Me miro lenta, largamente, al fondo de los ojos. Medio oculta a la luz la piel de nimba, mi cuerpo, como de luna pálida, devuelve roces tenues del propio deseo compartido. Todo el amor del mundo dibujado en mis labios me veo avanzar, me sé parándome. Todos los secretos rotos y me acerco a mí misma, me fundo en un abrazo tierno. Dobles manos mis manos, me acaricio. Susurro palabras hacia mi oído, caigo hasta mi cara y me beso honda, dulcemente, los dientes de la boca. Cosmos de deseo y sangre, muerdo mi lengua. Fuego líquido, nuestros cabellos bruñen la estancia y es un espejo de oro donde se borran mis miedos, una leve redundancia de piernas que agito, de párpados que cierro. La soledad se arrincona en un extremo y vuela siquiera el ansia, el crujir de mi propio anhélito, débiles lamentos que se escapan de mis dos cuerpos. Rompo la imperfección. Un millón de tambores quedan sordos. Dedos propios que son dedos extraños se ranuran sobre el cuerpo exacto que es mi doble sólo a medias. Bocas rojas mis bocas se detienen vientre abajo, mojan un surco azorado de simiente y me estrecho loca, vacuamente, en este delirio de ahuyentar la soledad, en este consuelo falso. Tanteo la compañía que sólo mi propio yo puede ofrecerme, beso el cuerpo más hermoso porque es mi cuerpo, la boca de mujer más infinita que apenas soy yo, y sufro el martirio de completar este círculo tan horroroso, esta desdoblación de desear la piel que ya conozco de memoria, la aberración más repugnante de este amarme con locura hasta mí misma. Retracto brazos en oleada, me sonrío, y el deseo se evapora como una nube de hidrógeno, se retira la garganta de níspero y sólo queda la mordedura siempre al acecho de la vergüenza sentida, dolida dos veces. Me aparto de mí, echo hacia atrás mi cuerpo y dejo de sentirme encima, ya no noto mi peso desde abajo, y miro doblemente el techo azul de zócalos hundidos, la vidriera de plasmitetal que me descubre un metro cuadrado de estrellas. Sé lo que estoy pensando. Arrullada por la respiración que a mi lado voy haciendo, a golpe de corazón que recupera el ritmo, consumido ya el amor y el deseo y la rutina de poseerme una y otra vez contra el silencio, tomo mi mano que no es mi mano propia, la mano que es mi calco, piel nacida de mi propio seno, y la beso como pidiendo perdón, y me levanto, cruzo la habitación, me veo flotante, buscando un cigarro, y vuelvo al lecho donde estoy tumbada, cubierta por sábanas de lino, ansiosa por recibir el regalo del pequeño cilindro hecho tabaco. Me acaricio el pelo, sabiendo que sólo yo podría ser capaz de consolarme en un momento así, cuando el recuerdo vuelve con su ralea de bumerang mortífero, con su lastre de lágrimas amargas para recordarme que aunque me bese y me hable y me haga compañía, o me ame con la perfección que nadie antes que yo había imaginado, o comparta este cigarro, no soy más que la última mujer, el último bastión, un reducto de soledad en un cráter atómico, la raza humana simplificada, reducida a dos veces yo y la soledad y las frías paredes de hormigón y el canturreo terrible del silencio. Todo se vuelve atrás y pugnan por desgranarse los recuerdos. Cada vez que cunde la desesperación, el asco de esta mi extraña variante de deseo, el recuerdo se concentra en mi cerebro y me devuelve a un siglo atrás, me transporta y me revive el dolor y la miseria y el espanto de la noche.
La noche. El recuerdo es horrible porque me trae amargura y viene dos veces. Yazgo junto a mí, y mientras paso de mi boca hasta mis manos el cigarro, me veo dos plantas más abajo, trabajando fuera de hora, a las tantas de la noche, absorta en mi labor de salvaguarda de especies en extinción, blanca en la bata de algodón sintético, sucios los guantes de sacáridos y prótidos, loca en la molécula de ADN, sin tener ni idea, sin saber que afuera el sembrador, el hongo de torio devoraba y gemía con una canción de llanto y arrastraba al mundo al final de su historia. Yo trabajando para conservar la vida y ellos quitándola. Yo intentando luchar para evitar el exterminio de tantas razas y apenas cien metros más allá el último animal, el ser supremo, aniquilando todo cuanto vive, destrozando sueños, cortando de raíz los últimos rendijos de esperanza.
