Mucho me temo que, pese a lo que digamos, la lluvia sólo hace ya felices a los niños y a Gene Kelly, y según se pase o no de caudalosa, a los agricultores que tanto dependen de que venga o no venga o de que lo haga a tiempo o a destiempo. En las ciudades (hasta en las ciudades tamaño bollicao, como la nuestra), la lluvia se recibe con alegría y alivio... durante aproximadamente tres minutos quince segundos.
Porque, claro, la sequía es espantosa, y la perspectiva de tener que ducharnos con burbujitas de casera blanca sobre el cuerpo es pelín repulsiva (aunque a veces hayamos estado a punto de llegar a eso), pero asoma la lluvia, que salva y remoja y limpia y desinfecta y nos da de beber y nos permite comer y lavarnos y respirar mejor y todos los todos que ustedes quieran, y en el momento en que nos calan los zapatos, se nos empañan las gafas, se nos cuela por las goteras de la casa o los huecos mal cerrados del coche, nos hace cosquillitas no precisamente agradables por dentro de unos pantalones que de pronto nos damos cuenta de que son de entretiempo y ya no sirven, y se nos pone la piel entera pegajosa y erizada y picajosa (por no hablar de lo sedoso que nos deja el pelo)… pues eso mismo, que a nivel intelectual el agradecimiento a la lluvia es una cosa. A nivel emotivo, puramente subjetivo, de comodones que somos, otra muy pero que muy distinta.
La lluvia tiene, como cualquier suegra o cualquier amigo plasta, el don de la inoportunidad. Se carga los puentes (los del calendario, me refiero, aunque a veces también los otros) justo cuando tú tenías pensado irte de merendola o de picnic o querías celebrar en la azotea de algún amiguete aquella barbacoa (civilizada) que quedó pendiente del verano. Te fastidia los viajes, la Semana Santa, los carnavales y otras fiestas de guardar, acatarra a los abuelos y a los niños, hace un mucho la puñeta a los reumáticos, cae siempre-siempre (pero puntual como ella sola) a la hora de entrada y salida de los colegios. Y luego, como pasa en Cádiz, trae de la manita un coleguita puñetero que hace que no te sirvan para nada los paraguas: me refiero al viento. La que tienen montada entre los dos, lluvia y viento, sí que es una estrategia infalible de acoso y derribo.
Y, para colmo, siempre es sorpresiva. Llevamos año y pico mirando al cielo, y rezándole a los santos (pero sin sacarlos en procesión, si es que nos hemos vuelto demasiado agnósticos) y de pronto empieza el chaparrón. Y aunque sean cuatro gotas, ya la tenemos liada. Porque el tráfico se colapsa, los semáforos se declaran en huelga de luces fundidas, las calles se tornan aún más resbaladizas que de ordinario (posiblemente por causa de esos ordinarios que dejan sus detritos en cualquier rinconcito), las alcantarillas se revientan y entonces todo se anega, y hay que llamar a los bomberos, y todos llegamos tarde al trabajo o al colegio, y los amables policías locales se enfadan muchísimo venga a tocar el pito con todas sus fuerzas, echando el bofe, sin que la gente que conduce y tiene mala cara (y escucha a lo mejor el reggaetón a toda pastilla en la discoteca con ruedas) les haga puñetero caso.
Ya digo: nos pasamos la vida deseando que llueva y al final la lluvia es un incordio. Nadie tiene la previsión de desatascar previamente los pocillos, ni de comprobar si los registros de la luz eléctrica están lo suficientemente aislados, ni se les ocurre revisar, después de tanto tiempo de calor y tantas patadas nocturnas de borrachuzos incívicos, el estado de árboles y farolas, que siempre alguno se cae: menudo bollo tengo todavía en la ceja izquierda de mi coche.
Bienvenida seas, hermana lluvia. Que lo de estos días no sea casual. Quédate unas semanitas y vuelve cuando quieras. Aunque uno comprenda, cada vez más, por qué la vieja de la rima infantil no saliera de su cueva cuando tú haces acto de presencia.
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