En una noche que, por lo demás, no tiene ni tuvo nunca nada de particular, donde además te acaban de llamar para darte una mala noticia, y todas las cadenas son la misma cadena repetida, calcada de otros años y con los mismos refritos, los mismos videoclips, los mismos repasos catastrofistas, los mismos modernos estúpidos, los mismos humoristas sin gracia, los mismos anuncios de todas las noches, sólo que más largos, cuando en el fondo uno lo que está deseando es que fuera un día normal para poderte ir a la cama a la hora que Dios manda, con tu buen libro y tu edredón de semiestreno, conectan con la Puerta del Sol, como siempre, y allí como siempre está el bueno de Ramón García, con su carita de Peter Parker entrado en la cuarentena, y su capa española, y el reloj al fondo, y a su derecha, que es nuestra izquierda (y me parece que también, en el fondo, la izquierda de él, cosas mías), aparece Anne. O sea, la Igartuburu. O sea, corazón de corazones. Alta, rubia, de ojos azules donde, cachis, alguien le ha colocado mal el rimmel o la pestaña postiza o lo que fuera y la pobre parece bizquear, pero no importa. En este año de cincuentenario del Capitán Trueno, bueno es que empiece con Anne Igartuburu, es decir, lo más parecido que tendremos nunca a Sigrid de Thule, y está Anne hermosísima, como hermosa es, con otra capa española que (lo siento, Ramontxu) le sienta muchísimo mejor que al propio Ramón, que debe ser, junto con mi tocayo Raphael y el Duque de Lugo el único que la usa ya (y conste que a mí me gustaría, oigan) y vestida, por así decirlo, con un algo transparentón que parece una mezcla de ambas majas goyescas, arabescos en la parte de proa, cinturón rojo de seda y, cáspita, nos frotamos los ojos, tan transparente por la parte de la peluquera que, sí, nos aseguramos bien, se le ve el hilo del tanga y, más que del tanga, allá en la mismísima diana, larguen los cabos de proa, el paño blanquísimo, inmaculado, ni siquiera insinuante, pues se le ve todito, de su muleta.
Y ya no hubo campanas ni hubo buenos deseos ni hubo borrachuzos con pancartas saludando a mamá (vi que unos eran de Cadi), y ya no hubo champán ni hubo uvas ni hubo anuncios de Iberdrola ni de McDonald´s, sólo la figura de Anne, preciosa, exhuberante, congelada de frío, entre sedas de colores y aquel faro blanco, blanquísimo y puro entre las piernas.
La mejor manera, creo, de empezar el año. Gracias, Anne. De corazón. Guapa.
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