La noche. Cuando advertí que el temblor no era uno más de los muchos que ocurren cada día en Pasadena, cuando las luces rojas empezaron a bramar peligro peligro peligro y las sirenas cortaron todos los accesos y salidas, cuando me di cuenta de que los sistemas de refrigeración de última prioridad alerta atómica funcionaban a tope y las computadoras chirriaban locas con su consigna no salir no salir no salir, cuando de muy lejos el temblor se convirtió en un aullido confuso que creía con el lamento de diez millones de almas, entonces supe que el apocalipsis estaba allí, y corrí pasillo arriba, roto el cristal de la bureta, perdida para siempre la carga cromosómica del último panda chino, y apenas llegué al segundo nivel, adonde estoy ahora, y contemplé cómo en plena noche amanecía un enorme sol rojo y grité, uní mi voz a miles de otras voces y seguí gritando hasta que no quedó ya ni un sonido y sólo se oía mi voz, mi llanto de muchacha histérica sola, abandonada, perdida, condenada a sobrevivir en el vientre confortable del refugio.
No sé, es difícil calcular cuánto tiempo estuve tumbada allí, encogida en la posición de un feto, mirando el rojo de la claraboya pasar de púrpura a un celeste intenso. Deseando y temiendo a la vez que los sistemas anti-R fallasen y rompieran la aleación de plastiacero y plomo y la nube de muerte inundara las galerías y me llevara a morir con el resto del mundo. No sé cuánto tiempo estuve allí, pero cuando supe que el refugio aguantaría, que el laboratorio y yo estábamos a salvo, bajé otra vez a mi nivel, olvidada del proyecto de clonación del panda, y tabulé nerviosa, febrilmente, con mis dedos de virgen doctorada en citología, pidiendo datos sobre la aniquilación (iba a decir tragedia) y la computadora escupió lentamente su cinta taladrada, como una larga lengua de papel rosado y franjas amarillas, y la respuesta fue, lo había imaginado, escasas probabilidades de supervivencia en los setenta kilómetros alrededor de la ciudad, radiación mortal, peligro de sacudidas sísmicas a lo largo de toda la falla de San Andrés. Pedí otra vez información, cómo va todo, y la lengua de papel desenrolló la noticia heladora: nada más que polvo en Hong Kong, en Leningrado, en París, en Chicago. Nada más que cenizas en un millón de otros sitios. Si había quedado alguien más estaría a miles de kilómetros, a dos o tres vidas de distancia, o tal vez estuviera encerrado en otro búnker, nada más que cruzar la calle, atrapado como un conejo esperando que la radiactividad se retirase y las células de seguridad abrieran tadas las puertas. Tecleé la última pregunta, quise saber cuándo la radiación me permitirá salir de aquí, y la respuesta fue directa, muy sencilla, muy cortés: aún me quedan de encierro no menos de setenta y cuatro años.
Embotada, furiosa, confusa caminé luego con pie sonámbulo por el dédalo de pasillos verdes, luminiscencia de fósforo aséptico con su brillo lindo de hospital, y reconté con desgana mi provisión de ropas, mi total amontonamiento de víveres. Cuatro plantas del laboratorio molecular más avanzado del mundo eran, son mi dominio. Verde, rojo, azul, blanco, los niveles correspondientes a proyectos olvidados, quimeras inútiles que ni siquiera alguien como yo (doctora honoris causa, eran otros tiempos) puede entender sin forzar una sonrisa de colegiala tímida. Más de un billón de dólares a mi servicio y yo no hacía más que subir y bajar niveles, arrastrando los pies, como un juguete zambo, como cuando de niña perdí una muñeca y estuve una semana entera fuera del mundo buscando dentro de mi cerebro su gorda cara de trapo rosa, y recuerdo los días amontonados uno detrás de otro, divididos en eternidades a intervalos de comidas (esta pasta seca que es capaz de aguantar cien años), siempre mirando la claraboya de cielo púrpura en el amanecer y en el ocaso, los trozos de firmamento casi de leche la mayor parte del día y tiempo, esperando ante el emisor-recptor de banda ciudadana la voz de alguien que dijera hola, cómo te va, emitiendo sos intermintentes por el canal catorce, en barra fija, CQ CQ habla Liz Swan, estación Superviviente Uno, desesperada y ronca de escuchar sólo mi voz, muerta de soledad, hastiada de pasillos y silencio, temerosa de volverme loca y deseando a intervalos fijos salir del refugio sellado infranqueable y largarme de una vez al fin del mundo, morirme como una estrella bajo el soplo del viento, pero sabiendo que no lo podía hacer, porque las plantas superiores están llenas de muerte y ni siquiera tengo acceso a los trajes especiales, apolillados en algún lugar que la clave de mi inútil ordenador, desconectado del cerebro-guía, desconoce.
