Durante mucho tiempo esa iba a ser la única imagen que tendría de España. En el futuro que le acechaba a la vuelta de la década, en mitad de un mundo ajeno que también ardería en otra guerra que quizás era la prolongación de esta otra de la que hoy escapaba, Juan Hidalgo no recordaría más momentos que el de ahora. Por mucho que se esforzara, por mucho que deseara remontar el escollo de este paso en los Pirineos catalanes, no podría verse a sí mismo siendo niño en los patios de Sevilla, jugando con la arena rubia de las playas de Sanlúcar, asistiendo adolescente a la proclamación de la República ni tomando parte activa en la defensa de sus ideas contra aquellos que se habían levantado en armas y al final, por la fuerza de sus cañones, por la lógica de las llamaradas, eran dueños de los destinos de la patria. Alguna vez, era verdad, atisbaría un pedazo de recuerdo con la voladura de un puente, volvería sin quererlo a la batalla del Ebro cuando los partisanos de los que iba a formar parte atacaran un destacamento alemán y el humo de la pólvora le cegara los pulmones y las gafas, pero serían recuerdos agridulces, siempre girando en torno a lo mismo, como si más allá no hubiera habido vida, como si no hubiera tenido infancia. La frontera francesa, como una membrana de tierra, estaba dando a luz a un hombre nuevo que sólo intuiría, de cuando en cuando, que había dejado al otro lado todo el montón de recuerdos que a la postre componen la existencia.
Hacía calor a pesar de que era febrero. A salvo de los disparos, del retumbar de los cañones que habían interrumpido tantas noches su sueño, desde que en Madrid lo encargaran de la vigilancia del Museo del Prado, el silencio se extendía sobre la columna de refugiados, absorbiendo el crujir de las pisadas, los ramajes rotos, los gemidos de desaliento o el golpear arrítmico de las armas. La mujer que apretaba contra sus pechos a una niña recién nacida tampoco emitía ruido alguno, como si en su chal de lana oscura guardara una burbuja de silencios. Hidalgo se había acostumbrado a olerla en la distancia. De vez en cuando, renqueando igual que un ser humano, pasaba algún coche veloz que les lanzaba al rostro la marca de su miedo en una nube de polvo humedecido. Ya habían dejado atrás dos coches atascados en el barro.
Hidalgo había vivido antes otras retiradas, y en su garganta ya había quemado la agria bilis de la derrota. Pero ahora era diferente. La República estaba rota, quizá ya murió de un tiro en el pecho aquel sábado del treinta y seis, cuando nadie daba crédito a las radios que anunciaban el levantamiento del ejército de África y todos hacían bromas a costa de Sanjurjo, que tenía la molesta tendencia de hacerse notar, como un antiguo novio que aparece de pronto para amargar una boda. Había habido otras derrotas, columnas semejantes de hombres y mujeres convertidos en un nudo de harapos, pasos rápidos, vergüenzas desatadas, nervios urgentes por escapar al avance de la sombra. Pero no como ahora. Siempre se habían reagrupado, mal que bien, para recuperar fuerzas y plantar cara en otro sitio, al sur cuando caía el norte, en el este cuando el centro estallaba. Ahora ya era demasiado tarde. Tras mucho retrasar lo inevitable, el propio Azaña había recorrido este mismo camino de silencio para refugiarse en Francia, vencido desde el comienzo, negada incluso la posibilidad de tender la mano y negociar una paz anhelada. No iba a haber restructuración posible. Era el final, lo sabían todos. Mientras el enemigo era un muro de hierro que avanzaba absorbiendo todo lo que abarcaba su rostro de máscara, el sueño que ellos defendían se había fragmentado en otro medio centenar de batallas sangrientas. Ya no había una sola guerra. La República había saltado hecha pedazos y eran sus propios defensores quienes peleaban por conducirla a la fuerza hacia un baile donde ya nadie tocaba música. Hidalgo y la mujer (todavía no existía la niña) habían visto todo aquello en Barcelona, hacía unas semanas, cuando entre los independentistas catalanes, los comunistas, los anarquistas y los militares leales se habían sorteado el honor de porfiar por las heces de la carroña. El final estaba tan cercano que Hidalgo imaginaba cómo habría de terminar la prueba, y cuando al otro lado de la frontera, en el campo de concentración de cara al mar, meses más tarde, supiera cómo acabó por precipitarse la derrota ni siquiera tendría motivos para reprocharle a Miaja que, tras tanto tiempo defendiendo la República, acabara dándole la puntilla con un golpe de estado interno, meditado sin duda durante muchas semanas de contienda. Tal vez era lo mejor, quién lo sabía. Como a muchos de los que habían regado el suelo con sus vidas, a la República ya no le quedaba sangre en las venas, no le quedaban hombres que supieran defenderla: todos habían acabado embotados de barbarie, resecos de ideas.
La niña echó a llorar cuando a punto estaban de cruzar la raya inexistente entre el país que atrás dejaban y la promesa de aire que esperaban hallar al otro lado. La mujer la meció, con un rápido movimiento descubrió su pecho y la amamantó sin detener la marcha. Al volverse a mirarlas, con el paisaje de árboles detrás, y la tierra reverdecida, tan ajena a las muertes de los hombres, y el cielo claro como los ojos de un hada, Hidalgo supo que esa iba ser, para siempre, la visión que tendría de España, el recuerdo de la mujer y la niña y el paisaje que le iba a quedar prohibido para siempre, un territorio amado y sufrido que sólo podría imaginar, equivocándose al evocarlo, a partir de ahora.
Los gendarmes hacían recuento de armas. Hidalgo se detuvo, la mujer se apartó con él de la fila, y ambos contemplaron el paisaje a un lado y a otro. No había diferencias apreciables, pero los dos sabían que ya nada iba a ser como ahora era. Otra lengua, otros modos, otros desprecios y quién sabía si otras muertes, después de haber cubierto tanta carne seca. No había diferencia en el paisaje, pero atrás quedaba un pasado que se apagaba y delante sólo había un futuro donde no brillaba el sol que ya prometía la primavera.
Hidalgo se arrodilló. Hundió las manos en la tierra, sintió que escapaba de entre sus dedos como la arena que, de niño, había pugnado por acariciar en la playa. Cerró el puño, sintió cómo aquel corazón mineral se le pegaba a la palma, se besó los dedos y después alzó la mano al cielo, en gesto dolorido de despedida. Quiso murmurar, "Salud, España", pero las dos palabras no lograron rebasar el muro de tensión que le apretaba la garganta. Rebuscó en la guerrera y sacó una bolsita de cuero donde alguna vez había guardado tabaco y las cartas que la mujer le enviaba al frente. Ahora la mujer estaba aquí, a su lado. La sangre de alguna herida había estropeado las palabras secretas que contenían aquellas cartas. Con ternura, como quien guarda un tesoro, porque un tesoro era, virtió poco a poco la tierra en la bolsa. Esto no podrían quitárselo. Al menos un poquito de España lo acompañaría.
Entregó el máuser, enseñó los papeles a los gendarmes. Si se sorprendieron de que hablara francés como ellos lo hablaban, no dieron muestras de ello. Ni siquiera los miraron a la cara.
Todavía no habían andado media docena de pasos en aquel otro país distinto cuando la niña volvió a llorar. Esta vez, ni siquiera la leche materna logró calmarla.
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