Lo mismo le daba haberse perdío dos veces en la autopista, en la SE-30, la desviación pa Huelva y los pinos del coto despidiendo a las carretas. La mare que parió al demonio, con la de sitios pa comprá muebles que había en Chiclana, a Patricia Plastilina se le había metido en el coco que no, que lo más chic y lo más in y lo más de todos los mases estaba en Ikea, que por extraño que pareciera no era el nombre de una marca de helaos, sino una tienda de eso, de muebles prefabricaos que venía de Suecia, de Estocolmo, o de uno de esos países de ahí arriba, o sea, como hacer iglús con bloques de hielo pero con cachos de madera prensá. Pobre Polanco (el de los muebles, no el de la tele) que iba a tener que acabar vendiendo el solar y dedicándose a otra cosa, como si lo viera. Porque la competencia de la mano de obra extranjera, o sea, de las marcas esas que te emprestan para que las explotes y al final te explotan a ti y te cobran como si fueran de la mafia, es bestial, que se lo digan al Barril que no pudo con el Mardonals y al restaurante aquel gallego de la gallega de las tetas gordas del paseo marítimo, que ahora era un burgenking que te llenaba to la playa en verano de un pestazo insoportable a ketchup y a patatas recalantadas.
Po güeno, lo de Ikea. Que la niña quería cambiar las estanterías del salón, que con tanto deuvedé y tanto disco y tanto libro ya no le cabía na de na, y allá que convenció a Torre para que fuera con ella al supermercao ese de la madera. Y como no podía ser menos, al final cuando ya Torre había hablado con Antoñín el del reparto de cocacolas pa que le dejara la furgoneta esa nueva que tenía, resulta que Patricia se pilla una de esas gripes tontas que ahora hay, que te dejan tol cuerpo baldao venga a irte de bareta y a echar la pota y a meterte en la cama con un bocadillo de termalgil y una cataplasma como la de los tebeos antiguos en la cabeza. Y como Antoñín el del reparto necesitaba la furgoneta al día siguiente, allá que le tocó a Torre, joé, ir solo solano hasta más allá de Sevilla, porque tampoco era esperar a que por fin dentro de tres o cuatro años pusieran el Ikea de los kohones en Jerez de la Frontera (y digo yo, ¿qué frontera hay en Jerez? ), que por lo visto le había dado el tocomocho al final a la propuesta del alcalde del Puerto, que estaba además ahora metío en mil fregaos y hasta le habían prohibido que fuera alcalde para siempre jamás, aunque el tío decía que no lo echaban del despacho ni la guardia mora que entrara.
El Badodo se escaqueó también, faltaba más, y allí que tuvo que ir Torre por el caminito, perdiéndose cada vez que la autopista se desviaba, pero por fin llegó y, la leche que mamate, aquello parecía una verbena. Como un domingo de navidad en el Hipercor o el Makro (joé, ahora tó se escribía con k, como los niños esos de los grafitis), pero a lo bestia y con muebles na más. Con lo cerquita que estaba Polanco, y lo ordenaíto, y si no Muebles Pedregal, o muebles Peralta. Bueno, muebles Peralta no, que después pasaba lo que pasaba.
Era como entrar en un museo, pero oliendo a madera y a barniz. Venga chorraditas la mar de monas, restauranes de comida rápida, hasta sitios pa que los niños no dieran la murga y dejaran a los padres endeudarse para los restos. El carrito, una pala enorme, como la de Makro, y venga ascensores que ni de hospital. Y allí estaba él, buscando las estanterías entre muebles de salón, armarios roperos, camas japonesas y cocinas de mónteselo usted mismo, o sea, como hacerse una gallarda pero con plebo, cojones, si todo el mundo hiciera lo mismo, un poner, si to quisqui se dedicara a montarse él solito la cocina, el cuarto de baño alicatao hasta el techo, los muebles de la salita o, peor todavía, hacerse pieza a pieza el coche y operarse las cataratas o los juanetes, seguro que pagábamos menos impuestos, pero anda que no nos iba a salir la broma barata.
Total, que allí encontró las estanterías. Desmontadas, claro. Una cosa enorme, pero enorme de verdad, de tablones pegaos unos con otros, recubiertos de plástico de ese transparente pero gordo gordo, que si fueran un condón no te corrías en la vida, y en medio de una especie de pirámide, como si fueran los tarros de aceite del anuncio: cualquiera era capaz de coger de allí un juego y pasarlo al carrito. Y los trabajadores de la empresa, mucho uniforme y mucha chapita en el pecho, pero cada uno a su bola, como los árbitros de furbo cuando miran pa otro lao cuando le hacen un penalti al Cadi. O te ponías verde y rompías la camisa como La Masa, o allí no había quien tuviera güebos pa coger la morterá de madera. Y menos mal que había un cartelito, mu mono puesto, en una plaquita negra: Pa comprar este producto, llame al encargao. Y un timbre, venga. Y Torre llamó al timbre y al ratito vino el encargao, y le dijo Torre que quería llevarse una de aquellas estanterías pa montarla, y el encargao le dijo que sí, que esas eran, que cogiera una.
De piedra pómez se quedó Torre. Pero vamoavé, hombre de mi alma, le intentó razonar, mientras el puño derecho se le cerraba solo y le empezaba a picar la oreja izquierda, que ya sé que está aquí, y que tengo que coger una, pero que no puedo, cojones míos, que se me va a caer la pirámide en tol coco, que no puedo sacar una de las estanterías porque se me va a desplomar el chiringuito encima y entonces vamos a liarla. Y el nota, más tranquilo que un testigo de Jehová con la camisita de mangas cortas y su plaquita en el pecho, como si la peli no fuera con él: Que sí, que vale, pero que ellos no podían coger el material. Que lo hiciera Torre. Y Torre venga a sentir el tic en el puño derecho, amoavé, que no me puedo meter ahí dentro para sacar los plebos, que me los traigo a todos encima, no vayamos a tener una desgracia.
