Era rubio, guapetón y buen mozo. En España habría sido miembro de la Benemérita, sección forestal, pero en el país de las barras y estrellas se pasó la vida domando caballos salvajes en las praderas de Wyoming, y echándose un cigarrito cada dos por tres al son de la música de “Los siete magníficos”. La leyenda cuenta que, después de tanto anunciar tabaco, se murió de cáncer de pulmón y años más tarde sus familiares pusieron una demanda a la empresa por haberle creado o potenciado la adicción que se lo llevaría a la tumba. Nadie puede asegurar en qué terminó el litigio. Hoy en día apenas es un icono gay: el hombre de Marlboro.
Viene el ejemplo a cuento porque, a raíz de la ley anti-tabaco que tenemos encima desde hace una semana, ya saben ustedes cómo los bares de todo Cádiz (y me imagino que de toda España) se han posicionado mayoritariamente a favor de permitir fumar en sus establecimientos, basándose en la no demasiado científica sospecha de que no hacerlo iría en detrimento de sus beneficios y que eso es lo que demanda la clientela. Como no solemos tener término medio, si antes entraba usted en un bar pequeñito podía encontrarse a cinco o seis clientes fumando. Ahora (o al menos según se comprueba en tan pocos días) no es que haya seis, sino cuarenta apretujados, y fumando como si se les fuera la vida en ello: con ansia, con desesperación, hasta con coraje. La pregunta que yo me hago, al ver a los camareros detrás de la barra al fondo, sumergidos en esa niebla de puré de guisantes con olor a alquitrán que tapa el olorcillo de las tapas y se prende como un muñequito de santos inocentes de la ropa del que sale, es si acabarán por declarar su profesión como oficio de alto riesgo, como la del hombre de Marlboro. Porque si en ningún centro de trabajo se puede fumar (ahí tienen ustedes al personal, en la puerta de la calle, como si esperaran el nacimiento de algún bebé que les traiga en vez de un pan un cartón de Ducados bajo el brazo), los camareros me temo que vayan a convertirse en héroes del silencio en esto de tragar humo, lo quieran o no lo quieran, porque lo dice el jefe o, democráticamente, lo deciden los parroquianos drogodependientes de esto del cilindrín y la nicotina. No podrán fumar si son fumadores, pues ése es su trabajo (y es cierto que hace siglos que en ningún bar te sirven la cervecita con la colilla en la mano), pero estarán todo el día, toda la vida, inmersos en un ambiente que hemos convenido que es nocivísimo. Quiera Dios que en el futuro sus familiares no acaben por denunciar a los dueños de los bares como hicieron los familiares del americano del caballo.
Uno de los absurdos de la ley (que es restrictiva o buenrollista, dependiendo de si usted fuma o no) es considerar que, cuanto más pequeño sea el local donde usted se toma la copita o las tostadas, menos molesta el humo: se ve que los políticos son abogados, no licenciados en físicas. Otro de los absurdos es dar por hecho que, si uno fuma, puede pasarse ocho o diez horas de currelo sin fumar, como un jabato, pero no será capaz de aguantarse los quince minutillos escasos que se tarda en tomarte la caña y la tapita de ensaladilla. Me parece a mí que, en ambos casos, la lógica indica que tendría que ser al contrario: cuanto más chico el local, más se concentra el humo; para no acrecentar la mala leche de la gente en el trabajo, quizás habría que haber empezado por habilitar smoking rooms para los que fuman, como en la película.
Pero nada. Aquí se deja todo al arbitrio del personal, y pueden ustedes comprobar el absurdo de bares o restaurantes pequeñitos que permiten fumar de puertas para dentro… teniendo terracita aireada y bastante amplia de puertas para fuera. La cortesía social se ha ido a hacer puñetas. Ahora aquí dentro se fuma, pues si usted no fuma y se le apetecen nuestros boquerones en vinagre, gloria bendita, se fastidia. Y la humareda cada vez más espesa. Mientras tanto, por fortuna, veo que los bares de no fumadores siguen con las barras llenas: ventajas de aunar al sentido común el espíritu científico y aventurero.
Es lo que tiene aplicar a la política las medias tintas. O los medios humos. Nadie está contento, y por eso mismo nos enfrentan.
(Publicado en La Voz de Cádiz el 9-1-06)
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