A caballo entre la nostalgia y el auto-homenaje, la historia (personal y colectiva) revisitada y corregida, o cuanto menos justificada. También los modernos se hacen viejos y todos necesitamos mirar atrás y exaltar lo que de bueno hubo (si lo hubo) en nuestras vivencias, y si se hace con ABBA o con Queen, está claro que también podría hacerse con los grupos que promovieron la fugaz movida madrileña o con Mecano.
Sí, me dirán ustedes si estuvieron allí (yo no estuve, los miraba desde enfrente), es pelín exagerado identificar (o centrar) Mecano con movida, cuando parece así de entrada que muchos de sus planteamientos estéticos y vitales están o estuvieron en otra onda (a fin de cuentas, los Mecano fueron -o nos parecieron- los niños más claramente pro-sistema, y quizá a ello se deba su supervivencia), pero también es lícito que, si uno quiere recordar aquellos años y estuvo allí, tire de lo que tiene a mano e ilustre con sus propias canciones la ensoñación de esa década.
Es el peligro que corre el musical, por otro lado: no llega a ser un recital-versión de Mecano, y tampoco logra ser un repaso equilibrado a los ochenta (en tanto que en los ochenta hubo muchas más canciones y muchas más estéticas que las de Mecano), con lo cual se puede descontentar tanto al público que espera lo primero como al que tiene perspectiva de lo segundo. Pero uno ya sabe que los ochenta no fueron así, ni como los recuerdan ni como los recuerdo, y vale esta revisitación al momento... primera revisitación (o segunda, si incluimos la fallida serie de televisión "Los ochenta"), como quizá ninguna época histórica, desde el recuerdo y el sentimiento, logra serlo.
No es una historia de Mecano, lo cual es quizás de agradecer: son las canciones de Mecano (muchas canciones de Mecano) las que sirven de hilo conductor de un argumento que en ningún momento escapa del tópico: chicos de provincias que llegan al Madrid de 1981, chicos de provincias que tienen el sueño de crear un grupo de música, chicos de provincias que se encuentran de sopetón metidos en un mundo anarca y casi surreal, chicos de provincias que logran un pelotazo musical y se vuelven número uno y que, poco a poco (bueno, también de sopetón, que para eso el teatro es como es), empiezan a tener sus diferencias creativas que los llevarán a trabajar en solitario, a tener más que serios escarceos con las drogas y, desde las drogas, a la marginación, la autodestrucción, o el sida. Nada nuevo: dicen que de verdad fue así.
Dividido en dos actos, el musical triunfa clamorosamente como tal: las canciones son pegadizas como ya sabíamos, las versiones de estos muchachos que no estuvieron allí son lo suficientemente respetuosas con las originales y a la vez lo suficientemente personales como para resultar atrayentes (sí, las canciones de Mecano funcionan sin la voz de Ana Torroja, oigan), las coreografías son atrevidas e impactantes (y beben de fuentes tan dispares como el Drácula de Coppola, el Circo del Sol o el Thriller de Michael Jackson); el sonido es magnífico, la iluminación portentosa. El público se rinde inmediatamente a la explosión del montaje.
Pero todo el larguísimo primer acto cuenta con uno de los textos más pobres que uno haya tenido la desgracia de ver nunca: situaciones escatológicas, chabacaneo continuo, una dirección de actores pésima, demasiados personajes en escena que, siendo adolescentes aún, se comportan como adolescentes de cualquier teatro colegial, con gesticulaciones propias de cuarteto carnavalesco, carreritas por el escenario, diálogos chuscos. En ocasiones, parece que se está reviviendo nada menos que los sketches de Los Payasos de la Tele, en versión musico-narcótica. A veces, las canciones parecen un poco metidas con calzador y amenazan con desviar la ¿trama? que no existe en todo el primer acto ("Mujer contra mujer", por ejemplo, en esa parte; "Cruz de Navajas", en la segunda).
Después de dos horas de dislates, felaciones, porculeadas, personajes muy primarios que se meten en seguida al público en el bolsillo ("El Chacas", que arranca de las pelis de Rocío Durcal y se acerca al Neng), la cosa se centra por fin en un segundo acto soberbio, donde la historia de la adicción a las drogas de Colate y el estrellato mal asumido de Mario y su relación amorosa imposible con María estiliza a la perfección el repaso a la época, desnudando de (d)efectos escénicos la trama y consiguiendo un drama casi griego en ocasiones. A la obra (tres horas veinte minutos aproximados, descanso excluido) le sobran sus buenos tres cuartos de hora, pero en la primera parte.
Chocan algunas cositas (por lo menos para los que no estuvimos allí pero veíamos los toros desde la barrera): se pasa demasiado de puntillas por el 23-F (como si estuviera allí porque hay que mencionarlo); extraña una cazadora con Naranjito si la obra se centra en 1981; por lo mismo, choca la alusión a ET, el extraterrestre, que es también un año posterior; si el uniforme de la policía armada es el de la época, el del soldado de infantería no lo es (en aquella época se usaba boina); apostarse veinticinco pesetas en 1981 parece algo ridículo; el vestuario, sobre todo en la primera parte, no corresponde al de la época (una de las más horteras que uno recuerda), mientras que el aspecto físico de los personajes principales, con tatús en los antebrazos y perillita sublabial tampoco encaja con los afeites y floripondios a los que tan dados eran ciertos elementos. A veces el vestuario exagera la caricatura (el peinado punki de Guillermo) y se queda corto en el apunte naturalista. Se nota que los actores no estuvieron en aquellos tiempos, lo que parece algo más imperdonable es que ni el director ni el guionista se acuerden de lo que estaban haciendo.
Con maldad, había quien se preguntaba cuándo iba a aparecer por allí Tom Cruise.
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