No sé si por la carga literaria que trae encima, o por ese mismo día de difuntos que nos espera mañana (aunque cada vez más lo celebramos --no commemoramos-- anoche), noviembre se me antoja el mes más triste, más largo, más blanco del calendario. Hay meses que tienen la alegría marcada en los días: febrero, porque es breve y carnavalero; mayo, porque trae luz y ferias y anuncia que el verano está a la vuelta de la hoja; junio, porque compensa el cansancio del carrerón final con ver la meta; los meses de verano, porque son meses de verano; septiembre, porque hasta del verano se cansa uno y es, de verdad, cuando empieza el año en estos tiempos que corren; enero, porque nos vende la moto de ilusiones y cambios que nunca se producen, y porque entre resaca de fiestas y preparación de otras fiestas por venir, se pasa en un plisplás, y además nos meten de cebo las rebajas, porque si no sería también insoportable; diciembre, porque entre el puente acuedíctico (que este año no será, ay, imbéciles de quienes nos administran por decreto) y las vacaciones, también se hace cortito y trae siempre ese olor indefinible a nostalgia e infancia; octubre, porque tiene colores de oro y un algo de titán prometeico; marzo, porque parece una repetición más larga y mejor hecha de febrero, aunque suele hacerse largo en ocasiones, pero siempre cuenta a su favor que ya anuncia la claridad de las tardes. Abril es otro mes algo insoportable, porque cuando viene entero es largo como noviembre y además es indeciso en temperaturas y meteoros. Pero el más insufrible de todos los meses del año es, ya les digo, este mes de noviembre.
Es largo, vacío de fiestas desde el primer día, revestido de abrigos que muchas veces necesitamos de un amanecer para otro, de sopetón, traicionero, un escollo en el almanaque que hay que salvar a toda costa hasta que asome diciembre. En los sitios de frío, porque hace frío. En los sitios donde ese frío se esquiva, porque uno acaba harto de prórrogas del verano. Un mes que ya huele a cadáver desde el principio y que sigue oliendo a cadáver tres semanas más tarde, un mes sin luces donde la naturaleza se emboza y la tarde se convierte en noche cuando aún no nos ha dado tiempo de digerir el almuerzo y que te sorprende con una carcajada helada cuando sales de trabajar y ves que ya está oscuro.
No me gusta noviembre: hasta las revoluciones se avergonzaron de él y escaparon a un mes antes. Por eso no me extraña que los grandes emporios comerciales quieran saltárselo a la torera y estén anunciando, desde hoy mismo, los regalos que tendremos que comprar por fuerza en navidades.
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