(Hay días que hacen biografía y días que pasan en blanco)
UMBRAL
Y en unos minutos ya no se verá nada y todo se volverá negro, pienso mientras contemplo la bola amarilla del sol que se viene hundiendo en el agua con una lentitud desesperante. Todo se va contagiando de un incitante color de sangre: olas, barcas, nubes, la bandera solitaria del castillo cercano. Hace frío, viento del norte, quizá. Qué día es hoy, trato de acordarme, ¿jueves, viernes? Viernes, sí, mañana será sábado, y el otro domingo, y después, lunes, vuelta en redondo. Isa y yo estamos de pie sobre el cemento oscuro del espigón. Miguel orina a lo lejos, escondido tras un coche. No podemos verlo, pero sabemos que orina. El sol no es más que la mitad de una naranja ahogada en el horizonte.
—¿Bonito, eh? —comento, ni por iniciar la conversación ni por decir nada, las manos en los bolsillos.
—Aja. A mí me gusta —Isa mueve la cabeza, la nariz sube y baja, los ojos se estrechan. Tiene frío incluso metida en el abrigo marrón del que cuelga el cinturón, como siempre, porque le falta un hilo.
Ay, Faé, este puto Cádiz me gusta cada día menos. La voz de Miguel, sus pasos, ya vuelve, palmea dos veces con sus manos enormes, se ríe, Miguel.
—¿Nos vamos? —preguntó Manolo mordisqueándome el bocadillo de tortilla mustia—. ¿Nos vamos sí o no?
—Ñiam, ñiam, espera, hombre. Todavía es temprano, cálmate. ¿Qué hora es? —contesté con la boca llena, sonreí. Manolo se desesperaba comiendo mi tortilla.
—Van a dar las once y diez.
—Hay tiempo.
Isa y Pepi bajaron riendo la escalera, los bolsos les colgaban de los hombros. Aligérense, niñas, les grité. Ellas se demoraron todavía más, si cabe. Mordieron mi bocadillo, convertido en una minúscula mancha de papel, pan y grasa.
—¿Adonde vamos? —era Pepi, interrogaba colgándose bien el bolso.
—¿Y Miguel, no viene? —preguntó Isa, inclinando la cabeza; mirándome a los ojos, levantaba la vista.
—A la Caleta —respondí por orden —. Podemos bajar: la marea está vacía. Miguel no viene, ha ido con Félix a no-sé-dónde. ¿Nos vamos?
--¡Claro! ¡Pero si llevamos media hora esperándoos!— bromeó Isa. En venganza le descolgué el bolso, Manolo reía.
—No me vayas a decir que esto no es bonito —trato de hacerme el ofendido, sabiendo que es inútil discutir de chauvinismos con Miguel.
Doy un paso adelante, hop, Miguel hace lo mismo y los dos nos quedamos al borde de la plataforma de cemento, Isa sigue sin moverse detrás. Tiene miedo, vértigo. Miguel palmea otra vez, las manos frías.
—Pero está mu sucio tó —desprecia, exagera su acento andaluz, señala la playa debajo—. Pa mí no hay mejor playa que Valdelagrana, tío.
—Esto también es bonito, Miguel —trata de apaciguar Isa, da un paso atrás, nos recrimina—. Quitaos de ahí que me da miedo, uy.
Reímos. Miguel obedece, yo me quedo en el borde y grito, que me caigo, que me tiro. La cara de Isa muestra enfado en un segundo. Idiota, me dice. Debajo, el espigón blanco feo reverbera en la oscuridad. Hay restos de moho en la base de los pilares de piedra, y el chapoteo del agua suena mal. Esto hay que quitarlo de aquí, pienso, afea mucho el panorama, a Paco Alba no le hubiera gustado en su Caleta, no.
Acabé el bocadillo y tiré el papel manchado detrás de un coche. Isa reprimió: Anda, hijo, qué limpio. Manolo salió en mi defensa. Pepi tal vez se encogió de hombros. Caminamos alrededor de la estatua de Simón Bolívar, cubierto ya el bronce de una costra verde en la manga y en las patas del caballo y el héroe. Faltaban letras en la inscripción del pedestal. Cruzamos la calle.
—Oye, ¿de verdad que nos vamos a escapar de Dibujo?— Isa preguntaba incrédula, como si fuese a correr la aventura fantástica de su vida.