No recuerdo tampoco cuándo decidí tornar de nuevo a los experimentos. Tuve consciencia cuando habían pasado tres meses desde el holocausto. No había relojes en funcionamiento, pero para una mujer no es muy difícil controlar los ciclos. Advertí que retornaba a la clonación del macho panda y estuve atareada con el proyecto medio mes, hasta que la enzima de restricción destrozó más que cortó aquel último cromosoma, y mientras comprendía que el panda acababa de desaparecer también de la historia y de mi vida, me sorprendí acariciando la idea del proyecto prohibido, convencida ya de que la clonación de la última ballena azul (el único cigoto que tenía a la vista) no era demasiado factible dadas las condiciones de mi laboratorio. Descubrí que el trabajo me apartaba del miedo infinito a la soledad, que enfrascarme en las pipetas y en la red de aminoácidos me permitía olvidarme momentáneamente de que estaba condenada a languidecer entre estos muros, setenta y cuatro años de galletas y vitaminas sintéticas, y que debía buscar una ocupación para matar las horas de aburrimiento, que eran todas. No sé si medité mucho tiempo la idea, pero recuerdo mis incursiones a la Cámara de Alta Ocupación, el frío contacto del sarcófago vacío bajo mis dedos tímidos, la lechosa transparencia de la luz, la protección del cristal de ámbar, aquella fascinación prohibida del experimento que no podría ser posible hasta técnicamente dentro de diez años. Y me recuerdo también un día, extrayéndome sangre del antebrazo izquierdo, con la morosa forma de deslizarse el rojo hacia la ampolla de vidrio, y sé que fue a partir de ese momento cuando decidí crearme.
Luego todo fue más sencillo, menos tortuoso, en cierta manera despreocupante. Mis cinco sentidos estaban puestos en mí misma, en la manera de darme vida lo más rápida y perfectamente que pudiera, y esto me asustaba un poco, la verdad, pero me daba a la vez una excusa para sobrevivir, y así, día a día, controlaba el crecimiento acelerado de la doble espiral de los nucleicos, y contemplé cómo era, cómo había sido mi embrión, y desperté lenta, preciosamente a la inteligencia, incubada como un diminuto hongo en el gran útero biomecánico que me servía de vientre, y fue ya a partir de entonces un velarme, un asistir a la formación de mis miembros poco a poco, un nacer la curva que después había tomado mi nariz, el sexo definido, los ojillos perdidos en la cabecita surcada de arterias, un darme información de cómo soy, un comunicarme sin hablar de mi forma adulta hasta mi forma impúber, y yo sabía desde dentro de recuerdos que no son sino recuerdos propios, y sentía desde fuera el crecimiento acelerado de los órganos, el nacer de los primeros dientes, el vello rubio que doraba mi cabecita de muñeco boco, y gesticulaba desde fuera haciendo carantoñas a ese bebé que era, que había sido yo, labios delgados que luego alborarían al rojo sensitivo de la carne, dedos regordetes que abrirían después palmas afiladas que mamá quería de pianista, orejitas pequeñas que sólo se diferenciaban de mis otras orejas en la falta de taladro de los lóbulos, y desde dentro, todavía sin haber vivido pero con la suficiente vida como para tener un alma, sin haber abierto jamás los ojos ni pronunciado palabra ni respirado aire que no suministrara el cofre que no era sino una forma invertida de ataúd, desde dentro yo me sentía vivir, acelerar recuerdos que desde fuera, con el hipnoinductor magnético me iba proporcionando, y volaba otra vez a la niñez, jugaba con muñecas que mi yo del interior jamás vería pero que conoce y siente perfectamente, aprendí el vocabulario, las primeras cuentas, la tabla de multiplicar, me veía con trenzas, y crecía y crecía veinticinco años en nueve meses, y podría haberme dejado envejecer en la crisálida, verme encogida y arrugada con mis recuerdos cortados, como si fuera una momia, pero me aterraba y me aterra la idea de perder esta belleza que me da la juventud, perder la lozanía de mi cuerpo todavía virgen, y muchas veces después, cuando la depresión me hace mella, me acuso de haber tomado todo el experimento como una forma más de mi desmedido afán de narcicismo, y me cuesta convencerme de que no porque eso es cierto sólo a medias, y termino amándome mientras lloran sin consuelo las niñas de mis ojos, diciéndome que no, que no, que no, abrazándome como hace un rato, lista para el reproche en cuanto el masturbo-amor, como lo llamo, desaparece como se borra un número y viene el amargo recuerdo para iniciar el ciclo.
