Lo más triste del caso es que unos humoristas (por llamarlos de alguna manera) no hayan leído ni aprendido nada de Mafalda, a quien todo arrancarrisas que se precie tendría que valorar como catecismo indispensable. Mafalda, lo recuerdan ustedes, es esa niñita porteña de seis años que dibujó el gran Quino y que quería ser de mayor intérprete de la ONU para que cuando los embajadores se pelearan traducir todo lo contrario, y conseguir así que estos se entendieran mejor y hubiera paz de una buena vez en el mundo. Ingenuidad loable que, visto lo visto, parece que no sólo era factible, sino que, usada al revés, puede causar el caos opuesto.
En la ética de gresca de patio de colegio en la que nos están metiendo a la fuerza y sin nuestro consentimiento, ya lo que nos faltaba era, vueltos a la más tosca infancia y las fases bucogenitales, recurrir a lo que hacíamos de niños cuando nos instalaban por primera vez el teléfono en casa y estábamos solos: llamar al azar a cualquiera y hacerles creer que éramos de una emisora de radio y engañar a nuestro interlocutor (que solía ser un ama de casa apurada con los mandaos y el almuerzo) diciendo que les había tocado un premio. No sabíamos, claro, que se nos debía notar la voz y que, además de la pérdida de tiempo conjunta, éramos nosotros mismos quienes pagábamos la factura a la compañía telefónica.
La gracieta sin gracia de estos días atrás es, magnificada, aquella broma torpe y tonta, una chiquillería que hace que quien la gasta quede como un idiota y quien la recibe se moleste y con razón. Lo de menos es ya, a estas alturas, que se demuestre una vez más un claro desprecio hacia un presidente extranjero recién elegido en las urnas (porque ya sabemos que al nuestro –y también de ellos—se la tienen jurada y al paso que van sólo les queda decir aquello de “te esperamos en la calle que te vamos a partir la cara”), lo malo es que esa factura telefónica y política la pagamos todos nosotros, o sea, los españoles, nos haga gracia o no la bromita de marras.
Convendrán ustedes conmigo que, con la que está cayendo con la más que preocupante ley de control audiovisual catalán, la metedura de pata de esos “humoristas” resentidos es de libro de récords, a menos que sea una vez más un movimiento calculado para luego poder ir por la vida de Jerry Lewis en aquella película que nunca llegó a estrenarse (“El día que el payaso lloró”) donde un humorista judío era enviado a un campo de concentración por haberse atrevido a imitar a Adolf Hitler.
Ahora que se acercan los Santos Inocentes no estaría mal recordar que la gracia de una broma, aunque sea de mal gusto, es que cuando se termina esa broma se hace caer en la cuenta de la quedada a la víctima, cosa que aquí no se ha hecho y por eso se ha formado el taco, en tanto que la víctima ni sabía de que iba la cosa ni pudo ver nunca la cara de su interlocutor, que estaría partiéndose de risa en la cabina haciéndose guiños con el señor de cara de lápiz. Cuando desde Miami le hicieron algo parecido al dictador Castro, éste fue al final muy consciente de que lo habían humillado en público (“mariconsón”, decía, recuerden), y hasta cuando las moscas cojoneras de los programas televisivos tipo Caiga con Caiga acosan y molestan a la clase política, y hasta en los programas de cámara oculta, se sabe cuándo termina la broma y el embromado, qué remedio, acaba por poner sonrisa de circunstancias y otorgar el perdón, ese sentimiento cristiano con el que también deberían comulgar los jefes de los humoristas en cuestión y aprovechar las fechas navideñas en las que estamos para anunciar la buena nueva.
Porque imaginen ustedes por un momento que, envalentonados, ahora a cualquiera que sea discípulo del gran Pedrito Ruiz le da por llamar a George Bush, a Jacques Chirac, a Tony Blair, a Don Silvio, e imitando la voz del rey o del presidente del gobierno o del seleccionador nacional insulta, veja, declara rotos compromisos, negociaciones, pactos, acuerdos, leyes. Imaginen que un gracioso con conexión telefónica y sin escrúpulos morales tiene en sus manos la paz del mundo. Delirante.
Abandonada ya casi definitivamente la idea de que nuestra clase política se corte un poco y recupere la cordura, el respeto y la indispensable consciencia de lo que es el fair play democrático, apelábamos aquí mismo hace una semana a la responsabilidad de los periodistas. Quién nos iba a decir que habría que acabar apelando también a la responsabilidad de los payasos.
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