El mundo es cada vez más chiquitito, con todo lo bueno y malo que eso conlleva, desde transmitir una enfermedad que antes podía aislarse y ahora da la vuelta al mundo sin que nos de tiempo a decir Jesús, a poder ponernos en contacto con gente o con productos que están allá en nuestro quinto o sexto pino y que antes (y por antes entiéndase una fecha no mucho más exagerada de diez años) no llegaban nunca a nuestro alcance, o llegaban tarde y mal, troquelados, mutilados, descuidados o censurados.
Nos pasó con los tebeos: las pocas luces de los editores (?) de este país nuestro nos llevaron ya a principios de los años ochenta (viejos que somos) a buscarnos los pastos pidiendo por correo a librerías especializadas americanas, con toda la molestia que era aquello (estudiantes sin posibles y sin tarjetas de crédito ni fax ni otras puñetas) de tener que ir al banco una vez al mes (a la central del banco, nada menos) para enviar un giro internacional o hacer una orden al portador o qué se yo lo que había que hacer para que de una vez nos enteráramos qué le había pasado a Fénix Oscura o si era verdad que el Doctor Muerte era aclamado como salvador por el pueblo de Latveria.
Nos pasó con el cine. Meses había que esperar, o años, o toda la vida loca, para que aquí nos llegara algún estreno, y hasta el mismísimo George Lucas cometió (hace ahora seis añitos, ¿no?) el error inconmensurable de estrenar el Episodio I con varios meses de retraso en todo el mundo respecto a América, por lo que, independientemente de la piratería (que esa es otra) las críticas demoledoras ya le habían hecho un pie agua antes de que el público de otros países pudiera desencantarse de esa película por su cuenta.
Y nos está pasando con la televisión. Contaba acertadamente el otro día José Javier Esparza en su columna que la semana pasada se emitió (en las cadenas generalistas), La comunidad del anillo, un par de episidios nuevos de CSI y uno de esos concursos de bailones. Y que la cuota de pantalla fue exactamente la inversa a la calidad que se supone (y que comparto) en los productos: en efecto, los bailones cortaron el bacalao, Gil Grissom et company se llevaron otro poquito más del share, mientras que a Frodo Bolsón y sus amigos excursionistas (quizá por la longitud de la película, anuncios kilométricos aparte) apenas los vio nadie. Bien es cierto que, a estas alturas, quien no haya visto en cine o en alquiler o tenga en propiedad la trilogía del amigo Peter Jackson bien puede ostentar el título de ser humano más raro de la humanidad toda, pero esa es otra historia.
Les hablaba de distancias. En el tiempo y el espacio, quiero decir. Verán, yo estoy claramente en contra de la piratería, creo que los autores tienen derecho a cobrar por su trabajo y no a ver cómo se les desangra poco a poco la cuenta corriente (eso, los que ganen pasta; comparen ustedes con los idiotas que ganamos una miseria a cuenta de nuestros libros pero que vemos, con estupor, cómo nuestros libros están por ahí rulando en plan parche en el ojo; háblenme de fans fatales, anda). No tengo un solo DVD que no sea original (miento, tengo dos, que me regalaron hace unos meses, las aventuras de Corto Maltés en dibujitos animados, pero no los he visto siquiera), pero a veces no me queda más remedio que, ejem, echar mano de contactos o de malas artes si quiero ponerme al día en las series que amo. El DVD es un enorme alivio para quienes nos gusta ver de corrido y tener en casa nuestras series predilectas... ¿pero qué se hace cuando aún faltan meses y más meses para que se editen en ese formato en países lejanos? ¿Y qué hacer cuando faltan meses y meses para que se emitan en nuestras teles, aunque sea en nuestras teles de pago, las series que se emitan? La respuesta es dolorosa y simple: arre.
Después me compré las dos temporadas en DVD, pero reconozco que vi en condiciones ínfimas de calidad (porque no me digan ustedes que se ve igual, porque desde luego yo no lo veo igual) el remate de Buffy y Angel. Sin subtítulos y con poca luz, pero por lo menos maté el gusanillo de saber qué pasaba, semana a semana. Como si en el fondo estuviera sintonizando (que eso hacía, prácticamente) con las cadenas americanas.
Lo mismo, ahora, con las dos series que más me interesan: Battlestar Galáctica en su segunda temporada y Perdidos. Pincha uno en el buscador y ve que están asequibles aquí en la red semana a semana, y para mi pasmo, hasta subtituladas en español (y bastante bien subtituladas, por cierto). Galáctica está empezando ahora mismo en un canal digital; puede que nunca la pasen por la segunda cadena o por Antena 3. Perdidos terminó hace un mes y pico y ahora están refriteando una y otra vez los episodios de la primera temporada, a la espera... ¿a la espera de qué?
Hoy día cualquiera tiene ordenador en casa y conexión a internet. Los fans de la serie (echen un vistazo) no esperan: no tienen por qué esperar cinco o seis meses a que la emitan en cristiano: se la descargan de aquí internet y santas pascuas. Cuando dentro de cinco o seis meses se emitan en las teles, y cuando se ponga a la venta el DVD, la verán y la comprarán. Pero ya habrán satisfecho la curiosidad del cliffhanger (o lo mismo no, que para mí que quienes están perdidos de verdad en la isla son los guionistas). Se da la paradoja de que los seguidores más acérrimos de las series son los que practican actos de legalidad dudosa.
¿Pero quién tiene la culpa si el mundo hoy es inmediato, si las distancias ya no existen, si también la globalización tiene cosas buenas? Díganme ustedes qué necesidad tiene Fox (la cadena que emite Perdidos en digital) de esperar a que se complete la segunda temporada americana para empezar a emitirla, cuando no hace falta más que tener a mano el equipo de traductores y dobladores e ir emitiendo, no sé, con un par de semanas de diferencia con respecto a la cadena madre. Si nos dicen que es imposible, es que son tontos, es que no están en el año (en el segundo) en que viven: Perdidos se emite los miércoles en Estados Unidos. El jueves por la mañana ya está en e-mule; un día más tarde, más o menos, con subtítulos.
Nos dicen una y otra vez que el futuro de la televisión es la tele a la carta. Y es esto, o algo no muy distinto de esto. Ver lo que queremos ver cuando lo queremos ver: o sea, ahora. La televisión tiene que evolucionar, tiene que darse cuenta de que hay otro público aparte del marujeo y el petardeo, y que en el fondo esto de internet no es sino la antena parabólica más grande del mundo. La piratería de este estilo, me parece, es piratería inocua que corre por delante de las obtusas cadenas televisivas porque las cadenas televisivas todavía no se han dado cuenta de lo que pasa. Y lo que pasa es que el tiempo se acelera, se inmediatiza, se instantanea.
Lejos queda la anécdota de la pequeña Molly de la novela de Dickens, y la gente arracimada en el puerto de Nueva York para saber si moría o no, tras los meses de espera que suponía que el periódico donde se contaban sus andanzas cruzara el Atlántico.
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