Y del exceso. Tres horas siete minutos de película, me parece a mí, son demasiadas horas y demasiados minutos para la película que se cuenta. O sea, la historia de amor fou entre monstruo y bella. O sea, el terror infantil y la poesía adulta. O sea, el tren eléctrico más caro del mundo que el amigo Peter Jackson se da el gustazo de dirigir ahora, como otros lo han hecho después de la versión original (y más mejor de todas), directamente o con monos sosias. Porque King Kong es un poco de todos nosotros, por supuesto, y cada uno de nosotros, como con todos los grandes mitos y todos los grandes iconos, tiene su visión propia. Lástima que la de Peter Jackson (tres horas y siete minutos, oigan) sea tan mimética... a la versión original y su misma obra reciente.
Con un montón de planos descartados de un documental para gorilas, mucha ingenuidad y sin duda con un montón de chamba, allá por 1933 (y ya ha llovido), Merian Cooper, Edgar Wallace y Ernest Schoedsak crearon una leyenda del cine que ha enternecido, entretenido, asustado y hasta excitado a generaciones de espectadores. Sin memoria histórica. Sin pretensiones. Con unos efectos especiales que hoy se hacen en un jardín de infancia. Pero capaces de grabarse en la memoria.
Se nos cuenta ahora exactamente la misma historia, cuya anécdota es más bien mínima, como ustedes saben: excursión a lo desconocido, muralla en la jungla, bella secuestrada, mono grandote, aventuras selváticas, mono capturado, vuelta a la civilización, mono que se rebela, ratatatatá en lo alto del edificio más alto de entonces. Jackson la cuenta con memoria histórica: el principio-principio y el final (ese Nueva York de la Depresión) son sin duda lo mejor, pero pronto la historia se agota en sí misma y Jackson se empeña en dotar de características psicológicas (ustedes me entienden) a todos y cada uno de los tripulantes del Venture, el barco que debió perder el capitán Katanga en una partida de póker. El humor es torpe, los diálogos sentimentaloides, la música suena a Tierra Media en todo momento y la fotografía pasa del pastel a la sobreexposición. Y la gramática cinematográfica de aquí el amigo sigue demostrando que es, me temo, poco más que un director de primeros planos. Ni en televisión se abusa tanto de lo mismo. Plano general del barco, cara de ella. Plano general del barco, cara de él. Ad infinitum.
Lo divertido empieza cuando llegan a la Isla Calavera y se encuentran con los orcos. Así, talmente, como lo oyen. ¿El problema? Que esa tribu de gente de piel de asfalto y ojos claros da muchísimo más miedo que todo lo que después nos vamos a encontrar en el interior de la muralla.
Y nos encontramos, claro, a Andy Serkis haciendo de King Kong. Pero, ay, el ansia de fanboy de Peter Jackson lo lleva a rescatar aquellas escenas que se perdieron del rodaje original o no llegaron a rodarse siquiera, y de pronto nos convierte la isla en una pre-sucursal de Parque Jurásico (con el detalle, eso sí, de que los dinosaurios no responden a como los imaginamos ahora, sino que son bastante más bestiales), lo cual puede quedar muy chuli en pantalla, pero me temo que eso rebaja la gracia de King Kong como elemento distorsionador de la realidad a la que los expedicionarios y el espectador pertenecen. Al contrario de los superhéroes, King Kong tiene que saberse único, no parte de una Disneylandia desquiciada. Porque de desquicie y desbarre son las escenas que siguen, una tras otra: el intento de rizar el rizo lleva a momentos absolutamente ridículos: la estampida de los brontosaurios (donde además se nota que los efectos especiales son muy muy chungos), el continuo caer y recaer en cuevas de arañas, ciempiés, orugas, murciélagos (creo que sólo les faltó la planta carnívora), la increíble batalla a cuatro entre Kong y los T-Rex (donde a Kong sólo le falta girar en el aire como Trinity), y la estúpida escena de la telaraña de lianas donde Ann va cayendo de boca en boca como si le tocara tirar los dados. Momentos tontos, superfluos, inflados, que suspenden de continuo la credulidad del espectador y llegan a provocar la risa, cuando la pelea entre Kong y el último dinosaurio se resuelve con maestría y eficacia, sin necesidad de recurrir al famoso "mirad lo que sabemos hacer" tan en boga en los encargados de efectos especiales de hoy.
La relación entre Kong y Ann, por otro lado, no logra transmitir, pese a los muchos esfuerzos, esa idea entre ingenua y absurda que todos conocemos. Aquí Kong (que de pronto parece olvidar su supuesto canibalismo) se ve menos enamorado de la chica que ésta de él. Hay una especie de síndrome de Estocolmo de la bella hacia la bestia que roza el ridículo, en tanto que Jackson sin diálogos (y a veces con ellos) no es capaz de contar con claridad qué está pasando, si ella está simplemente agradecida, si va muy salida o si es tonta. El reconocimiento a las fiestas navideñas y la escenita de baile sobre hielo en Central Park entre abetos iluminados (y una chica Freixenet que parece que nunca tiene frío) es otro de esos momentos de rubor que hacen que la película naufrague en momentos puntuales. Luego, afortunadamente (y a pesar de que se hace demasiado larga con tanta caída y tanta escalera y tanto ahora te salvo ahora te caes pero vuelvo a salvarte, nena) llega la escena del Empire Estate y Jackson se da el gustazo de poner imágenes a aquella ilustración de Frank Frazetta y vemos cómo los biplanos se cargan al mono pero pagan su precio, y además la cámara juega estupendamente con el vértigo del lugar.
Hay cosas que chirrían un tanto: queda fuera de sitio la burla al actor Bruce Baxter en el teatro al final, cuando el personaje se ha redimido antes haciendo de Han Solo anti-arácnido; por muy bien que escriba comedias (que da la impresión de que no), es absurdo que Adrien Brody diga aquello de "hay que sacarlo de aquí" y consiga que el gorila lo persiga por medio Nueva York venga a destruir cosas. El momento de epifanía de Ann en lo alto del Empire (cuando Kong imita el lenguaje de la gorila Koko y ella parece comprender lo que le está diciendo: "Precioso") llega demasiado tarde en la relación de ambos (es el momento en que ella tendría que entender la infatuation del animal hacia ella, pero como aquí la infatuation parece que es a la inversa, pues da lo mismo) , y es quizá lo que ha llevado a los dobladores a cambiar el sentido de la frase de cierre por "Fue la belleza lo que mató a la bestia", que convendrán conmigo no pega ni con cola.
Lo mejor, la jungla sacada directamente de los tebeos de Burne Hogarth, Andy Serkis haciendo no de gorila, sino de Popeye el marino con su ojo tuerto y todo. Y, por supuesto, la línea de diálogo homenaje a Fay Wray, que no puede participar en la película de Carl Denham porque está rodando ya otra película... para la RKO y con Merian Cooper.
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