Dentro del útero biomecánico aceleré mi crecimiento, y supe de pubertades y de tenues flores de sangre, de recuerdos escolares, chicos, motocicletas y helados, y desde fuera yo veía con gozo de madre propia cómo crecían y se desarrollaban con asomo tímido las nubes de mis senos, el vello rubio y grácil en la curva de mi pubis, la forma de perfilarse mis rasgos y hacerme mujer poquito a poco, resumiendo en semanas toda una formación de años, y en el interior aprendí otra vez la estructura de la célula, la separación en dos haploides del cigoto antes de ser formado, las clases intensivas de ingeniería molecular y las tesis y los premios y las doctoraciones que hicieron de mí la científico más joven, más hermosa y más popular de la última década. Supe entonces que todo estaba listo para hacerme salir del huevo, para iniciar con pompa mi nacimiento, y una semana más tarde, mientras me miraba por enésima vez detrás del cristal protector, adiviné que estaba viviendo mentalmente el momento en que la destrucción asolaba el exterior, y preparé durante días la ceremonia, loca de júbilo, temblando de deseo y de nervios, lista para hablar por fin con alguien aunque no hable en el fondo más que conmigo, expectante de escapar a la soledad y al mutismo aunque todo no sea más que una comedia interpretada con todo detalle por mí dos veces, y tres o cuatro días después, a los nueve justos de mi autofecundación, cuando los recuerdos de mi doble clónica estaban situados en los momentos previos a mi decisión, detuve el proceso y asistí como espectadora y como protagonista al gran suceso de mi segundo nacimiento.
La tapa estaba dura, pero con algo de esfuerzo conseguí hacerla a un lado. Abrí con dolor los ojos, y moviéndome casi al ralentí me llevé las manos a las sienes. Como Venus surgiendo de la concha me vi salir, me noté saliendo. Miré todavía confusa la habitación que pocas veces había visitado y me vi sentada ansiosamente cerca de la mesa de metal, con las manos cruzadas sobre las piernas, los nudillos hundidos en el regazo, y me sonreí dos veces con una sonrisa franca, y aunque seguí sentada, dudando si morderme o no las uñas, me incorporé y di mi primer paso.
--Te he estado esperando --dije, temerosa de mi reacción, elucubrando respuestas, salidas tontas.
--Lo sé --me contesté--. Yo también tenía deseos de verte. Sé que estamos solas.
Ésa fue mi contestación, y supe entonces que era en verdad lo que yo misma habría contestado, porque era yo y no otra quien hablaba, y sonreí atrayendo el cuerpo desnudo y pregunté si tenía frío sabiendo que iba a decirme que no, y me contesté que no y me miré a los ojos, me acaricié la mejilla con dedos tímidos de niña pianista sintiendo en las yemas el contacto dulce de la piel, notando en la cara el surco invisible de los dedos. Vertí dos copas de champán, vestigio portentoso que habrían dejado allí sin duda para que los supervivientes recordaran con júbilo el día de la aniquilación, y me ofrecí una de ellas y tomé la otra, busqué mis ojos, que desprendían chispitas, pensando dos veces así que en los movimientos no somos del todo coordinadas, y entrechoqué los cristales, bebí largamente el contenido y arrojé hacia detrás las copas, y me acerqué desnuda hasta mi yo y despacito solté botón por botón los pliegues de la blusa, y me dejé hacer sintiendo un nerviosismo loco, me besé la boca con furia homicida, con aliento febril, y di rienda suelta al deseo contenido, sufrido, humillado tanto tiempo. Me amé con pericia de amante perfecta, recorriendo los pliegues favoritos de la carne que es mi carne, remontando cascadas de piel de bronce, apartando escondrijos mansamente resistidos, y el remordimiento no fue esa vez ni una sombra, ni un mal momento, sino que el autoamor fue la delicia perfecta, el espantar más alegre de la temida soledad, el débil combate de decir te quiero y sentirme descubriendo que era cierto.
