Ya que hablábamos un poco más abajo de cómo son los niños, como adulto que una vez fue uno (y que en el fondo, para qué vamos a engañarnos, en muchos aspectos lo sigue siendo), siempre me queda la duda de qué piensan realmente los críos de nuestras manías, nuestras idiosincracias, nuestros absurdos y nuestros desastres cotidianos. Que vamos a dejarles un mundo peor que el que nos dejaron a nosotros parece, ay, casi tan seguro como que ellos tampoco serán capaces de arreglar un poco el partidito y airear la casa común, pero esa es otra historia.
Manolo Ruiz Torres (ya saben ustedes, entre otras cosas, en La Voz, los martes de mis lunes) debió haberse hecho también la misma pregunta, qué clase de monstruo deformado y deformante ven en nosotros los críos que educamos (o directamente malcriamos), y metido en la piel y a las teclas de un niño de diez años llamado Fara (de Farabundo, imaginen ustedes de qué pie cojean los padres) nos hace un retrato irónico, esperpéntico, desopilante y sobre todo absolutamente veraz y divertido de esa pequeñoburguesía progre y provinciana a la que en el fondo pertenecemos.
Con el título de Fara, se ha publicado estos días la novela por parte de RD Editores (Sevilla). Ya tienen ustedes un buen autorregalo si necesitan una excusa.
Con premiso de Manolo, un fragmento del capítulo 5, "La Marabunta" (otro fragmento pueden leerlo aquí para ir abriendo boca). Habla Fara:
En el salón confluían unos y otros. Me tenían harto. Hambriento, aburrido y harto. En el equipo de música sonaba, todo lo exagerado que permitía mi padre cuando se daba cuenta, un compacto de salsa cubana, que se quitó enseguida porque María no pudo asegurar si la salsa era cubana-cubana o venía de Miami. Aunque bailar, se baila lo mismo. Y. para los que no bailan, alguien descubrió con regocijo el lote de videos porno de Serenella, que mi padre esconde en el altillo de los empotrados. Como si yo no supiera usar una escalera. Y cambiaron la película tunecina que veían por un juicio sumarísimo a Serenella. A cara de perro.
Ese era el panorama. Nuestra primera gran fiesta en el piso nuevo y caro degeneró en un zoco callejero. De un ruido insoportable. Acabaron con las botellas de Ribera del Duero, con el vino añejo de guisar, con el Moscatel del postre. Cuando no quedó ni un vaso, se pasaron al trago largo, sin que eso indicase que dejaban de esperar la pata, que se asaba en el horno. Así estábamos. Esperando la pata entre los chillidos de las cochinitas, las risotadas de los hooligans clavando dardos en la pared, los aborígenes australianos, el cortacésped, los gemidos de Gisela, la salsa-salsa, los polvos en estéreo de Serenella, Quiriaco vomitando en la bañera, los grititos de "sabrosón, qué rico guaracha" de los que bailan y un par de discusiones, a voces, una sobre la poca consideración social a los profesores y la otra sobre estrellas del porno y feminismo. A veces, los grupos se cruzan y se traen coletillas de una discusión a otra, lo que no hace más que exacerbar los ánimos: "...La situación es siempre la misma: él siempre tiene ganas, y tú, por satisfacerlo, también debes tener ganas cada vez que él quiera. Él llega y te toma. Y tú, encima, agradecida de que te follen. Es una ideología repugnante", dice por ejemplo una de ellas, mientras sale del grupo porno y entra en el de dignidades. Le contestan: "Repugnante es que tú vayas con ese talante a recibir a un padre de alumno. Así cómo vamos a exigir respeto". Y, claro, se lía. La discusión entra de lleno en lo personal, que es lo peor que puede ocurrir en una fiesta.
Como esta gente, en algún momento de su vida, han estado todos liados unos con otros, hay que ser muy prudente para no herir susceptibilidades. Cuando se traspasa el umbral de lo personal, ya no hay regreso. Todo es cuesta abajo. Dice la que se equivocó de grupo: "Tú que me estas llamando, ¿puta?. ¿A mí me vas a dar lecciones de respeto?. Bien que te las arreglaste para acostarte con Remigio en el CEP de Huelva. Los dos mosquitos muertos decían que iban al curso de adaptación a la Reforma y no salieron del hostal en toda la semana. Que todo se sabe. Pero yo lo planté. Nada más llegar le dije: los cuernos se los pones a otra". Remigio, que ahora sale con Reina, puso cara de llevar malas cartas en su juego. A saber si su Reina sabía algo de eso. O si acababa de anunciarle un nuevo curso por los CEP de Úbeda.
A medida que el tono subía, ya de pelea abierta, aparecían nuevos nombres, fechas, citas. Las parejas se subían al carro de las acusaciones directas y, por salvar al compañero/a daban nuevos nombres. Aquello podría haber sido una refriega general pero, por fortuna, muchos/as de los aludidos/as seguían bailando o tirando dardos como si nada, ajenos a la enlodada puesta en común de la pandilla, sin enterarse de lo que les esperaba al llegar a casa. Los menos, cogidos en medio de la mierda, se fueron gritándose el divorcio a la cara. No sé si llegaron a las manos esa noche.
Ajeno a todo, a las once y media en punto de la noche, sacó el pobre Antonio la pata de cerdo a la mesa. No estaba la cosa para refinamientos. No los disculpo. Ni porque estuvieran borrachos ni por las ganas de que un escándalo les tapara las vergüenzas, les perdono la cochinada que hicieron. Le arrebataron la pata al pobre Antonio, que se disponía a trincharla y, agarrada por un paño de cocina, no sé si limpio, empezaron a comérsela a mordiscos. Con gran fiesta, se la pasaban de unos a otras. Le daban un bocado, que procuraban grande, en plena molla de carne ensangrentada, como la deja mi padre, que él dice que a quien le gusta de verdad la carne, la come poco hecha. A mí me gusta poco hecha, vuelta y vuelta, pero en una mesa bien puesta y con cubiertos de carne, con mangos de madera y el cuchillo aserrado. No probé la pata. Antes muerto de hambre, como le dije a María.
La pata circulaba por toda la casa. Se la llevaban al estudio, a mi cuarto, a la puerta cerrada del de mis padres, al balcón, al cuarto de baño. Cuando alguien conseguía arrebatársela a quien la llevara, la mordía y se enfrentaba a los demás por defenderla. Si podía, la volvía a morder. Pero era raro que alguien la tuviera tanto tiempo. Los barbudos añadieron el juego de dardos al de comerse la pata. Intentan ensartar la pata, convertida en diana móvil. Todos se la pasan ahora con más rapidez, les quema en las manos, arriesgándose a que los hooligans borrachos les salten un ojo por defender un trozo de carne. La pata se les cae al suelo varias veces, pero la recogen igual y le dan el mordisco. Un asco. Así se divierte la pandilla: peleándose entre ellos. Después se preguntará María a quién habrá salido su Fara.
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