Dicen que sin mover un músculo de la cara (los otros, ya lo saben ustedes, los movió y los lució a base de bien en diversos certámenes de Mister Universo y en el cine de palomitas y explosiones), el gobernador de California, el de apellido imposible de teclear sin equivocarse, decidió no utilizar hace una semana la medida de gracia que podía haber salvado de la inyección letal a un hombre (inocente o culpable, da lo mismo: un ser humano). O sea, lo que todos esperaban y alguno hasta deseaba. Protegerse las espaldas (que las tiene bien anchas, el andoba) y asegurarse reelecciones, carreras hacia hipotéticos puestos administrativos más altos o, simplemente, deseos de puntillosismo legal (sería cruel asumir que ha llevado su personaje de exterminador cinematográfico a la realidad).
Aquí, naturalmente, nos llevamos las manos a la cabeza... quienes nos las llevamos. Porque nuestra Constitución, ahora tan en peligro, como dicen, hace ya veintisiete añitos que abolió la pena de muerte. En buena hora. La prensa y las teles se hacen eco de la falta de piedad de allí el forzudo, y todos lamentamos, cachis, la ejecución del prisionero (parece que si alguien se merecía la medida de gracia, era precisamente este hombre), levantando una polvareda de indignación que nos podría parecer ajena, en tanto sucede en un país que no es el nuestro y a un personaje que será mediático en su país de origen (me refiero al reo) pero no en el nuestro.
Pero hete aquí que el día anterior nos asesinan a un taxista en Bilbao, y la noticia, en vez de condenar tan execrable acto, se centra en la reacción virulenta de los compañeros y amigos del asesinado. Y las cámaras muestran con todo lujo de detalles en la imagen y en el sonido cómo la policía autónoma vasca tiene que proteger al presunto asesino de lo que no es sino un intento de linchamiento popular, otros taxistas enfurecidos gritando y maldiciendo e intentando romper los cordones policiales de escudos y fusiles, mientras se oye muy clarísimamente a alguno diciéndole a un ertxaina: “¿Por qué no se puede? ¿Porque tú lo dices? ¿Por conveniencia?”, refiriéndose a eso, a que le dejen a él, o a ellos, al asesino en sus manos.
Se me dirá que las imágenes son objetivas y hablan por sí solas. No hablaban. La moda ahora en los informativos televisivos es colocarle el micro a cualquiera, y ese cualquiera aprovecha el momento para insistir, ante las cámaras, ante los espectadores indefensos, ante los niños, que le dejen a él, o a ellos, resolver el asunto y darle la del pulpo al asesino: matar a quien ha matado, sin juicios, sin retrasos, la filosofía inmediata del McDonalds a la calle. Esto, que no tendría más importancia que la de un calentón provocado por la histeria colectiva, se magnifica, se repite una y otra vez en los telediarios, mañana, tarde, noche, amanecer del día siguiente. Y como los presentadores todo lo dicen sonriendo, desde el gordo de la lotería a la noticia de un tsunami, lo que al final parece que se está haciendo (insisto, parece) es potenciar este tipo de actitudes revanchistas, ridículas, ilegales. Como si fueran la norma. Como si fueran lo lógico. Como si fueran lo deseable y justo. El show por el show. Equiparar la vida a ese otro engendro, el Gran Hermano. No se está denunciando el horror de que una turba de gente sin control se tome la (in)justicia por su mano, sino que se está mostrando una situación anómala como si fuera lo más normal del mundo, dando después segundos televisivos (el tiempo en la tele es oro) para que incluso se justifique y se potencie esa actitud. Los exaltados ocupan tiempo para soltar sus burradas, pero nadie explica a la audiencia, ni los presentadores, ni la policía, ni los abogados, ni los jueces, que no sólo están cometiendo ellos un delito, sino que se está haciendo apología del mismo al ponerles delante la alcachofa con el anagrama y el numerito de la cadena.
La pena de muerte es un error. Imitar al viejo oeste y aplicar la ley de Lynch, por mucho que duela y por muy cercano que sea un asesinato, un horror. Y comunicar lo que no es norma a los cuatro vientos, como si fuera una actitud honorable, una muestra de irresponsabilidad que hasta tendría que ser punible. En los tribunales.
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