Manolo la miró con gesto de asco (le salía muy bien) y levantó la mano derecha en tono de fastidio. La interpretación quedó bordada.
—¡Claro, muchacha! —El acento jerezano de Manolo, la cara risueña de Isa—. ¡Pasa del gilipollas del Zalo! Total, si no vamos a hacer na hoy tampoco.
Isa estuvo de acuerdo. No hizo falta que Manolo insistiera más. A partir de aquel momento éramos libres.
—¿Y eso qué es? —La voz de Isa me devuelve al presente, al frío. Me doy la vuelta, la miro, me encojo de hombros, señalo Náutica.
—El espigón para los tíos de Náutica —explico tiritando, ellos me miran—. Para prácticas de no se qué. A la gente no le gusta que esté aquí.
Miguel sonríe incrédulo. ¿Por qué? pregunta, sus ojos recorren la doble vía de cemento blanco. Ya casi está oscuro. Las barcas se mecen dentro del agua.
—Porque afea el panorama. No olvides que éste es un lugar típico.
Sonríe Isa, Miguel farfulla algo referente a la estupidez. Inútil discutir con él, también yo sonrío. Pasa un autobús echando humo y pitando fuerte.
—Estamos encima del embarcadero —anuncio—. ¿Alguien quiere bajar?
—Vacía —comentó Pepi, miraba las rocas, el cielo limpio—. ¿Qué hacemos, bajamos?
—Claro, venga —jaleó Manolo. Antes de que pudiéramos darnos cuenta ya estaba abajo, en la arena.
—No, que hace frío. Mejor vámonos —dice Isa, sigue estando helada, la nariz roja —. Vámonos, digo. ¿A Náutica? Hasta las ocho hay tiempo.
Pepi siguió corriendo a Manolo. En la cancela verde quedamos Isa y yo, mirábamos todo. Isa resopló, echó mano del bolso, se lo colocó en bandolera. Hace calor, dijo.
—Quítate la rebeca, que vas a criar pulgas —aconsejé. Por un momento creí que iba a molestarse, a decirme algo, pero ella se quitó la rebeca azul marino de punto grueso y se la anudó en torno a la cintura. Sacó unas gafas del bolso. Eran verde oscuro, verde botella.
—Préstamelas.
Ella dijo bueno, toma, y yo me puse las gafas, que me venían grandes. Bajando despacio hacia la arena, esquivamos barcas varadas. Una se llamaba Conchita, era azul y blanca, olía a sal. Los pescadores nos miraron sin demasiada curiosidad (más a Isa que a mí, por supuesto); tejían redes. Pronto nos reunimos con Pepi. Manolo tiraba piedras al agua. Chop, chop, no rebotaban.
Miguel palmea otra vez. A Náutica, dice, a Náutica. Cerveza y tónica, ¿no? Reímos. Bajo el primero el escalón, espero a los otros dos, cuando llega Isa le tiendo la mano, sabiendo que va a rechazarme. Ella me mira con cara de furia, baja sola el escalón, el pelo en la cara, pero sonríe con el ojo izquierdo. Miguel suelta una carcajada y salta, aterriza como un gato cebado, busca un cigarro.
Cruzamos la calle esperando un hueco entre la carrera sin sentido de los coches. Primero yo, luego Isa. Miguel, el último, aulla con el cigarrillo sin encender en los labios, Winston. En la cancela del colegio nos encontramos con Ana, con Mamen, con Carmen, que van a subir también. Son niñas sencillas, agradables, que caen bien, las quiero por eso. Saludos, risas, Miguel enciende el cigarro, escupe humo.
Fuimos bordeando la orilla lentamente, relamiéndonos con nuestras propias huellas marcadas en la arena tibia. Tuve cuidado de no mojarme los zapatos. Debajo del edificio en ruinas, negro y blanco, había una enorme máquina para quitar la arena. Los obreros estaban desperdigados, mascaban chorizo, fumaban tabaco negro.
Vimos un zapato viejo, curtido, de cuero, naufragado en medio de los cristales, las piedras, las rocas. Manolo se adelantó, moviéndose como un jugador de fútbol. Dio una feroz patada al zapato roto, pero éste apenas se movió del sitio. Se lastimó el pie, maldijo algo, nosotros reímos.
—Es que pesa mucho —se excusó.
