Hoy mismo sale a la venta La leyenda del Navegante, el libro de fantasía renacentista donde fabulé Crisei, la isla dueña del Mar de las Espadas. Se publicó por primera vez, lo sabrán ustedes, hace catorce años, en tres tomos por aquello de su grosor, con lo cual se perdió la idea de unidad temática de la historia y se consideró, falsamente, una trilogía. Ahora, por fin, me salgo con la mía y aparece, publicada por Minotauro, como el libro unitario que siempre quise que fuera. Seiscientas páginas, casi nada. Ya hablaremos más adelante de la novela, si ustedes quieren. Ahora quería invitarlos a una pequeña preview: capítulo 10, donde hay parte de teaser y parte de juego escénico. Era lo de menos, me parece: Crisei vuelve a casa
Poco después de la media tarde, aquel mismo día, a pesar del cansancio tras tantas jornadas de celebración, no había ningún habitante de Crisei, nativo o viajero, que quisiera permanecer encerrado en casa. Al contrario, la inmediatez de la ceremonia última y el conocimiento de que al cabo de treinta y pocas horas la vida volvería a encauzarse en su monótono rumbo espoleaban a la gente a la diversión y el desagravio. No fuimos nosotros la excepción. Haciendo oídos sordos a la necesidad de descanso, Tenhar, Nailee Turan, Salther y yo nos abrimos hueco hasta las plazas, allá donde anidaba el bullicio que es el alma y coraza de la fiesta. Recorríamos los mercadillos curioseando por los tenderetes, aplaudiendo las gracias a los cómicos, y regateábamos en broma con la oscura gente el precio de unas antiguallas cuando un palanquín, salido de entre la turba, nos cortó el paso. Nailee y yo, atentas al charloteo de unos chiquillos, no prestamos importancia al ocupante, y Tenhar se acicalaba el mentón más pendiente de las ancas de una bailarina medio mirca, pero Salther, curioso y falto de decoro, con gran descaro, se atrevió a echar una ojeada.
–¿Habéis visto eso? –preguntó, reclamando nuestra atención. Parecía sorprendido–. ¿Qué extraña dama viaja en esa silla?
–¿Tiene cuatro brazos o alguna otra cosa de especial?
–No, nada tan espectacular como eso, niña Yse. Pero iba tan inmóvil, tan estirada, que pensé que era un ídolo o una estatua. Y juraría que llevaba el rostro cubierto con una de esas máscaras de mithril que vosotras usáis en el combate.
–¿Una mujer con máscara? ¿El pelo muy negro? –preguntó Tenhar, olvidando a su bailarina. Salther asintió–. Entonces debe ser Dulcamara, la profetisa. La he visto un par de veces en Aiguablava. Es ciega, pero capaz, según dicen, de ver el futuro.
–Una adivina, ¿eh? –dijo Salther, escéptico–. ¿Y qué puede hacer semejante elemento en Crisei?
–Intrigar, supongo. Esa mujer quizá conozca el futuro, pero es seguro que vive en el presente. No sé, es posible que venga a revelarle su destino a algún comerciante en vías de alguna extraña transacción. No te rías: tampoco sería la primera vez. Con la cantidad de gente que hay en estos días por la isla, calcula, cualquier suposición es posible. Para mí que viene a presentar informes a algún naviero o algún embajador. Comunica el resultado de su tela de espionaje, cobra su sueldo, acepta una nueva misión y desaparece sin dejar rastro. Debe cobrar muy caro, eso desde luego. Y no vayas a creer que su trabajo es algo fuera de lo común. Cientos de agentes secretos al servicio de los más insospechados intereses propios y ajenos estarán en este momento soltando la lengua y alargando la mano. Claro que ninguno hay tan eficiente como ella, ni tan pintoresco.
–Tengo una idea. Vamos a seguirla y así descubriremos la personalidad de su contacto.
Divertidos con la propuesta, quizá creyendo en nuestro fuero interno que podríamos salvar a la república de las garras de una conjura entre naciones (aunque yo sabía bien que la Dama Dulcamara, si aquella mujer era en efecto ella, solía operar para nosotros), fuimos detrás del palanquín con bien mantenido disimulo. Por dos o tres veces casi lo perdimos de vista en el jolgorio y la multitud, pero siempre aparecía, pasados unos minutos, más allá de nuestro alcance, abriéndose camino inexorable, recto en su rumbo. Finalmente, tras subir una cuesta, nos dimos de bruces con una calle solitaria y sin salida.
–Bueno, nos hemos vuelto a despistar –se quejaba Nailee–. ¿Y ahora que hacemos? ¿Regresar por donde hemos venido?
–Estoy seguro de que continuó por este callejón –tartajeó Tenhar–. Lo vi subir.
–¿A qué viene esa sorpresa? Creo que no hace falta ser demasiado inteligente para darse cuenta de que, puesto que no existe más camino, habrá entrado en una de estas puertas.