Po ná. Quince minutos discutiendo con el nota, hasta que Torre le dijo que trajera al encargao del encargao, o sea, al tonto útil que está por encima del tonto inútil que suelen poner en todas partes, y en encargao del encargao, que tenía el pelo al cepillo y cara de oficinista y gafas de pasta negra de las que ya no se llevan, le dijo que es que el estilo de la casa era ese, que para que todo saliera más barato ni se montaban los muebles ni se sacaban de donde estaban. Y Torre, ya con una comezón en las dos manos que estaba loco por darle dos mascás a quien pasara, le dijo que vale, que ya sabía que lo tenía que montar el solo, pero joé, que cómo sacaba de allí la estantería de los cojones, si había que ser Sansón, y en todo caso para otra vez no pusieran las cosas de esa manera, que parecía un castillo de naipes y el ruido lo iban a escuchar en la Conchinchina.
No tuvo Torre que pedir que le trajeran al jefazo del encargao del encargao, que posiblemente sería el suegro de alguno de ellos. Como si le hicieran un favor, el encargao (porque el otro, más listo, ni levantó una ceja) se metió debajo del montón de maderas, tiró un poquito pa él, y le dejó el mueble pa montar sacao veinte centímetros o así del montón, lo justo para que Torre, tirando tirando, y con los huevos de corbata, pudiera pasarlos al carrito, no sin antes decirle que el ascensor de la izquierda estaba estropeao y que pasara al del fondo.
Fácil de decirlo, pero anda que no era difícil ir empujando o tirando el carrito, que además el mueble se rozaba con todas partes, amenazaba con caerse, aplastarle la cabeza a un crío que se había escapado de la guardería. Si ya de por sí los carritos de los hiper tienen más malage que Jordi Hurtado, este era igual, pero a lo bestia. Por fin llegó Torre al ascensor del fondo, lo llamó, tuvo que esperar a que bajara y subiera dos veces, porque estaba empetao de otros desgraciaos con otros carritos llenos de muebles por montar, y cuando por fin se metió, le dio al botón para bajar a las cajas con el codo y estirando mucho la mano, y llegó a la planta baja, no tuvo cojones de ser capaz de sacar el carrito de allí dentro, porque hacía escalón y por más que empujara, nada, la ley de la gravedad, la ley de fugas, el mierda de ascensor o lo que fuera que nada, ni pa ti ni pa mí, empujaba y la rueda no remontaba el escalón, con lo que pasaba aquello, y cada dos por tres, zas, la puerta que intentaba cerrarse y ñaca, se pegaba el trompazo contra el carrito y la madera y rebotaba y otra vez a intentar cerrarse. Y por más que Torre pidiera auxilio (porque ya ni siquiera era pedir ayuda), los otros encargaos que lo veían allí, a punto de morir aplastado por el peso del carrito y del mueble, a su bola, como si la cosa no fuera con ellos, que no iba: la mandanga que tienen los convenios colectivos, joder, que como no esté to especificao y con pluses por peligrosidad y alevosía, allí no había quien te echara una mano. Menos mal que al cabo de un rato llegó una parejita de recién casaos (o de recién preñada por lo menos), y como querían coger el ascensor, no tuvieron más remedio que ayudar a Torre tirando él y dirigiendo ella, y por fin pudo salir del ascensor, cagarse en las castas por lo bajini del primer encargao con el que se cruzó camino de las cajas, pagar el dineral que costaba aquello (¿pero no decían que estaba tirao de precio, Dios mío de mi alma?), y venga a empujar llegó a la furgoneta, aunque antes tuvo que esperar a que diera marcha atrás un Renault Clío para dejarle paso, porque él le dijo muy claro al conductor que patrás, con aquel peso que llevaba en el carrito, ni jarto coles.
Ya sabía que le iba a costar un riñón y parte del otro meter la estantería en la furgoneta. Lo que no esperaba era que no cupiera o cupiese, así que al final tuvo que desmontar los asientos de atrás, que eran abatibles, y el asiento de delante, que lo mismo (menudos polvos tenía que echar allí Antoñito el de la Coca Cola, oye), y cuando ya se disponía a meter el maderamen a bordo, se pilló por banda a un encargao que por allí pasaba, más despistao que un penitente en Siberia, y como vio que estaba el hombre intentando echarse un cigarrito (porque dentro del Ikea, claro, no podría) y se le había cambiao la cara porque el paquete estaba más vacío que el cerebro de Carod Rovira, aprovechó la collá, se hizo el ángel de la guardia, le ofreció un Marlboro y le dio fuego, y todavía el otro no había aspirado el humo (que debía tener el hombre un mono del copón), cuando le dijo que si le echaba un cable, y claro, ya al chaval le dio corte y no tuvo más cojones que tragar. Aun así, fue difícil pasar el mueble al interior de la furgoneta.
Más difícil todavía, sacarlo en Cadi, cuando llegó Torre seis horas más tarde, porque se salió dos veces mal de la autopista y acabó primero en El Puerto y luego camino de Rota. Las kastas de Ikea. Y lo peor de todo, que cuando dos semanas después se pusieron Patricia y él a montar la estantería de los cojones, les sobraban piezas por todas partes. Y mientras tanto Basilio, el ebanista, haciendo barquitos con cerillos porque ya no le encargaba ningún chapú nadie.
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Categorías: Historias de Torre