Echo de menos aprender con los cómics. Vale que a lo mejor fuera cultura de trivial, pero esa sigue siendo, todavía, y en muchos aspectos, mi cultura. Echo de menos aprender cosas que van más allá de la aventura que narran los tebeos: qué es un cris, o que del cactus magüey se puede sacar agua, o que Talahasee es la capital de Florida y no Miami, tonterías de ese tipo.
Gracias a los tebeos he conocido mucho mundo: he viajado por el Mediterráneo con Prince Valiant, y con El Capitán Trueno he surcado el mundo en globo, desde América del Norte hasta Sumatra. Conozco usos de los indios pieles rojas, sé cómo se vivió en un ghetto de Varsovia y en uno de Nueva York, que la Estatua de la Libertad tiene la cabeza hueca (no pun intended) y que prohibido en alemán se dice Verbotten (gracias sean dadas a Johnny Hazard). He aprendido que Nippur y Lagash son dos ciudades que dieron nombre a uno de los más grandes personajes de los cómics, y cuáles son los puentes de Manhattan.
Eran otros tiempos, cuando los tebeos divertían y enseñaban y nos ayudaban a correr mundo y no se habían encerrado en subterráneos bajo tierra ni se desarrollaban solo en ese Nueva York que hoy es ya falso y que a mí, particularmente, ya no me interesa.
Con los cómics, también, he aprendido mucha, pero que mucha literatura. Ahora la explico en clase (la literatura, quiero decir, la literatura universal) y veo que me falta ese apoyo que yo tenía. Gracias a los tebeos conocí a Tom Sawyer, a Ivanhoe, a Quintín Durward, a los niños huérfanos de Elliot Dooley y a los protagonistas de Cinco semanas en globo, al Yanki en la corte del rey Arturo y a Miguel Strogoff. A algunos de esos personajes los busqué luego en libros, a otros no me hizo falta, pero todavía los recuerdo como lo que fueron: grandes amigos de la infancia. Mis alumnos, ay, no tienen hoy ese anclaje, y cuando les hablo de esos iconos literarios, a menos que haya una versión (deformada) cinematográfica de hace menos de cinco años, les suena a chino.
O sea, que hoy siento especial nostalgia de aquello que llamamos luego, en la reedición que se hizo en los primeros setenta, Joyas literarias juveniles. Ni eran joyas ni, sin duda, literarias, no serían buenos tebeos, aunque había grandes profesionales allí detrás, capaces de condensar en 32 páginas libros que de otra manera no habría leído nadie... libros que hoy ya lo mismo, pese a las propagandas de El País y del fallido Un, dos, tres televisivo, tampoco leen más que cuatro gatos.
Y eso me lleva a la reflexión, aunque conozca la respuesta: ¿Por qué los cómics no se acercan más a la literatura, que es cuanto menos la mitad de lo que son, y se dedican a adaptar a su lenguaje y su medio los grandes libros del pasado o, simplemente, los best-sellers de nuestro tiempo? ¿Por qué nadie ha sido capaz de negociar y adaptar, por ejemplo, una versión en cómic (una versión digna, quiero decir) de El señor de los anillos? La industria, que sigue ciegamente al cine aunque tiene la batalla perdida de antemano, sigue despreciando su mitad femenina, la literatura. Se adaptan (también de prisa y corriendo) películas espantosas y se hacen en su mayoría de las veces tebeos espantosos de esas malas películas, pero ya no se acerca nadie, más que esporádicamente, a los libros para traspasarlos a nuestro medio. Recuerdo que Marvel lo intentó brevemente (como siempre, en los años setenta, cuando comprendió que tenía que haber vida más allá de los superhéroes), adaptando los clásicos que no pagan derechos (y esa es, amigos míos, una de las respuestas), o relatos de ciencia ficción (en aquellos Mundos desconocidos o noveluchas pulp de personajes como Doc Savage, títulos que no podrán reeditarse nunca porque habría que echar de nuevo a rodar la pelota de las negociaciones con autores o herederos y agentes y dibujantes y adaptadores-guionistas). La jugada les salió bien con un personaje literario de muy segunda fila (sí, Conan). La lástima es que nadie intentara, por ejemplo, adaptar El resplandor de Stephen King (creo que una vez soñé que tenía una versión dibujada por John Buscema).
Me parece que por esos dos caminos tendría la historieta que transitar: no olvidar el componente literario que forma parte de su idiosincracia, y acercarse a los libros de éxito para hacer versiones fieles que aseguren un feedback continuado entre un medio y otro (haciendo las cosas bien, naturalmente), ni dejar de lado que, aparte de ser un pasatiempo divertido, con los tebeos se puede aprender mucho de muchas cosas.
¿Que no se lo creen ustedes? Cuando quieran, les juego una partida al trivial.
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