Que Osamu Tezuka fue uno de los genios más grandes que ha dado la historia de la historieta, comparable a gigantes como Segar, McCay, Foster, Caniff, Eisner o Hergé es algo que desconocíamos en este país aunque, a los que ya peinamos canas, nos fascinara en nuestra lejana infancia alguna adaptación al dibujo animado de su obra ("Simba el león blanco", por ejemplo).
Porque hasta hace una media docena de años Tezuka era un absoluto desconocido tanto para los lectores de historietas como para esos otros que, queriendo a posta y absurdamente diferenciar lo que no puede ser diferenciado, se empeñaron (y aún se empeñan) en hacerse creer a sí mismos que no es igual cómic que manga. Uno de los misterios de esto de editar tebeos es por qué, cuando la primera invasión del tebeo japonés en este país (e imagino que en otros) se empezó por la basurilla, habiendo tantísimo donde elegir, y tardaran tanto tiempo en llegar las obras maestras absolutas, que las hubo desde siempre. Y las hizo, también desde siempre, el señor Tezuka.
Si no han leído ustedes títulos como Fénix, Buda o Adolf, sepan que han dejado pasar algunos de los mejores libros que se han publicado jamás en la historieta. Porque (dejando aparte el caso de Fénix, mal recopilado en su formato cuando sus historias auto-conclusivas daban para haberlo hecho en tomos), lo más interesante de lo mucho interesante que tienen estos tres ejemplos de la obra ingente y casi imposible de Tezuka es que se han publicado como libros. O sea, tochos de trescientas y pico páginas y varios volúmenes de colección, nada de tebeítos de veinte. Eso que salimos ganando, por una vez, con respecto a su publicación en su país de origen.
Si en Buda Tezuka contaba, de manera muy sui generis, la historia del joven Siddartha y en Fénix se valía de la fantasía y la ciencia ficción para diseccionar al ser humano o en Adolf era capaz, a través de tres personajes llamados Adolf, de hacernos una hermosísima reflexión sobre el poder y la guerra, ahora nos llega otra obra del mismo calado: El árbol que da sombra, en japonés y para los entendidos Hidamari no ki, literalmente, según nos dicen, "el árbol en la solana", una historia que Planeta de Agostini publicará en ocho tomos (vamos aún por el segundo) y donde Tezuka se vale de su enorme capacidad de narrador para contarnos, entre otras muchas cosas, la historia de la modernización de su país y el trauma que supuso pasar del shogunato a la apertura a occidente a mediados del siglo diecinueve.
Tezuka nos cuenta la historia de su bisabuelo, Ryôan Tezuka médico como fue él, un joven algo tarambana que siente debilidad por las mujeres y está a favor de la "medicina holandesa" (es decir, la medicina occidental), y del imaginario samurái Manjirô Ibuya, apasionado y mala pata, espadachín pobre al servicio de los grandes señores que van a venirse a menos y enamorado, como el propio Tezuka, de la misma mujer. Entre rivalidades y honores, el retrato de una época y la alegoría del título que aquí hemos perdido, aunque se empeñen en explicarlo: Ese árbol a la solana es el propio shogunato, fuerte por fuera pero podrido y seco por dentro, y condenado a la muerte. Quizá habría sido más sencillo traducir la obra como "El árbol al sol" (como los franceses, una de cuyas portadas tienen ustedes ahí arribita a la derecha), o "El árbol podrido" o "El árbol hueco", pero la poca sutileza en las traducciones del japonés son algo a lo que por desgracia nos tienen acostumbrados (recordemos el absurdo de "El almanaque de mi padre" cuando "El velatorio de mi padre" tiene más fuerza y aclara mejor de qué va ese genial tebeo que ya tardan en reeditar en un solo tomo). No sé cómo hablarán los personajes en la versión original (o la francesa) pero a veces chocan expresiones muy de aquí (¡un samurai diciendo "olé"!) que podrían haberse limado un poquito: no todo el mundo tiene que hablar como nos han hecho creer durante décadas que hablan los superhéroes adolescentes.
De lectura absorbente, lleno de datos que fascinan (y con unas notas a pie de página o de viñeta que, de puro chiquititas, no se ven: quizá sería mejor poner todas las notas al final, señores), El árbol que da sombra sorprende de continuo por esa enorme capacidad de Tezuka de amar a sus personajes y hacer que el lector los ame inmediatamente, y de comprender a los villanos (que los hay, claro), y de pasar sin solución de continuidad, como por arte de magia, del humor más descacharrante a la tragedia más absoluta. Una obra maestra más, ya les digo. Me muerdo las uñas deseando ver cómo encajan estos dos personajes, médico y samurai, enemigos jurados y en el fondo amigos del alma, todos los cambios que se les van a venir encima con la guerra civil encubierta entre los partidarios del shogun y los del emperador, mientras las naves negras de los americanos, o sea, el futuro de ellos, el futuro de todos, esperan en la bahía a que se abran las líneas de comercio.
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