El cine es el cine y el teatro es el teatro (y la tele, la tele, por si no quedaba claro). Cuando se lleva una obra a la pantalla, se le suele acusar de "airear" la trama, o sea, de sacar a los personajes a pasear, de cambiar el emplazamiento de las escenas, y hasta de inventarse otras ad hoc, por aquello de que no parezca que los personajes están encerrados en una caja. A veces se hace la mar de mal, a veces se hace bien y no se nota.
Y a veces se intenta ser fiel a las dos cosas, o sea, hacer una obra de teatro filmada. Suele salir bien en la televisión (o solía salir bien en nuestra tele, en aquellos Estudios-1 que eran cantera de actores y fuente de cultura, pero los tiempos son los que son y está visto que el río no volverá a pasar dos veces por nuestras pequeñas pantallas). Es más difícil en el cine, y ahí entra esta adaptación de Otelo de maese William Shakespeare que produjo en 1965 el National Theatre de Gran Bretaña, dirigida por Stuart Burge y con nada menos que cuatro monstruos en el reparto: Laurence Olivier (Otelo), Maggie Smith (Desdémona), Derek Jacobi (Cassio) y Frank Finlay (Yago). O sea, filmar una (o varias) representaciones teatrales sin tener que buscar decorados ex profeso. Acaba de publicarse en DVD.
La cosa sale bien a medias, a nivel puramente estético, de fondos. El escenario es inmenso, pero de cartón piedra. Se echa en falta en ocasiones el uso de la música, de algún plano de transición, nos quedamos con las ganas de ver los barcos llegando a Chipre, los canales de Venecia, la pelea tabernaria con un poco más de adorno. Pero da lo mismo: el teatro es, en el fondo, palabra en movimiento, y aquí la palabra (y la luz, todo sea dicho, la fotografía es excelente) mete en el bolsillo a cualquiera, por poco interesado que esté en esta historia de celos que se transmiten como una plaga del retorcido Yago al confiado Otelo.
Cómo suena el verso, de qué manera lleva el peso de la película Frank Finley con su Yago, cómo le habla a la cámara: no extraña que, en versiones más recientes, e imposible ya que un blanco haga suyo el papel, nada menos que Kenneth Branagh se quedara con Yago y dejara al otro Laurence, al Fisburn, el papel del moro enamorado.
Y cómo permanece Olivier en segundo término durante buena parte de la función hasta que le toca el turno de dar rienda suelta a su histrionismo. Maquillado no de marrón ni de negro, sino de gris grafito, cualquier duda que pueda suscitar su presencia en escena queda borrada al segundo, cuando truena su voz y su acento y nos parece, en efecto, que estamos viendo a un hombre de color. En la fuerza de su torrente, y en la expresividad de sus ojos, Olivier dicen que hace aquí el mejor Otelo jamás visto, y debe ser cierto: cómo retuerce su cuerpo cuando cae víctima del ataque de epilepsia, cómo mueve las manos cada vez que declama, y sobre todo, cómo redondea su personaje, siempre con ostentosas cruces al cuello, cuando en el momento en que comprende por primera vez adónde lo van a llevar sus recelos, se despoja de la cruz y acaba adoptando, en el suelo, el gesto de adoración de los árabes hacia La Meca.
Pasiones contadas con pasión. El verbo casi más fuerte que la imagen. Es un placer ver cómo Yago da rienda suelta a sus propios celos sin prueba y va contagiando a Otelo de su propio pecado. Quien sospecha una vez, sospecha para siempre, dice el enardecido general moro.
Quien ama a Shakespeare de esa forma, es capaz de transmitirnos su pasión, grabada en cinta, desde más allá de la muerte.
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