Dios santo, ya ha empezado. El pistoletazo. La locura. El acelerón. A por ellos.
La Navidad, quiero decir. O, más bien, todo lo que viene adornando la Navidad hasta hacer que la Navidad sea nada más que eso: prisas, carreras, muchos coches mal aparcados, todavía muchos más coches deseando aparcar donde no se cabe, familias enteras copando los restaurantes de comida más-o-menos-rápida que otros días andan contando musarañas o rellenando bonolotos, abueletes a los que no sacan a pasear más que en estas fechas a pique de que se pillen un resfriado gordo y luego tengamos un disgusto con la herencia, niños berreantes que se dedican una y otra vez a perder el globito en lo alto del hiper y asustando a los gorriones que viven allí, sobre las vigas de la sección de arroces, millones de señoritas de buen ver y mejor palpar ofreciéndote el oro y el moro por una oferta de teléfonos móviles, o una tarjeta que te lo paga todo, o televisores de plasma, o dividíes que graban, o antenas de esas para la tele digital donde vamos a ver dentro de nada la misma mierda de tele que vemos ahora, pero sin agüílla. Los cines llenos de gente que nunca va al cine y, por lo mismo no sabe ni le interesa saber cómo hay que comportarse en los cines y se levantan de continuo y se mueven igual que si estuvieran en casa. Paquetones que rebosan los carritos de la compra, que si de ordinario van más escorados a la derecha que don Mariano ya estos días es el acabóse; patas de jamón, aunque sea jamón del de Bertín, asomando por encima de la barra de conducir y amenazando siempre con saltarle un ojo a quien no va atento (¿cuántos comensales tendría invitado el tipo que vi ayer, que llevaba cuatro jamones como las orquestas llevan los instrumentos de cuerda?). Por no mencionar el pestor continuo de miles de perfumes en los pasillos del centro comercial donde menos te lo esperas, despistado como vas observando lo bien que se maquillan las señoritas que están por la labor de vender las promociones especiales, y zas, de pronto acabas como Mister Bean, asfixiadito entre el eau de primptemps y el yenesecuá de laire de Depardieu.
Ríanse ustedes de Indiana Jones a la búsqueda del Santo Grial: como a la nena de la casa se le antoje la muñeca de moda, tendrán ustedes encima una misión imposible que ni Tom Cruise con máscara de látex, porque otro de los misterios incomprensibles de esto del consumismo navideño es que de pronto el juguete de moda no se encuentra por mundo Dios, porque vuela que ni eté con la bicicleta, y hay que recorrerse todos y cada uno de los centros comerciales, hipers, jugueterías de la Bahía y hasta tiendas de Internet para ver si lo localiza uno, con la pega de que o no lo encontrará en la vida o acabará con dos o tres, porque suele dedicarse a la búsqueda a toda la familia, el que primero la vea lo pone él. Menos mal que eso es algo que se viene solucionando desde que todos llevamos el móvil a cuestas. Quién nos iba a decir a nosotros que íbamos a acabar viviendo en el futuro.
Y en medio de todo, el feliz descaro por los altavoces anunciando las ofertas de juguetes, el compre hoy y pague dentro de tres meses, los papás y las mamás que pagan los Reyes en caja delante de unos churrumbeles que, en su santa inopia, ni se dan cuenta del tocomocho con el que se compra a partes alícuotas su cariño y su felicidad. Uno envidia esa sana ilusión que ya ha perdido, como adulto, aunque en realidad llega a la conclusión de que los críos son más listos de lo que los progenitores imaginan y, aunque no conozcan la quinta enmienda esa de los juicios de las películas americanas, callan lo que saben para no tirar piedras contra su propio tejado, seguir recibiendo regalos y mantener a su vez la ilusión de los padres.
Porque la verdad es que, cada vez que llega diciembre, lo nuestro con las compras de Navidad y las prisas y las comilonas y los boicots a productos españoles es más de psiquiatra. Novelería que hemos convertido en tradición. Puro absurdo que encima seremos capaces de superar en cuantito lleguen las rebajas de enero.
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