Me llega la noticia, anónima, fría, y al principio me da coraje creerla. Luego, confirmo, y me dicen que sí, que es verdad, y ya el coraje me consume. Justo Vasco ha muerto.
Lo conocí poco, acaso una docena de días. Alto, con un aire quijotesco, si Don Quijote fuera también (¿lo duda alguien?) de color caoba y sonrisa de niño. No escondía su edad, pero se le veía mucho más joven, casi eterno, y el canturreo de su voz y lo fino de su acento le hacían parecer un chiquillo perpetuamente enamorado del mundo.
Escribía, traducía (¡del ruso!), coordinaba la Semana Negra que, sin él, va a quedarse un mucho más sola aunque allí seamos muchos amigos. Tuvo el detalle de presentar, hace dos años, mi Detective sin licencia, mi libro gadita y semi-negro, y lo hacía con la sonrisa en los labios, con admiración hacia mi personaje Torre, a quien describió como "un huevón", con tanto cariño que no importó siquiera que metiera al hacerlo un spoiler de los gordos. En el mismo tren negro, por el camino a Gijón, me confesó que venía pensando hacía tiempo en recopilar el rico anecdotario de las gentes que había tratado en Cuba y darle ese armazón de relato que yo había conseguido en mi novela. Pero que no se atrevía, porque aquellas cosas no se las iba a creer nadie. Me contó un par de anécdotas de la negra Dolores (creo que ése era su nombre) y sus experiencias con el extraperlo y las fugas planeadas de su esposo de la cárcel, y nos partíamos de risa mientras los estómagos nos hacían cosquillitas camino de la primera espicha.
Se ha muerto nuestro amigo Justo Vasco, aquella pose serena en el alegre y controlado caos de la Semana Negra. No te digo adiós, amigo nuestro, porque sé que andarás todavía por ahí cerca, observándolo todo, resolviendo problemas, encandilándonos con tu voz de azúcar y tu experiencia del mundo, y quizás escribiendo, desde donde estés, esas anécdotas de la negra Dolores, su marido carcelario, y aquel saco de café de extraperlo que arrastraba por las calles del barrio.
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