Tuvo que soltárselo al chaval, y a bocajarro. Pero además era verdad. Le tocaban los cojones, mucho-mucho. Pasaba siempre. No había festival ni feria ni salón de la historieta (porque él siempre decía “la historieta”, no “el cómic”, ni “los cómics”, ni mucho menos “los tebeos”) sin que se le acercara uno de ellos, con sus páginas torpes que jamás serían impresas o sus páginas no menos torpes que ya alguien había impreso, desperdicio de tinta, de lápices y de árboles. Todos tenían los mismos trazos repetidos, ecos del eco del reflejo de un reflejo, copiones de maestros que desconocían y a los que, además, no serían capaces de acercarse nunca. Como el de ayer. Se le escapó la respuesta, posiblemente, pero fue incontrolable. El muchacho timorato, y un supuesto aprendiz de guionista que parecía creer que le estaba perdonando la vida a él, a él, nada menos. Y la muestra de las páginas de costumbre, hombres alados de proporciones torcidas, botas de caña donde no se distinguía el pie derecho del pie izquierdo, músculos inexistentes, máscaras que recordaban a tantas otras máscaras. Visto mil veces. Nada original en aquellos originales. Y por supuesto la pregunta de rigor, si tenía algún consejo que darle. Entonces él, saboreando el momento, mirándolo por encima de las gafas, le contestó con la respuesta que se le cruzó por la cabeza: “¿Quieres que te mienta o que te sea sincero?”. Y el chaval tragó saliva, y hasta hizo el amago de dar un paso atrás, pero se creyó valiente y decidió que no, que le dijera la verdad, que fuese sincero. Y ahí entonces pudo algo dentro de él, y le soltó la frase: “A ti no tengo ningún consejo que darte”.
El aprendiz de guionista se hinchó de orgullo, interpretando naturalmente que las páginas debían a sus consejos el brillo que malinterpretaban ambos. Y el dibujante suspiró, con sonrisa feliz. Fue entonces cuando él no pudo contenerse, y se explicó. “Yo puedo darle consejos a Brian Hitch, a Carlos Pacheco, a Arthur Adams o a Pascual Ferry. Pero a ti no, chaval. A ti no hay consejo que pueda servirte de algo”.
Los dejó allí a los dos, reflexionando, como si en el desprecio de sus palabras se ocultara toda una filosofía zen. Palurdos. Seguro que todavía no habían entendido lo que les había querido decir. Seguro que todavía interpretaban que les había hecho un halago. Así iba el mundo de la historieta. Si los aspirantes a artistas eran incapaces de advertir que tenían dos manos izquierdas, e incluso así tenían legiones de mocosos que los seguían, ¿qué iba a ser del medio, si no se distinguía a un autor completo de un simple emborronador de páginas?
Era un mundo cada vez más lejano, el de los grandes autores, el de los grandes títulos. Si pocos recién llegados lo recordaban ya a él, ¿quién recordaba ya a los maestros de los maestros? ¿Dónde estaba el culto debido a Caniff, a McCay, a Foster, a Raymond, a Segar? ¿Quién veía más allá de los deleznables títulos que se publicaban mes a mes, llenos de viñetas enormes donde apenas se contaba lo que antes ocupaban cuatro páginas? ¿Qué futuro le esperaba al medio si se olvidaba su pasado, si se reinventaba cada pocos años, alterándola, su historia?
En ocasiones le dolía el peso de su propia trayectoria. Le dolía también la espalda, después de tantos años encorvado ante el tablero. Y los dedos. Y las dioptrías se le disparaban. Dicen que Hal Foster quedó inválido porque sus caderas no pudieron soportar tantas décadas sentado día a día creando su obra magna. Quizá lo mismo le iba a pasar a él. Aunque en ocasiones, como hoy, cuando se enfrentaba a la ingenuidad de aquellos que creían tener por delante un futuro, como aquel chaval de las páginas deleznables, se le antojaba que él mismo no había tenido jamás un pasado. Más de treinta años dibujando historietas y, no, no podía sentirse satisfecho de su obra. Porque no tenía ninguna. Porque pese a sus sueños y sus ínfulas de artista jamás había podido expresar en un original lo que llevaba dentro, o lo que creía llevar, como aquel crío. Todo lo demás era simple fortuna, capacidad para el dibujo, no talento. Malos momentos eran estos para hacer exámenes de conciencia.
Llegó a casa y repasó sus dibujos, sus libros de historietas, todo aquello donde se había volcado durante tres décadas. ¿Eso era todo? ¿Aquí podía cifrarse su evolución, su estilo, su maestría, su pasado? ¿Cuántos chavales habrían dejado las pestañas en estas páginas, intentando vanamente parecérsele? ¿Cuántos habían conseguido acercarse siquiera a su trazo? Quizá él había hecho lo mismo, cuando era joven, cuando intentaba aprender de sus maestros.
Hoy, sin embargo, su propia obra no le satisfacía. Quizá, comparado con todos aquellos grandes nombres, su trabajo era igual de ineficaz que las páginas que le había mostrado aquel muchacho.
Recuperó los viejos títulos amarillentos de los estantes más transitados, cubriéndose las manos y la camisa de lepismas y polvo. Hojeó los viejos títulos de su infancia, los grandes dibujos que se marcaron a fuego en su corazón. Y fue pasando página a página, enternecido, dolido, apesadumbrado. Porque todas las viñetas, y quizás por su culpa, todas, estaban ya en blanco.
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