Lo que son las cosas. Mientras en clase estamos viendo la poesía épica griega, todo eso de La Ilíada y La Odisea y el epíteto y los dioses y los héroes y el anhelo por la vuelta a casa, el contraste entre la vida cotidiana y la aventura desaforada en esos mares de Zeus, me pide Jesús Cuadrado un textito que sirva como introducción para el próximo título de la colección sin palabras de la editorial sins entido, dedicado a Spider-Man y escrito por aquí quien ustedes saben.
Y me pongo a buscar y rebuscar en la vieja colección de tebeos del Hombre Araña y me encuentro, claro (pues no quería abusar del viejo lema "Un gran poder bla bla bla"), con el número 18 de la colección. Ya saben ustedes (y si no lo saben están en pecado mortal, no aplasten a las próximas tres o cuatro arañas que encuentren, gracias), el número donde Peter Parker, atribulado por la mala salud de hierro de la inmortal tía May, decide desaparecer del mapa y tirar al cubo de la basura el disfraz de superhéroe, mientras J.J. Jameson publica a toda primera plana que Spider-Man es un cobarde, los supervillanos se alegran o lamentan no haber sido ellos quienes derrotaran al héroe, y el pobre de Peter Parker se encuentra de pronto que vuelve a ser un pardillo que, en el fondo, hasta podría vivir sin más preocupaciones.
Y entonces, una vez ha tomado la decisión de volver a ser un adolescente normal y corriente cuando los adolescentes no eran tan anormales y eran muchísimo menos corrientes, la sabia tía Mía le suelta un rapapolvo, luego tantas veces repetido, sobre sacar fuerzas de flaqueza y tal y cual. Y Spider-Man, avergonzado de sí mismo, recuerda la gran lección y suelta esa frase, que es la que aparecerá de entradilla en el libro:
El destino me dio superpoderes asombrosos y ahora me doy cuenta de que mi obligación es utilizarlos... sin duda ni vacilación. Sé, por fin, que un hombre no puede cambiar su destino... ¡y yo nací para ser Spider-Man!
Es un tebeo que rezuma épica por los cuatro colores, un tebeo que acusarán de añejo quienes ni tienen perspectiva ni tienen papilas gustativas en los ojos y el alma, pero qué bien contadas están esas 22 páginas: sin una pelea, sin una splash-page, sin todos los reclamos que son habituales en el tebeo de superhéroes. Un muchachito atribulado y su dilema, mientras su mundo de sueños se le rompe en pedazos y sabe que ha tomado la decisión correcta, porque para él su vieja tía es más importante. Y luego, en una sola página final, el canto epopéyico desaforado, cómo en off Peter Parker recupera el disfraz de la papelera, parte en pedazos el envoltorio de papel, vuelve a calzarse el uniforme y acepta su destino.
Aquiles debió hacer lo mismo cuando rompió su huelga de celo a cuenta de Briseida cuando Héctor mató a Patroclo. Y Ulises debió de encontrarse una y mil veces en semejante tesitura, cada vez que sus naufragios sucesivos lo llevaban a los brazos de brujas, ninfas y princesitas adolescentes, con quienes se entretenía lo justo y necesario para no olvidar que su deber, y su misión, estaban en Ítaca y con Penélope.
Si hay una épica en los cómics de superhéroes, Stan Lee y Steve Ditko la entendieron a la perfección en este título, en estas fechas: la mezcla de lo cotidiano y lo fantástico, la fusión de la imagen y la palabra. Porque la épica es, sobre todo, poesía, es decir, ritmo, es decir, sonido, y nadie como Stan Lee supo encontrar esa música y esa exageración verbal, esa estridencia si ustedes quieren, capaz de sacudir las telarañas del alma y hacernos querer acompañar a Peter Parker en nuevas aventuras.
Es un tebeo de la prehistoria, de noviembre de 1964 nada menos, escrito y dibujado y publicado poco después de que muriera Kennedy, pero llevando adelante la resolución del sueño. Nosotros lo leímos diez años más tarde, pero no había perdido ni su fuerza dramática ni su magia: en clase, cuando yo tenía trece años y todo el mundo devoraba las novelitas Vértice, nuestro jefe de estudios disfrutaba de lo lindo haciéndonos sufrir y requisando esos tebeos, para devolverlos a los quince días, o acaso no devolverlos nunca. Cuando me requisó nada menos que este tebeo, y se lo llevó, me lo devolvió apenas una hora más tarde, y sonriente me preguntó, pásmense ustedes, si no tenía el siguiente.
Que sí, que algo tenían aquellos tebeos, que de algo sabían aquellos hombres, cuando transmitían la epopeya y las lecciones morales sin olvidar que estaban trabajando para un público que ni siquiera era adolescente. Gracias, Homero. Gracias, Stan. Gracias, Steve. Gracias, Peter.
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