Nos sorprende lo que está pasando en Francia, como si fuera nuevo, cuando en realidad es tan antiguo como la misma historia. Echa uno la vista atrás y de sopetón recuerda que la lejana rebelión de Espartaco y sus esclavos contra la todopoderosa Roma fue lo mismo. La propia Francia, la República tan sobrada de grandeur, debe su existencia a un levantamiento equivalente, aunque apoltronados todos en la ética y la estética de palabras bonitas quiera olvidarse que el hambre y la miseria ni siquiera necesitan ideologías para hacer patente su presencia y su repulsa.
La historia se escribe desde perspectivas aparentemente superadas, como si fuera cosa de otros, y por eso ahora nos escandalizamos de que en nuestra sociedad democrática y cuasi-perfecta existan bolsas de miseria que, llegado el momento, revientan y dicen basta. Pero cualquier revolución tiene su origen en causas similares, y los disturbios nocturnos de París y las demás ciudades galas (ya europeas) suponen una bofetada doble tanto a quienes se ufanan de las conquistas neoliberales, esos que reducen la existencia a una carrera de ratas, como a la izquierda de toda la vida, ésa que ha crecido mitificando otras algaradas callejeras como pudiera haber sido el mayo del 68. El aldabonazo a nuestras conciencias es fuerte, un mazazo poderoso: a unos, los miles de coches quemados y los jóvenes (e imagino que no tan jóvenes) que saltan a la noche como vampiros anti-sistema, lo que se les está echando en cara es que la revolución tan cacareada no termina nunca, o que no termina en ellos y unos pocos: hay que llevar el estado de bienestar a todos los pueblos, a todas las culturas y todas las etnias; a los otros se les recuerda que no podemos basar nuestra sociedad todavía en la cicatera explotación del hombre por el hombre, que no podemos pasar de continuo el caramelo de nuestra búsqueda del lujo a costa de la miseria de los vecinos. Aquí nos salvamos todos o no se salva nadie. Aquí nos preocupamos por repartir bien las cartas o cualquiera será capaz, en cualquier momento, de romper la baraja.
En el enfrentamiento entre los poderosos y los que nada tienen, quien paga el pato es la sufrida clase media, ese colchón de aire entre unos y otros que, a fuerza de unos y otros, puede acabar desinflándose y desapareciendo. Líbrenos Dios entonces de una sociedad polarizada absolutamente entre ricos y menesterosos. El caldo de cultivo de las ideologías extremas (suponiendo, una vez más, que no exista una ideología orquestada, ni una religión, detrás de esta rebelión nocturna) en esa clase media nos acecha de nuevo. Si nos creíamos que la democracia era algo asentado y seguro, sucesos como estos nos abren los ojos: la democracia es un camino, no una meta.
El hecho de que, ahora, en Francia, Bélgica o Grecia sean los hijos o nietos de emigrantes quienes destruyen a falta de posibilidades de participar en la construcción de la sociedad no tendría que desviar la atención del tema. No se trata, me parece, de una cuestión de racismo ni de inmigración (¿cuántas generaciones de franceses –o de españoles— tienen que nacer para que uno sea reconocido como francés… o como español?), sino de valores sociales, de no forzar demasiado la máquina, de contar con la base de la pirámide y no ignorarla. Uno tiembla nada más pensar que también nuestros propios hijos puedan hacer lo mismo, por necesidad o por puro ocio, en cuanto sean conscientes de que la nocturnidad del estupor pasota en el que se mueven puede también aplicarse a reventar el sistema.
Está pasando en Francia, pero hace unos pocos años pasó también en Estados Unidos, y puede repetirse en cualquier lugar, mientras se tengan brazos ociosos y se deje a la deriva de sí mismos a unos ciudadanos que en teoría, según las leyes, no se diferencian de cualquier otro ciudadano. Al lema de “Libertad, igualdad, fraternidad”, hace tiempo que se superpone aquella dura denuncia de George Orwell: “Todos los animales son iguales… pero algunos son más iguales que otros”.
Duele comprobar que todavía existe Espartaco. Duele aún más saberse enfrente de Espartaco, ser el malo de la película, y tener la sospecha de que la solución a estos conflictos pasa por cubrir las carreteras de cruces donde orear al sol nuestras propias creencias destrozadas por la cuchillada del pragmatismo. O sea, la pescadilla que crea la cola de la barbarie.
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