—Como que está lleno de agua, listo —aclaré yo, Isa dijo claro, Pepi pareces tonto. Seguimos andando, riendo.
La cuesta, rodeada de focos, la vamos bajando en tromba, todos hablando, sin entendernos bien. Miguel baja el último riendo como siempre. El sonido de las conversaciones múltiples es ensordecedor, nadie entiende a nadie. Miguel estalla. ¡Callaros, cono, hablad de una en una!; se ríe, fuma, pone orden, mira lo alto del mástil, las estrellas de niebla, Miguel.
Ante la puerta de cristal me quedo el último, les cedo el paso al batallón de hembras, hago resonar los tacones de las botas como un nazi, murmuro algo. Ana rezonga machista, machista-leninista, apostillo yo. Todos ríen, cruzamos el pasillo, subimos escaleras. Miguel gasta bromas a las niñas, muy bueno, aliento yo, hay quien me mira con odio, ja, ja, ja.
Corrimos entre las rocas, teniendo cuidado de no resbalarnos. Manolo saltaba entre una piedra y otra con rapidez, y parecía que de pronto iba a dar un paso en falso y hundir un zapato en los charcos, uuy. Las algas eran verdes, de un color sucio, y estaban salpicadas de arena por todas partes. A Isa —claro— le daban asco.
—Café —pide Miguel, ordena las mesas, aparta una silla, hace gotear ceniza del cigarro.
Pepi recogía conchas gastadas por el agua, apartaba a un lado las más rotas, terminaba por tirarlas todas, se limpiaba las manos sucias, se ponía en pie. Yo jugaba a malabarismos, de una roca gris hacia una roca negra, ya, aterrizaba con la punta del pie izquierdo, bamboleaba el cuerpo, tatachán. Hacía calor, sudábamos.
—Café —dice Isa sentándose en el centro de la mesa. Yo pongo cara de asco, me siento también. Ana al frente, Carmen a mi lado, rugen las sillas.
El reloj del bar, girando, marca las siete y cinco. Gira en remolinos amarillos, en remolinos verdes, no para nunca, tictac tictac. La máquina de coca-cola hierve, ding ding ding, la tragaperras.
—Ten las gafas, Isa, que me marean. —Le tendí las gafas, harto de ver el cielo verde, las caras verdes, el mundo verde. Ella se las puso, a horcajadas sobre la nariz, y también le venían grandes. Eran las gafas de su hermano, me explicó, a quien yo todavía no había visto nunca. Los ojos le quedaron fuera de mi alcance, taponados por el cristal. Por un momento pensé quítate las gafas, deja los ojos libres, mejor el sol. La miré en silencio, corrí sobre las piedras, venga, venga.
—Uaac, café a esta hora. No puedo soportarlo —saco la lengua, pongo los ojos en blanco, digo algo referente al olor y al humo. Ana se ríe, me mira sonriendo. Miguel apaga el cigarro, mira la tragaperras con ojos de niño.
—Me baja la tensión —anuncio, los codos sobre la mesa; miro los ojos de Ana, los ojos de Isa.
—Al revés, hijo. El café la sube —corrige Isa, baja los ojos, tuerce los labios, grrr.
—A mí no, encanto. Yo soy más raro que nadie —la corto malévolo, río, tamborileo los dedos en la mesa, le quito a Carmen el bolígrafo, paso de todo.
Manolo, más avanzado que nosotros, se agachó. Llamó nuestra atención silbando, meneó los brazos, señaló el suelo. Corrimos hacia él esquivando el verdín y el fango. Cuando le alcanzamos estábamos cubiertos de sudor.
—Oye, Rafa —me preguntó—. ¿Tú sabes qué es esto? Me agaché junto a él, perdí el equilibrio, tuve que agarrarle por un hombro. Miré más allá de su dedo y por un momento me decepcioné. Aquello era un cohombro, le dije, por aquí le llaman carajo de mar, ¿no ves su forma?, expliqué, es igualito.
Manolo rió, sacó la navaja, hizo gñiiic la hoja antes de ponerse recta. Manolo cerró un ojo por cosa del sol. Pepi dijo qué vas a hacer, Isa me miró sonriendo.
—¿Esto no se come?
—Ya sabéis: A mí, café —dice Miguel, se levanta, echa a andar hacia la tragaperras, se olvida del mundo.
