos nada nos dieron/ ni ayer ni ahora”. Para avisarnos, vino:
Somos los mismos que el viento
Nos tiró en las mismas olas,
Los hijos pobres del mar,
De ayer y ahora.
Cádiz nos mirará un día
Dueños del mar, en las olas.
Cádiz, que será más Cádiz
Que ayer y ahora.
Los pescadores eran, por aquellos días, forzados marineros en tierra. El sur ardía bajo las hogueras purificadoras de una rebelión sensata que urdía algo tan revolucionario como el sentido común, como la justicia repartida como un pan caliente en la mesa camilla de una patria sin cepos. Reconversiones navales, huelgas en la industria, los nombres de los muertos –Arturo, Yolanda, Javier, ya casi nadie os recuerda--, la búsqueda de las señas de identidad celosamente podadas por las tijeras del olvido. Volvían los exiliados y las viejas banderas. A pesar del búnker, de la enorme caverna de los paleolíticos que se empeñaban no sólo en que la vida no avanzara sino que anduviese hacia atrás como un cangrejo formado por un yugo y unas flechas.
Poco a poco, unos y otros fuimos llegando a la plaza del pueblo. Algunos dejaron atrás sus sueños. Otros, sus pesadillas. Ni inmovilismo, ni ruptura. Una tranquila, aburrida, democrática reforma, ese fue el complot colectivo. Unos y otros abandonaron los dogmas, apearon su intolerancia, los puños cerrados y las manos abiertas fueron estrechándose en un saludo cortés, sin demasiada cordialidad ni algarabía, mientras alrededor todavía sonaban bombas y cadenazos, el tiro en la nuca, la cobardía del crimen, el terror de los bandidos y el terror del Estado. Bajo ese clima, elegimos diputados y senadores; bajo ese clima, elegimos a los primeros alcaldes democráticos y forjamos, entre todos, el estatuto de autonomía como una herramienta de trabajo que debemos engrasar. Pero bajo ese clima, también, hay un libro que dice que los españoles somos libres, que no hay diferencias entre nosotros por razón del sexo, del credo, de la raza o de las ideas políticas, que queda abolida la pena de muerte, que tenemos derecho a dibujar el mapa de nuestro propio destino. Eso viene a decir, entre su letra gruesa y su letra menuda, la Constitución de 1978, que no hace mucho cumplió veinticinco años de paz, veinticinco años de vida, a pesar de las intentonas golpistas y a pesar de que no nos termine de gustar a nadie y quizás ese el secreto de que nos haya servido a todos.
Ese libro cuyo pie de imprenta popular lleva la fecha de un 6 de diciembre, enterró el hacha de guerra y abrió la caja de música de la concordia. Ese libro tatuó sobre la piel de toro la palabra convivencia. Pero que nadie se engañe. No es un libro perfecto, ni es un libro acabado. Tantos años más tarde, aún no hemos ganado aquella hermosa batalla que entonaba José Antonio Labordeta con un himno cuya letra juraba que habrá un día en que todos al levantar la vista veremos una tierra que ponga libertad. Esa tierra sigue sin estar aquí y ahora. Esa tierra reside en el sueño de la razón que, por una vez en la vida, que por una vez en la historia, no va a producir monstruos. Esa tierra queda al otro lado del arcoiris, en un lugar llamado Utopía que no es lo imposible sino el máximo de lo posible.
En memoria de todos aquellos que fueron cerrando sus ojos sin saber que alguna vez sería posible pronunciar estas palabras sin amenazas de muerte ni pelotón de ejecución. En memoria de todos quienes se sacrificaron para que, por primera vez en dos siglos, los españoles seamos soberanos y hayamos dejado de ser súbditos. En memoria de quienes pusieron todo de su parte para que ahora seamos capaces de entendernos y desentendernos sin un puñal en la espalda ni una zancadilla, ni ruido de sables, ni conspiraciones, ni camadas negras ni de ningún otro color poniendo en peligro constante a las libertades. En memoria de todos ellos y de muchos otros, aquí estamos esta noche, alzados en pie de paz.