Como haciendo eco a mis palabras, el portón a nuestra derecha se descerrojó en ese justo instante, y un criado ojeroso, vestido a la usanza de los siervos de Erliadé, arrugado y marchito, apareció en el umbral. Tomados de improviso, los cuatro nos agrupamos inconscientemente, como moscas a punto de ser absorbidas por la araña.
–Mi señora Dulcamara –susurró el hombrecillo, martirizando el idioma con su acento horrible–, os suplica el honor de ser recibidos en su casa.
No sonaba como invitación aquella sonrisa desprovista de dientes, sino como amenaza. Bajo la luz ardiente de la Dama Gelde, la carne ajada del criado parecía un pergamino. En cuanto a nosotros, ¿qué otra cosa podíamos hacer, atrapados en aquel callejón sin salida, en mitad de ninguna parte? Acatamos la orden, aun a sabiendas de la imprudencia de tal acto. Pisando el suelo con cuidado detrás del arrastrar de pasos del criado, alcanzamos un saloncito rectangular y cómodo, acogedor si bien adornado un tanto extrañamente, en el que, al socaire de un ventanal por donde se filtraba la luz color de uva madura de la tarde, flanqueada por cuatro candelabros que crepitaban sin apenas llama, recostada en un diván, nos esperaba la mujer llamada Dulcamara.
Nunca antes la había visto, pero nada más mirarla supe que era ella. La Dama Dulcamara, la designada por los dioses, la gallina ciega. Su cuerpo parecía bien formado, como el de una cortesana joven, pero en aquella postura y con semejante iluminación, cualquier palo de escoba lo habría parecido igualmente. Una elegante túnica ambarina, el color de los videntes, se le adaptaba a la piel cual una costra líquida. Tenía el pelo muy negro, sí, y el óvalo de la cara se hallaba en efecto cubierto por una máscara de mithril. No hallé tallados en ella los rasgos delicados que adornan otras máscaras, y comprendiendo que la mujer era de verdad ciega no me extrañé de la frialdad que comunicaba su diseño por la carencia de aberturas para los ojos en la tez de buenaplata. Sin embargo, tampoco las había, estoy segura, para facilitar la respiración; ni la más mínima ranura a la altura de la boca. La careta era única, monocroma, distante y majestuosa, sin edad. Como la mujer misma.
–Bienvenido a mi casa, Salther de Centule, muchachito impaciente. Te esperaba.
A pesar de lo que he escrito, la voz sonó clara, sin que la ahogara la existencia de la máscara. Nada más oírla hablar, supimos que la Dama Dulcamara nos ignoraba a los otros tres deliberadamente. Salther, el foco de sus palabras, dio al frente un paso sorprendido, cauto, casi asustado, y la miró de abajo a arriba como pretendiendo descubrir el truco oculto. Nailee y Tenhar permanecieron quietos detrás. Yo me acerqué. Dulcamara volvió a hablar, respondiendo preguntas a las que nadie había demandado respuestas.
–¿Qué buscas de mí, destructor de leyendas, que tú ya no sepas, que tú no supongas? ¿Tu futuro? ¿Tu destino? Un río en perpetuo tránsito el futuro es –hizo fluctuar la mano en un gesto que interpreté como el equivalente de un encoger de hombros–. Algunas acciones cambian. Otras muchas sucederán y nadie podrá nunca impedir su desenlace. ¿Qué deseas conocer? ¿Lo mismo que todos? ¿La fecha de tu muerte? –Salther palideció, pero no la contradijo–. Ay, insensato. Desde el justo momento de mi nacimiento el día de mi propia muerte yo he sabido, y te aseguro que no es agradable simplificar la vida a sólo una resta. No, no voy a decirte cuándo tu muerte será. ¿Gano algo a cambio de hacerte sufrir? Nada gano tampoco con callarlo. Más pronto de lo que esperas a ti vendrá tu muerte de héroe, me temo. A todos les ocurre: siempre es demasiado pronto. Tú no eres especial. A ti te aguarda al norte, Navegante, y pronto.
–¿Sólo ves muerte en mi destino, cruel señora? ¿Ninguna alegría? ¿Ninguna otra tristeza?
–Hay más. Siempre hay más, Salther Ladane. ¿Pero para qué adelantarlo? ¿Por qué no lo bebes a sorbos cuando todo venga? Deja que la arena caiga.
–Soy impaciente. Lo sabes. Lo has dicho –Salther no se excusaba ni se defendía: constataba un hecho. La Dama Dulcamara, por detrás de la máscara, sonrió. No me preguntéis bajo qué lógica puedo decir esto. No tengo explicación. Estoy segura.
–¿Y qué prefieres conocer? ¿Las penas o las alegrías?
–¿Es que hay acaso pena peor que la misma muerte? Dime sólo cosas bellas. Tiempo tendré, o eso espero, de enfrentarme a lo malo y ocasión para vencerlo.
La dama ciega alargó un mano, tanteando, hasta tocar los párpados de Salther. Se los cerró. Los cinco dedos, agitándose delante de su frente, semejaron una araña incolora que trepase por el rostro hasta el nacimiento del cabello. Imposible calcular la edad de Dulcamara por su cuerpo, sus facciones o su voz, quise descubrir su vejez en la atrofia de las manos. Pero los dedos eran largos, neutros, coralinos. Miré las palmas y comprobé con temor creciente que no había líneas marcadas en ellas. Eran tan lisas y blancas como el papel en que esto escribo. Las manos de un maniquí de cera.
