A Torre le caía un mazo bien Mohamé, que seguro que ni se llamaba así ni ná, sino Kunta Kinte o algo por el estilo, más negro que los cojones de un grillo y con unos dientes más blancos que un anuncio de Binaca, el tío, largo como un verano sin furbo, calvo como un chupachup de cocacola y con una túnica que más floripondios no se veían en la plaza de abastos un viernes de visita al Cristo: si todavía hicieran películas de Tarzán, seguro que saldría en todas, porque de estar allí de pie to la noche frente a la playa encendía había crecido hasta los dos metros lo menos y uno de lo imaginaba con la lanza y el escudo y conociéndose al dedillo el camino de las minas del rey Salomón, o lo que quedara de las minas, claro, que seguro que algún explorador de salacot como el Capitán Tan se había quedado ya hacía siglos con to los diamantes y ahora vivía igualito que un marajá en la Costa Azul, venga pibas en tanga y pelotazos de Campari.
A Torre le caía un mazo bien Mohamé porque nunca tenía una palabra más alta que la otra, y porque a veces le daba la impresión que lo de menos era endilgarle a alguien las gafas de sol de esas que ni pasan los controles de la unión europea ni na, sino que lo que le importaba era el regateo, el dame tanto y yo te pido un poco más, y al final te las llevas por lo que te de la gana o me las dejas aquí cogiendo polvo, que ya llegará otro más a echar la tarde. Como Torre perdía las gafas con muchísima más asiduidad que perdía el móvil (móvil sólo había perdido uno, en la misma playa, y el otro lo tenía en un cajón bajo llave, por si las moscas) cada cinco o seis meses, ala, a gastarse cinco euros (o tres, con la rebaja) en unas gafas que le cupieran en el puente de la nariz, o lo que quedaba de puente, que le rompieron la ternilla antes incluso de meterse en el boxeo y no había gafa que le quedara bien, porque le subían mucho sobre los ojos o se le separaban un taco de la cara: menos mal que Mohamé era el único que tenía un surtido de gafas de pasta de carey del malo que le venían la mar de bien al Torre, y pa Torre que incluso se las tenía por ahí reservadas pa él solito, como si fuera un comprador de fascículos o del Marca o del Semana de esos que se pasan por el kiosco una vez cada si te he visto no me acuerdo. A veces pensaba que lo que tendría que hacer era comprarle de sopetón el cargamento entero e ir guardando gafas en el cajón, junto al móvil, como hacen las mujeres con los pendientes y los collares y los relojes esos que daban de propaganda (pero pagando san martín san martín) en La Voz de Cadi, pero entonces se perdería el ir cada dos por tres a charlar un ratito con el Mohamé, a cachondearse mutuamente uno con el otro, que si te vienes a tomar jalufo, picha, que mejor me invitas a marisco, anda, y cosas por el estilo. Uno miraba el coche de mierda que tenía Mohamé, un renault marrón oscuro con más polvo que el paladar de un alérgico, donde seguro que el hombre dormía y to cuando se acababa el turno de vender gafas y carteras y pañoletas y demás morralla en la playa, y sabía que Mohamé no sólo no había probado jalufo en la vida por cosas de esas raras de la religión (qué tendrá que ver la salvación con el tocino, cónchiles), sino que lo más cerca que había visto una gamba fue la vez que estuvo a punto de darse el bocazo contra el agua cuando subió a la patera, por éstas.
Era buena gente el Mohamé, y por eso Torre, que era de natural pacífico aunque se hubiera ganado dos veces la vida dando tortas, se mosqueaba una jartá cuando, en las tertulias de parados, jubilados, sordetas y pamplis aburridos de cualquier bache donde entraba a tomarse una chevechita antes de las dos de la tarde, había quien decía que con los móviles aquellos que vendía el Mohamé o los amigos de Mohamé se fabricaban bombas. Y a Torre le cabreaba porque Mohamé vendía gafas, y en algún caso, fundas pal móvil que eran más horteras que los tapices con Juan XXIII que todavía se veía en alguna que otra casa de esas que tenían en el punto de mira los asustaviejas. Y le cabreaba también que hubiera quien decía que venían Mohamé y las castas (literales) de Mohamé a quitarnos los puestos de trabajo, cuando quien hablaba estaba ya jubilao desde hacía diez años y, en todo caso, tampoco es que hubiera visto nunca a su hijo o a su yerno vendiendo gafas de mala muerte en el paseo marítimo. Ni móviles tampoco, fíjate, hicieran o no hicieran bombas. Es lo malo que tiene acostumbrarse a tener el estómago lleno, claro: que te olvidas de dónde viniste tú o vinieron tus padres, arrastrando los pies y con más hambre que el perro un ciego.
Lo que no sabía Torre era que Mohamé pudiera tener la sangre tan colorá, tan brillante, más densa que la pintura, pero con la cara llena de sangre se lo encontró las otras noches, entre los restos de la tabla larga que usaba de tarima para vender las gafas, rodeado de añicos de cristal y cachos de patillas de carey, junto al coche lleno de polvo que ahora tenía también los cristales rotos. Maldita sea su estampa, un ojo perillo y un diente menos en aquella dentadura que parecía un anuncio de dentífrico, con la carita la mar de mala, que Torre sabía bien lo que duele un puñetazo en la barriga y una patada en tus partes, pero cuando vio a Torre el Mohamé le sonrió y le digo algo así (no pudo entenderlo por la sangre que escupía) que eran los gajes del oficio de ser subsahariano, que de vez en cuando a alguien que se cree que no es rubio de bote le da el siroco y decide que la calle es suya y de nadie más, y le da lo mismo que tengas papeles o tengas telarañas en las tripas, te baila el singing in the rain en las costillas como si con eso fuera a evitar, no sé, que la gente que tiene hambre no se lo juegue a cara o cruz en una patera o se recorra media África en busca de un sitio por donde cruzar hasta otra vida.
Ayudó Torre a Mohamé a recoger lo que podía recogerse de su negocio, las gafas que no estaban pisoteadas, las fundas de móviles que todavía encajaban unas con otras, los collares que tenían cuentas que no bailaban como los boliches de una lotería de mesa camilla, y luego lo llevó a la casa socorro, a que le dieran un par de puntos en la ceja izquierda y le metieran un algodón que no era tan blanco como sus dientes en la boca, y después insistió en que fuera con él a comisería a poner una denuncia, joé, pero Mohamé dijo que no, si no los había visto y por la forma que tenían de hablar tampoco eran de Cadi, y le dio muchas veces las gracias a Torre, y al final le dio la mano, un apretón de cazador negro de corazón blanco, y al estrechar aquella manaza a Torre le dio un repeluco, porque notó en los callos de la palma y las yemas de los dedos el rastro de cicatrices antiguas, pero no olvidadas, la huella marcada del metal que se había hundido hasta el fondo en aquellas manos cuando saltó con otros parias como él la valla. Comparado con eso, claro, era lógico que Mohamé dijera que un diente roto y un par de puntos en la ceja izquierda no fueran nada de nada.
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Categorías: Historias de Torre