Pero que nadie piense, repito, que el camino muere en el colofón de la Constitución del 78. Ahora, se habla de que será necesario reformarla para terminar de construir ese nuevo país de todos al que llamamos Europa. Ahora, cuando empieza a estar en obras el estatuto de autonomía por el que tanto pelearon los ayuntamientos del 79, se habla de que habrá que reformar la Constitución para que quepan en su seno nuevas concepciones de los estatutos de autonomía, en ese pulso eterno entre los nacionalismos de la periferia y el nacionalismo españolista que a veces resulta el peor de todos. Ahora, se habla de que habrá que reformarla. Ojalá sea así, como fue en el pasado, pausada, serena, consensuadamente. Ojalá se reforme, por ejemplo, para que los inmigrantes tengan derechos y no sólo deberes, para que a los sin papeles no se les siga negando la posibilidad de reunirse, de asociarse, de militar en un sindicato o en un partido, de declararse en huelga, de ser personas a pesar de carecer de visado o documentos de residencia. Ojalá se reforme para que el medio ambiente no sea un ave en peligro de extinción. Ojalá se reforme para que de verdad los españoles tengamos derecho al trabajo y derecho a la pereza, derecho a la vivienda y derecho al aire libre, para que las españolas dejen de percibir menores salarios por el mismo trabajo que sus compañeros de otro sexo. Ojalá se reforme para que no vuelvan a crecer chabolas, para que un gobierno ambicioso no declare alegremente una guerra neocolonialista bajo la coartada del auxilio a los más débiles. Ojalá se reforme para que la soberanía de este país no siga siendo continuamente hipotecada por la corrupción, por los políticos que pronuncian en vano el nombre de la diosa política, por los especuladores del suelo, por los blanqueadores de la economía sumergida, por los felones y ganapanes que creen que la mejor doctrina es la de toma el dinero y corre, la de cerrar las fronteras a los seres humanos y abrirlas a las transnacionales del capitalismo salvaje. Ojalá se reforme para que se abaraten los medicamentos y se encarezcan las condenas para aquellos que están convirtiendo a la joven democracia española en un mercado negro del que, más temprano que tarde, tendremos que expulsar a los fariseos.
Así que, amigos y amigas, brindemos por esas efemérides comunes y cumpleañosas, pero no nos entretengamos demasiado en sus postres. Queda mucho trabajo por hacer, queda mucha Constitución por cumplir, queda mucha libertad por conquistar. Calle por calle. Casa por casa. Corazón a corazón. Salud para lograrlo y ustedes que lo vean”.
Eso le ha dicho Maripuri que ha dicho Juan José Téllez en su conferencia del Ateneo, mientras algunos viejos amigos amenazaban con bombardearle con tomates, a la manera que él mismo lo hizo, hace ya mucho, en el Instituto Columela, contra Jesús Fernández Palacios y José Ramón Ripoll, cuando transcurrían aquellos extraordinarios acontecimientos de los que acaba de hablar. El chico del Preu, el progre de la trenka, el muchacho del anuncio de Heno de Pravia, se ha quitado las pantunflas y se ha puesto los castellanos. Ha bajado al “Cambalache” para tomar unas risas o hacer unos vasos. El no es tan diferente como fue entonces, va diciéndose con mala conciencia por el camino. Total, si antes me gustaban las internacionales, ahora adoro las multinacionales: “Agrupémonos todos en la hucha final”, que también decía Aute. Total, si hasta el maestro Haro-Tecglen hablaba de monarquía federal, quizás por ello lamenta profundamente que no le invitasen a la boda del príncipe y de la hija del taxista. Si Josep Piqué estuvo en el PSUC y Pilar del Castillo en la ORT, si hasta Enrique Múgica estuvo en la cárcel. Total, si antes iba al cine de extranjis, no para ver El último tango sino las películas de Alfredo Landa, ahora se pregunta cuándo estrenarán Torrente IV, o la venganza de la caspa. A lo mejor, todos, absolutamente todos, logramos un pequeño papel en esa película coral.
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