Me perdonan que tenga el día tonto, pero algún comentario sacado de tiesto me lleva a considerar qué demonios es eso que ahora, en esta sociedad de mierda en la que vivimos, es el triunfo, esa palabra tan de moda que confundimos, me parece, con ese otro concepto, el del reconocimiento público.
Yo tengo conciencia de haber triunfado un par de veces, y de haber fracasado muchas otras. El hecho de empecinarte en escribir un libro, y en hacerlo, y en llegar a buen puerto, ya es un triunfo. Y publicarlo el rien ne va plus. Que tenga "éxito" es accesorio, teniendo en cuenta lo limitado de las tiradas y todo lo demás que rodea al mundo editorial. Pero la riqueza (y la catarsis) que a mí me producen, es todo un logro. Y si una vez, alguien, muchos meses o muchos años más tarde te dice que le gustó tal o cual relato o tal o cual novela, y que le ayudó a salir de un mal día, o que le llevó a hacer alguna reflexión, o incluso a escribir su propio relato o su propio libro, para mí se queda.
Tengo conciencia muy clara de haber triunfado, fíjense ustedes, cuando me escribe Pepe para decirme que ha terminado el proyecto y tiene diez de media en la carrera o me escribe Jose Antonio y me cuenta que está construyendo un puente y es feliz con sus hijos o me encuentro nada menos que en una calle anónima de un Madrid nocturno a una antigua alumna que ahora es cirujana, o cuando, cáspita, estás firmando tebeos en un salón del cómic y se te acerca Juanito Montaner y te dice qué haces aquí, y cuando tú le explicas una de las dobles vidas de tu vida cuádruple, él te confiesa que es neurocirujano, vaya tela. Todos ellos, claro, han pasado por mi vida y me apropio inadecuadamente de un cachito de su triunfo, porque les marqué apenas diez minutos de su tiempo, pero es bastante para un profe.
Tengo conciencia de haber triunfado cuando, una tarde, en la tele, aparece Bosnia o Sarajevo o un lugar de esos, en plena guerra, y el reportaje habla de la labor que allí hacen los payasos sin fronteras y me encuentro nada menos que a mis niños, a Alfonso Naranjo y José Luis Urbano, mis Puntos Suspensivos, ese par de caraduras que fueron alumnos míos a los trece años y a quienes mordí con el veneno maravilloso del teatro. Lloré a lágrima viva, lo reconozco, viéndolos representar allí, en aquellas calles manchadas de barro y guerra, el sketch de los trogloditas que tantas veces habían ensayado y mejorado conmigo. Es el momento de mi vida de educador (y van ya para veintitrés años) en que me supe parte de una cadena, en que comprendí que de algo habían servido aquellas tardes, aquel contagio de amores y aficiones, ese dulce encantamiento que es el teatro.
Luego, curiosamente, un par de años después, volví a encontrarme con Alfonsito y José Luis, y vinieron a casa a cenar pizza, y nos estuvimos contando anécdotas y ellos mismos, que estaban haciendo lo que siempre habían querido hacer, o sea, actuar, o sea, vivir del aire, reconocían su cierta dosis de sana envidia cuando otra gente de su promoción tenía dinero y tenía posesiones y tenía negocios, cuando ellos, pobrecitos, sólo tenían una cosa aún: sueños.
Y yo, ya les digo, me sentí orgulloso de que todavía tuvieran ese sueño de vivir del aire, y me llena de alegría, todavía, cuando veo que alguno de ellos sigue empeñado en hacer teatro y se decanta hacia el monólogo y gana algún premio menor, y me llaman al móvil, a deshora, para invitarme a una nueva representación que hacen en alguna parte. El otro día les estuve hablando a mis alumnos de hoy de mis alumnos de entonces y no sé si se me notaba en la voz, pero yo sí lo notaba en el corazón: la sensación inmensa, incomensurable, maravillosa de su triunfo.
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