Queda también a veces la amargura. No siempre puede uno echarse flores y en ocasiones, también, se hace de cruces como si hubiera podido enmendar otras vidas con dos palabras y tres horas escasas de clase a la semana. Ser padre sin ser padre, ya me entienden. Intentar templar a veces otras sangres y quemarte tú solo en el intento, cuando no hay quien pueda con instintos ajenos.
Me pregunto a veces qué fue de mis niños rebeldes de los años ochenta, de esa década que ahora reivindican otros. He olvidado sus nombres (veinte años), pero no sus caras, y sé que algunas actitudes no les iban a presagiar nada bueno. Es de agradecer, a veces, que Cádiz sea ciudad en siglos bajos y que pocos se queden aquí, y que no sepamos qué fue de aquellas otras vidas que uno intuía destinadas al espanto. De esos chavales de entonces, los opuestos, los más cool de todos, sólo me encuentro a veces por la calle a aquel que consiguió amargarle la vida a un viejo profesor de dibujo y que ahora tiene un apodo espeluznante ("El sida") y vive a salto de mata, recogiendo vasos en zonas de movida o vendiendo pescados por la calle.
Duele llevar la cuenta, y por eso no lo hago, de los chavales que se nos han muerto, de los tres o cuatro que se ha llevado la carretera, o el cáncer (mi pobre, querido Teo), o algún accidente ferroviario (la dulce Ana).
Y duele, casi lo mismo, el consejo tirado al río, la vigilia desperdiciada, la mordaza al Pepito Grillo que llevo dentro. Entonces, y sólo entonces, recuerda uno la canción del maestro: Que decidan por ellos, que se equivoquen, que crezcan y que un día nos digan adiós.
A veces, sí, te encienden la sonrisa cuando los ves, padres ufanos, trayendo por primera vez a sus propios hijos al colegio.
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