Ya dice el tango que veinte años no son nada: habría que ver si treinta sí lo son. Les escribo aquí adelantándome al artículo que tendría que escribir allá el domingo, pero como voy a estar por las Alemanias alemanas, les cuento ahora cómo recuerdo que éramos (o era yo) hace la friolera de treinta años.
Y hacía frío, eso lo recuerdo bien. Y ya en septiembre o en octubre, mi amigo Miguelito, de quien les he hablado por aquí en alguna ocasión, con eso de que estaba enterado de todo porque en casa escuchaban, imagino, Radio París o Radio Pirenaica, me dio el toque de que se estaba muriendo. Y yo, que era jovencito (dieciséis años, quién los pillara) me quedé, mientras íbamos los dos a buscar nuestros tebeos de cada sábado, con ese nudo en la boca del estómago que se nos quedó a casi todos, entre el miedo-miedo y la esperanza de un futuro que ni siquiera podíamos imaginar.
Todo nos lo daban con cuentagotas: la música, la lectura, el tímido sexo, la apertura. No sé si en Cuéntame lo andan contando, pero todavía no teníamos barba aunque ya atisbábamos un futuro de trencas (curioso que la semana pasada a mi hijo Daniel le compráramos una trenca; yo no recuerdo haber tenido nunca ninguna). Y nos movíamos todos entre la impaciencia y el desamparo, porque sin duda duele que todo cambie alrededor no sin avisarnos (era muy viejo) sino sin darnos idea de lo que podía venirnos de sopetón.
Era jueves. Muy temprano por la mañana. Creo que yo tenía un examen de matemáticas. Al cruzar el patio de mi casa (que, como ya he dicho en alguna parte, era particular y cuando llovía y se mojaba se quedaba hecho un asco) una vecina, asomada llorosa a la ventana, casi como un retrato de Velázquez, un atisbo de ser humano, me siseó y me indicó con la mano que no me tomara la molestia de ir al cole: Franco se había muerto. Subí las escaleras, encendimos la tele en blanco y negro y nos dio tiempo (o la memoria me falla, lo repitieron tantas veces) de escuchar el discurso babeante de Arias Navarro. Parecía que en vez de un octogenario se le había muerto un chavea de quince años.
Entonces la prosopopeya de los presentadores de la tele era manifiesta (y no digamos la del No-Do), y durante unos días nos bombardearon con frituras y refrituras, con capillas ardientes y con reposiciones del documental "Franco, ese hombre". Creo que en casa no me dejaron salir a la calle (hubo amigos que sí salieron, más espabilados que yo, y brindaron en el bar Tadeo con moscatel de Chiclana: de ahí salió la frase falsa del verso verdadero: "Aquí hace falta una paloma o un disparo"). Al día siguiente, viernes, sí pude dar una vueltecita por Cádiz (o sea, por el casco antiguo), más que nada por ver el ambiente de silencio y sobrecogimiento (no creo que el Gólgota fuera diferente, oigan) y leer los titulares repetidos de los periódicos. No llegaron tebeos esa semana.
Fue, ya digo, un tiempo de esperanza y de miedo. Nos esperaba la primavera, más tiempos de esperanzas, más tiempos de miedo. Vinieron cambios y se blanqueó el sepulcro. Sólo de vez en cuando, ya, tal día como el domingo, se levanta la veda del grito y el estandarte: lo que pasó, pasó.
Hoy parece que queda muy atrás, pero quizá no esté tan lejos. O será que cada veinte de noviembre nos llega todavía un pálpito de temor, y con la que está cayendo entre la torpeza de unos y las arrogancias de otros, siempre nos quede el resquemor de que cada aniversario parezca una reválida.
Pero ha llovido, gracias a Dios. Ha llovido (estoy escuchando ahora a Pablo Guerrero) a cántaros. Estábamos hechos de nubes y no nos pudo atar ya nadie. Las puertas están abiertas y nos puede dar la gana de sentarnos bajo cualquier estatua.
Comentarios (56)
Categorías: Reflexiones