Uno tenía ganas de ir a Madrid al teatro-teatro, o sea, nada de musicales, sino teatro de verdad. Y aprovechó la collá del centenario de don Miguel Mihura y allá que consiguió este año que fuéramos no sólo a ver el musical de Mecano que ya les he repasado un par de artículos más abajo, sino el nuevo montaje que se está haciendo estos días (en el Teatro Príncipe) de Tres sombreros de copa, por aquello de que, además, es uno de los libros que los chavales tenían o tendrán que leer en segundo de bachillerato (o sea, su año que viene).
Que Mihura fue un genio parece que es de perogrullo. Que por genio fue adelantado a su tiempo y, por tanto, incomprendido, también. En esta comedia concreta, estrenada veinte años más tarde de su escritura, y revisitada ahora, casi setenta años después, uno ve muy claro que sí, que don Miguel era un genio, y que se adelantó como sólo se adelantan los grandes, y que inventó el teatro del absurdo mucho antes que a nadie se le ocurriera llevar el absurdo a los teatros... y de paso hizo crítica social (que entonces no sé, pero ahora se entiende divinamente), ideó a los Hermanos Marx en una habitación de hotel de provincias y, de rondón, casi con recochineo y a posteriori, nos dio a todos en la cara porque él sí fue capaz de permanecer solterón y sin compromiso ni remordimientos cuando todos nosotros, más o menos, hemos pasado por el aro de Dionisio y aquí andamos, comiendo un huevo frito para desayunar, charlando las tardes de domingo con viejecitos centenarios, sin hacer castillos ni volcanes en la arena de la playa y olvidando que una vez fuimos bohemios aunque no lo supiéramos.
Sin alterar el texto (que es de lectura difícil pero de contemplación absorbente), Gustavo Pérez Puig lleva de nuevo a los escenarios una obra que debe saberse al dedillo, y sin embargo los actores son capaces de sacarle jugo a esa situación desopilante (¿es un sueño?) donde un pobre infeliz de veintisiete años pasa su última noche en capilla, como un reo, a la espera de que lleguen las siete de la mañana y vaya a casarse con la hija rica y más bien fea de uno de los próceres del pueblo, sin saber que en la habitación de al lado espera una troupe de negros de betún, bailarinas y mujeres barbudas que le pondrán, en el segundo acto, la habitación patas arriba y, ya en el tercero, toda su visión del mundo.
Angeles Martín, monísima ella como siempre toda, encarna con gracia a Paula, la chica descarriada de buen corazón, pero es Cipriano Lodosa quien borda su papel de apocado Dionisio, estrafalario pero digno con su pijama negro y su voz atiplada, incapaz el hombre de darse cuenta, hasta que es demasiado tarde, de lo bonito que es tener sueños.
Dicen que Mihura escribió esta comedia cuando tuvo que guardar reposo inmovilizado en cama muchos meses. Y, desde luego, los sonidos, las puertas que se abren y se cierran, el mundo que se adivina más allá de la habitación (las tres lucecitas del puerto, la vaca que se come la montaña, el muelle, la playa, la plaza) se antoja una ensoñación de quien está atado, como Dionisio, sin poder ser nunca Antonionni.
La denuncia social a las convenciones sociales queda clara en ese odioso señor que encarna José Luis Coll, en ese cazador fatuo y falso que tiene conejos comprados y ni siquiera sabe que los conejos se cazan y no se pescan (además, rizando el rizo, los animales son de peluche), en ese militar que renuncia a las medallas por las caricias furtivas de una flapper.
No sé si mis chavales esperaban un final feliz, pero Mihura es mucho más inteligente que eso y hace que la noche de locura exacerbada vuelva, con el amanecer, a la vida de locura dominada. Dionisio tal vez pase el resto de su vida suspirando por Paula, pero Paula ya viene de vuelta de ese sueño y sabe que volverá a repetirlo en otro pueblo, en otro puerto.
Ya les digo: hace sesenta años la obra pareció tan estrambótica que los amigos actores de Mihura se echaron atrás y no quisieron estrenarla. Hoy, sin embargo, se entiende perfectamente y uno se sabe en parte Dionisio en parte odioso señor y en parte Paula.
Es lo que tienen los genios: están de vuelta cuando uno ni siquiera ha echado a andar. Lo bueno es que a veces nos esperan en algún recodo del camino.
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