–Cuéntame, tocada por los dioses –Salther abrió un ojo. La pupila azul centelleó contra la transparente mano–araña–. ¿Qué dirán los demás de mí?
–¿De ti? ¿Qué pueden los fatuos decir de ti que no digan ya? ¿Y por qué conclusión piensas que lo que los otros digan va a ser bueno? La fama buscas, ¿no es así? No te preocupes, pues. Serás famoso. El problema es diferente. Serás famoso y nadie te conocerá. Ya has hallado la mar y la cadena que te profetizaron en la cuna. Tienes aquí tu casa. Mira en derredor y comprende que cuando el destino queda revelado a los mortales tiene finalmente que cumplirse. Pero quieres saber más. Siempre quieres saber más. Destruirás leyendas, y sobre sus ruinas edificarás tu propio nombre. Conducirás ejércitos. Lágrimas brotarán a tu camino, pero rehusarás verter tu misma sangre. En la tierra y por el mar darás bebida al filo de tu acero. Tu muerte, sin embargo, pertenece al aire. ¿Y quién podrá robarte la sonrisa si incluso ahora, de tanto miedo, estás tratando de dibujar una? Pocas acciones tuyas tomarás en serio. Ningún valor concederás a lo que te cueste nulo esfuerzo. Veo alegrías, sí. Veo tu orgullo. Y tu nobleza –giró hacia mí la máscara sin ojos. El corazón me dio un vuelco–. Domestícalo bien, hija. ¿Quieres conocer más? ¿La copa de tu curiosidad no está aún saciada? Por lo que una vez hiciste –a ninguno se nos escapó el cambio del tiempo verbal empleado–, quedó configurada la actual estructura del planeta. Tras la flecha disparada por tu arco, magos más poderosos de mirada sana están más ciegos que yo, pues no permanece en la naturaleza el material que se les niega. Dos veces al menos te veo morir. Ayer y mañana. Siempre confluyendo en ti lo pasado y lo por venir. ¡Qué poco disfrutas del presente! ¡Hay tantas cosas que hacer y nos queda siempre tan poco tiempo!
La mano-araña se separó de la frente. Continuando el mismo movimiento en jeme, bañada por la luz de ámbar, me señaló con un índice largo y blanco.
–Tú lo llorarás –me buscó, dispuesta a destejer mi destino de mi rostro, pero eché la cara atrás. No quería saber nada. La mano–araña, como frustrada, se replegó contra la palma–vientre–. Lo llorarás, pero eres fuerte. Tú, que vas a ser un doble latido en todo lo que él haga, querrás mejor permanecer a un lado. Edúcalo bien. Enséñale a crecer en una dimensión que le calce. Encúbrelo. Y cuenta luego a los demás que, aunque pretendió la vida entera hacerse un héroe, una vez hubo conseguido la muerte le gustó más ser un hombre.
Dando término al encuentro, la profetisa se reclinó de nuevo en el diván. Otra vez adoptó su posición de estatua, como si jamás hubiera corrido vida por el hueco de sus venas. En unos segundos, la habitación se ensombreció hasta tal punto que creímos que se había hecho de noche. Presurosos, sin volver la vista atrás, salimos de la estancia, de la casa. Afuera, todavía brillaba el sol. La tarde se deslizaba ajena al horror abierto a nuestros ojos. Ninguno de los cuatro lo hizo notar, pero el aspecto de la calleja no era el mismo. Ni siquiera se parecía al lugar por el que entramos. Olía a canela. Deseando marcharnos cuanto antes de aquel sitio, bajamos corriendo la calle, y antes de lo que se tarda en contarlo desembocamos a una plazuela, al bullicio, la alegría, la ignorancia. Un grupo de danzarines reconoció a Salther como el protagonista del torneo de la mañana, y un corro de seda y maquillaje se nos formó delante del camino. Le sacaron a bailar. Paladeando la existencia y el momento, queriendo olvidar lo sucedido, lejos del mañana, Salther danzó. Esa idiota de Nailee Turan, asustada todavía, pretendiendo acapararle, en busca de un reflejo de su gloria, se ciñó a él. Vi que hacían buena pareja. Salther, atento a los pasos, a su público, no me miró. Nailee giraba. Sus ojos eran una invitación constante. Nerviosa, confundida en el ritmo de la flauta y el tambor, mareada por el aroma de la luz de ámbar, angustiada del futuro que amargo y dulce se nos pintaba, temerosa de que la profecía de la Dama Dulcamara se cumpliera, decidida a impedirla, queriendo que la parte que a Salther me ataba fuera cierta, pude apenas contener el vértigo. Un estúpido temblor me subió a los labios. Fue así como supe que estaba en efecto enamorada de él, y que los celos en mí hallaban cultivo fácil a través del estómago.
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Categorías: Ciencia ficcion y fantasia