Dejo atrás los hechos de armas (Beowulf, Roland, Sigfrido, Arturo, Lancelot y demás héroes forrados de ideales y de acero) y me adentro desde hoy en la lírica medieval, saltándome a los anónimos autores y zambulléndome durante unos días en los grandes nombres italianos (Dante, Petrarca), y luego visitaré fugazmente al maldito francés, François Villon, mi gran descubrimiento de hace unos años, y que tanto me inspiró en mi última novela.
Dejo atrás la épica del cantar de gesta y me toca, siquiera por un par de semanas, quizá menos, mostrarles cómo fueron y amaron y sintieron nuestros antepasados, esos que inventaron el amor cortés por complacer a Leonor de Aquitania, esos que sabían que con una palabra y un acorde se derretían corazones y se conquistaban los grandes imperios que, por otros motivos, jamás serían capaces de hacer suyos los guerreros.
Me gusta explicarles a los chavales esta parte de la literatura universal, a la espera de llegar al Renacimiento y a Will Shakespeare y a Romeo y Julieta, que sí entienden y gozan, posiblemente porque están en la edad y a lo mejor porque les toca más de cerca algún supuesto (siempre les digo, si no entienden la gresca entre Capuletos y Montescos, que imaginen que Romeo es magrebí, o negro). Me gusta, ya digo, y me divierte, y me motiva, y soy capaz durante unos días de amar a Laura como un reflejo del amor y el desamor que sintió por ella el altísimo don Francesco, y me encanta picarlos con las picardías de Villon y hacerlos reflexionar de paso sobre el otro gran tema medieval, a la espera de dentro de unos días asustarlos con las danzas de la muerte.
Pero, ay, el amor tal como esos hombres del pasado lo entendían, no es que sea cosa del pasado. Es que le suena literalmente a marciano. ¿Cómo, en su sociedad al margen de la sociedad, esa que no entiende de límites ni de contenciones, de eternidades y respetos, se les hace entender que puede que todo aquello fuera una impostura, pero una impostura bella, un sentimiento sublime que trasciende cuanto ellos ahora equiparan al amor, que es un capricho, una antesala a aventuras corporales, rápidamente vivido y rápidamente agotado, como ya dijo muy claro mi francés maldito? ¿Cómo hacer que me crean cuando les digo que Dante sólo vio tres veces a Beatriz, que Petrarca fue capaz de mantener una pasión no correspondida durante más de cincuenta años de su vida? ¿Que no se hablaron nunca, que no cruzaron miradas, que no se cogieron de la mano, ni se acostaron juntos, ni se pusieron los cuernos ni se traicionaron? Porque estaban inventando un sentimiento que nos llegó después a todos los que vinimos luego, y durante muchos siglos es posible que nos creyéramos ese espejismo. Pero me da que los chavales y chavalas de hoy, en general, van por otros derroteros, o son niños que han querido crecer demasiado rápido y han quemado naves de amores con la misma rapidez con que se rompe un juguete o se agota un videojuego. Para ellos, aunque al final entren al trapo y acaben apreciando la belleza de los sonetos, esos viejos poetas son, más que nada, abueletes absurdos.
No saben, claro, que pronto serán protagonistas ellos mismos de las nieves de antaño, ni que el lamento de la vieja armera será, cuando menos se den cuenta, su propio lamento.
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