—A mí un batido —me levanto yo también, le sigo. Ana asiente, enciende un cigarro a Mamen. Por una vez el camarero se acerca, la tiza en la oreja. Más allá, Miguel juega con la tragaperras, y produce destellos y sonidos extraños que parecen música. Ding ding, la bola cruza loca entre los flippers.
—¡Ay, cómo se nota que eres de Jerez! --exclamé todavía riendo, Manolo se quedó cortado, la cara roja--. Eso no se come, está lleno de agua. Pínchalo y verás.
Manolo obedeció. Clavó el estilete en la pulpa marrón del bicho, que escupió el agua como un surtidor de fango. Los demás saltamos hacia atrás para no mojarnos, cuidado.
—Bueno —se defendió él—. ¿Y aquí no se pué mariscar algo que se coma?
Pepi levantó la mano y enseñó un cangrejo. Esto, dijo, si quieres esperar a que crezca. Manolo hizo fsss y se dio media vuelta, guardó la faca. El cangrejito era diminuto como una uña, casi transparente, y no se estaba quieto. Pronto cayó de la manecita blanca y se hundió en el charco. No hizo ondas.
Miguel se ríe, maneja la tragaperras con delicadeza, entiende en seguida las instrucciones que yo jamás entenderé. Hace tres partidas en un santiamén, me pide que le traiga el café antes de que se le enfríe, pregunta la hora, mira el destello del bumper y su craquido monótono.
—Rafa, ¿me invitas a un zumo? —pregunta Ana, intenta poner cara de niña buena pero no le sale, se ríe con sus ojos enormes, el flequillo en la frente. Pongo gesto de extraño, me rasco una ceja. Isa disimula sorbiendo café. Ésta es la mía, pienso, ahora va a ver.
—Bueno, pero otro día me tienes que invitar tú a mí, ¿eh? Que luego me acusas de machista —aclaro, bromeo, procuro no derramar el café, espero inútilmente la reacción de Isa.
Vuelvo sobre mis pasos y Miguel señala de nuevo el marcador. Otra partía, tío, anuncia, en cuanto se le coge el tranquillo es cosa hecha. Me río, a mi lado aparecen de pronto Carmen y Ana. Isa se queda en el sitio, mirando la nada, con la taza de café vacía entre las manos. Un penique por sus pensamientos.
—¡Mira, un erizo, Manolo! —exclamé lleno de alegría, saltando como si aquel diminuto alfiletero fuera el mayor tesoro de la historia—. ¡Esto sí se come!
Manolo se acercó despacito, temiendo por partida doble la burla y el resbalón. Miró luego con desconfianza el montoncito de púas, reconstruyó su cara de asco.
—¿Esto está vivo?
—Más que yo. Pínchalo y verás cómo se mueven las púas. Anda, pínchalo y verás.
—Ten cuidado no te claves —advirtió Pepi. Manolo volvió a sacar la navaja, se mojó los labios con la lengua y pinchó al animal como los médicos de las películas cuando desinfectan a algún paciente. Su cara cambió cuando las púas respondieron agitándose como un abanico.
—¿Y esto se come? —Se levantó con el erizo en una mano, la navaja en la otra, la desconfianza pintada en el gesto. Pepi meneó la cabeza diciendo que sí, Isa hizo aaag qué asco.
—Anda, Rafa, juega tú —dice Miguel, recoge el café, me deja paso. Agarro torpemente los pulsadores, hago que hagan tacata tacata y lanzo una bola. Miro de reojo y veo que Isa no me está mirando. Pierdo la primera bola por tonto.
Baja la segunda, rebota, marca puntos y la alejo otra vez hacia arriba. Las niñas me miran y parecen dos lejanos personajes de un cuadro. No prestan atención al zumbido ni a la bola, se miran en el cristal absortas. Ding ding ding, por fin game over. Me vuelvo a la mesa, me siento, quiero decir algo pero me callo, miro de reojo a Isa.
—Claro que se come —expliqué muy ufano—. A mí no me gustan porque me dan dolor de cabeza, pero comerse se comen. ¿Nunca has visto venderlos en la plaza?
—Debajo de mi casa los venden también —apuntilló Isa, sonrió. Yo traté de recordar dónde vivía, caí en la cuenta—. Mí padre los compra mucho, pero a mí me dan asco, ggg.
