Miedo me da, pero que verdadero pánico, oigan, que de aquí a cuatro o cinco años mis hijos, niños aún, se conviertan en adolescentes del montón como parece que están destinados a ser tantísimos adolescentes, tardonoctámbulos que si no malinterpretan aquello del carpe diem es porque, simplemente, ni siquiera saben lo que el carpe diem significa. Pero más miedo me da todavía que yo esté predestinado a convertirme en un optimista convencido de la inocencia y la pureza absoluta y cuasi-beatífica de mis hijos, de las amistades y las actividades de madrugada de mis hijos, como parece que le ocurre a tantísimos padres de adolescentes de ahora. O sea, experimentar en carne propia a estas alturas el síndrome del avestruz, tan opuesto a la edad del pavo, y negarme a ver la realidad y sus peligros por el sencillo y poco comprometedor subterfugio de hundir la cabeza en la arena y esperar a que pase el chaparrón… a ver si hay suerte y pasa pronto.
Hace apenas un año nos sorprendió la noticia del apuñalamiento de un chaval y ahora nos encontramos con otro más, casi en el mismo lugar, por razones tan peregrinas como aquella vez. Y con asombro leemos que se estima que el inicio al mundo de las drogas de cualquier tipo se da antes, prácticamente cuando aún se nota la infancia en el dobladillo echado a los pantalones. No llegaron a funcionar las patrullas policiales de barrio y ahora tenemos a los agentes en la puerta de los colegios, convertidos en jefes de estudios de uniforme y galones, controlando quién llega tarde a clase y quién se escaquea. Hemos convertido en un problema de orden público el mochuelo que ya hace tiempo se viene cargando injustamente a la escuela, y a mí me sigue pareciendo que por donde hay que empezar a reparar el andamiaje es en la familia. Pero las familias, ay, prefieren no saber a saber que lo que hay les quitaría el sueño, y me temo que no estén por la labor de, tan avanzada ya la película, reconducir un poco la situación.
Hablen ustedes, o analícense si están en esa situación, con cualquier padre-madre y verán cómo ninguno reconoce que no duerme las noches de fin de semana (y lo triste es que a veces hasta puede que sea verdad, que duerman a pierna suelta) cuando sus retoños andan de movida. Todos sus hijos, naturalmente, son bellísimas personas que jamás han roto un plato, y es posible que lo sean, por fortuna, en su gran mayoría. Pero todavía me gustaría que alguien me explicara qué necesidad hay de que un niño o una niña de quince años esté en la calle hasta las cuatro de la mañana, y que vuelvan a veces en el estado en que muchos vuelven, sin que nadie en casa parezca echarle cuenta o prefiera no darse cuenta. No sólo estamos acortando cada vez más las edades de la infancia, sino que además potenciamos que la chavalería viva por su cuenta y manera, a contraflecha. Nos lavamos las manos de lo que hacen y lo que les hacen, y nos escandalizamos fariseicamente cuando es demasiado tarde.
Es difícil ponerle en cascabel al gato, porque en estas cosas, jóvenes y padres actúan como Fuenteovejuna y diferenciarse es señalarse. Pero no basta confiar en la buena voluntad y la providencia y esperar que los chavales vuelvan sanos y salvos a casa. Alguien tiene que dar el primer paso. Las AMPAS deberían estar para algo más que para salir a la calle en manifestación contra las leyes de educación: tienen que participar también en la educación más básica, la educación civil, la educación familiar, la educación en unos valores que preconizan pero no cumplen. Va a ser difícil, claro, pero no imposible. Y hay que empezar a predicar con el ejemplo: al fenómeno del botellón nocturno adolescente veo que empieza a imitarlo otro botellón familiar de plazoleta, cerveza y muchas pipas los domingos a mediodía, quizá secuelas de la juventud demasiado rápidamente consumida, quizás pura inconsciencia paterna.
Luego querremos que otros nos saquen las castañas del fuego, buscar cabezas de turco, cuando somos los padres quienes tendríamos que sacar de una vez la cabeza de la arena. No basta con que nuestros hijos sean buenas personas. Esto es como conducir: puedes ser el mejor conductor del mundo, educado y respetuoso con las normas de tráfico. Lo malo es que nunca sabes qué tarado puede venirte en dirección contraria. Por eso hay que redoblar la prudencia.
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