Manolo metió la navaja entre las púas y trató de abrir el erizo. Pepi sonrió con sorna, preguntó a Isa si también le daban dolor de cabeza. Isa no contestó, plegó los labios. Yo no supe reaccionar, me levanté, miré a lo alto, anda, vamonos.
—Pues está bueno, ¿no hay más por ahí? —preguntó Manolo después de hacer chuuuuuic y tragarse la pulpa roja y viva del erizo. Lanzó la cascara vacía a lo lejos, clonc, sacó los dientes, rebuscó alrededor con cara de hambre.
—¿Te aburres? —pregunto por fin, cruzando las piernas, me estiro cuan corto soy contra el respaldo del asiento.
--Un poquillo. ¿Ya has terminado de jugar?
—Aja. Soy muy malo —digo y callo, pienso así que después de todo me ha estado mirando, me pongo recto, miro el reloj. Ya va siendo hora de irnos, añado. Chari sale a las ocho, ¡eh, Miguel!
El camarero vuelve, gasta bromas, retira los vasos, cobra la cuenta. Nos levantamos haciendo redoble de sillas, Miguel bosteza, saca un cigarro, ofrece a las niñas. Adiós, adiós, hasta el lunes, divertios.
Volvemos a la Normal, despacio, con el frío en los dientes. Miguel todavía sonriendo, Isa escondida en el abrigo, yo no hablo. La calle está iluminada por el rastro rojo de los coches que pasan. Miguel arranca con sevillanas, un pañuelo de silencio, cualquiera sabe cuál es su intención. Sss, mejor cállate.
Una ola estalló cerca de donde estábamos, y entonces nos dimos cuenta de que la marea estaba subiendo. La playa quedaba muy lejos, porque sin darnos cuenta habíamos ido andando hasta lo más dentro. Que nos ahogamos, gritó Pepi, a correr, Manolo.
Cinco minutos más tarde estábamos otra vez en lo alto, en la cancela verde. Isa miró el reloj y se dio cuenta de que ya era tarde.
—¡El autobús! —gritó. Pepi dijo huy como perdamos el autobús, redoblamos el paso. Af, no tan rápido.
Miguel saca el coche del parking con habilidad, ronronea el motor, el R-6. Isa detrás, a mi lado, avisa de vez en cuando para que el otro haga mejor la maniobra. Yo me callo, no entiendo nada, veo a Chari que ya sale, el abrigo azul, los libros bajo el brazo.
—¡Ale, vamonos, nenín! —la voz de Chari, su alegría. Miguel pone su eterna cara de hombre tonto pero feliz, hace carantoñas, suspira, arranca el coche. ¡PalPuerto!
Manolo se despidió, cruzó la calle y se perdió detrás de los edificios claros. Yo continué andando, comentando tonterías, hasta que a lo lejos apareció la figura roja y blanca del autobús cochambroso.
—Ahí viene —comenté con tristeza, Pepi dijo menos mal, Isa era temprano.
El autobús aparcó, con su ladrido de lata, y el chófer de mote italiano esperó con paciencia la marea de jóvenes que subían alborotando. Miguel estaba ya allí, pudimos verlo por una ventanilla, saludó.
Adiós, hasta el lunes, despedí, meneé la mano con tristeza, esperé mi propio autobús de línea. Ellos arrancaron, con sonido de carroza vieja, y empezaron a perderse poquito a poco a lo largo de la calle. Adiós, adiós, saludó Isa. Adiós, emprendí lentamente el camino de regreso a casa.
—Aquí te bajas tú ya, ¿no? —pregunta Miguel, sabiendo por adelantado mi respuesta.
Salgo del coche ligerito, siento el frío en la espalda, el olor a ozono. Adiós, tío, hasta el lunes, dice Miguel. Adiós, Chari. Mira la calle a través del cristal, no dice nada, se hace la tonta Isa.
El R-6 arranca, se va. Un día más miro el mar negro, el faro, el viento. Ella se va otra vez sin despedirse, pienso. Tengo que escribir sobre esto alguna vez, ¿un poema, un cuento? Los dos, ¿por qué no? Ja, ja, ja, seguro que no escribiré nada. El mismo perro de todas las noches, que me odia y al que odio, me ladra y se me avanza, negro como la muerte. Pienso púdrete, vuelvo a casa.
—¿Sabes? —dijo Manolo el lunes siguiente—. A mí el erizo también me dio dolor de cabeza.
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Categorías: Las aventuras del joven RM