Fue hace un año. Desde entonces me he amado muchas veces, y lo que nadie había siquiera imaginado en todo el mundo se ha convertido para mí en una rutina siempre nueva, denigrante, veladamente conspicua. Hace un año. Ahora tengo con quien hablar, puedo escuchar mis otros pasos, consolarme el llanto desesperado de las noches, alternarme a la radio los días pares y observarme con cariño cada movimiento, verme avanzar, pararme, sonreír, besarme, y soy por eso posiblemente quien mejor se ha comprendido a sí misma a lo largo de la historia, el único ser capaz de vivir una esquizofrenia y no volverse loca. No me canso de mirar esos mis ojos, ni de acariciarme la nariz que es mi nariz, ni de besar los labios que son mis labios. Me sé de memoria cada gesto, cada enfado, todos y cada uno de los eventos de esta extraña y nueva situación. Ni siquiera tengo por qué hablarme, porque sé de antemano las respuestas y no es difícil un enlace telepático entre dos cerebros que no son sino un cerebro mismo, pero hablo y oigo mi voz, que es agradable y suena deliciosa en las noches de amor, mantengo un monólogo a dos voces que en verdad es lo que menos importa, porque es bonito no llevarme nunca la contraria excepto en juegos que terminan en comedia, en farsa loca disfrazada de ávida voluptuosidad, y es excitante buscarme y encontrar que estoy mirándome, sonreír dos veces con mis labios finos, sentir doble el contacto de la carne, de la sangre que es mi sangre, relucir el sudor y los cabellos y sentir caliente la presencia que incita la soledad de mi contorno.
Hace un año. Dudo que haya habido jamás alguien tan feliz, tan deliciosamente enamorada como yo misma. El sueño de Edipo es mi sueño. La locura de Narciso es mi locura. Soy mi madre y soy mi espejo, y la belleza blanca de mi cuerpo, inigualable antes del Día Cero, doblemente vivida desde entonces, se convierte en una laguna tersa donde sumerjo días felices, demasiado lindos para ser perfectos.
Hace un año. Este mi propio amor no ha podido impedir que llegue un fin. Los temblores no han dejado de producirse desde aquel día. El aviso de mi ordenador tuvo razón. La falla de San Andrés resbala lentamente, se abre como se abren mis muslos en mis pesadillas cíclicas, y los terremotos ya no son tan diminutos como la primera vez, sino que vienen y rugen a intervalos regulares, asustándome de muerte cada vez que se producen, abriendo rayas de hormigón en las paredes a salvo de este búnker.
Giro en la cama. Me veo dándome la espalda, y la curva perfecta me devuelve el deseo, me beso la base del cuello muy despacio, con ternura, y no puedo evitar echar una ojeada hasta lo alto, ver la grieta del techo, del grosor ya de un puño, descubriendo un rayote de azul nítido más allá del color amorfo del cemento. Sé que esta mi historia está llegando a su fin. El sensor de la computadora lleva en luz roja cuatro días. Me avisa que la radiación está aquí dentro, contagiándolo todo como una peste transparente que devorase mil vidas. Un reconocimiento, hecho a hurtadillas, porque no quiero que mi yo sepa qué estoy haciendo, me informó hace dos días que la dosis está ya dentro de mí, que las partículas recorren ya mi carne. Este mi romance está llegando al final, ha venido la muerte a reclamar su triunfo, a desguazar con su tenaza sucia este teorema de amor perfecto. Oh, todavía tengo tiempo. La dosis no es mortal, me faltan algunos meses para que todo se complique. Todavía soy hermosa, y rubia, y pura, y mis pechos son duros, como caparazones de viento, y mi cuerpo parece un tejido de bronce reproducido de cariátide, pero el veneno está dentro, consumiendo mi belleza y mi consuelo con ansia de ser humano que razonara libremente, y sé que muy pronto esta mi piel se agrietará y formará charcos secos, y mis ojos perderán la luz, y escupiré las uñas y los dientes y perderé las hebras de sol de mi cabello, y seré una anciana de veintiséis años, un excremento de muchacha joven, un saco de piel marchita, una flor perdida, pliegue a pliegue, con dolor horrendo antes de morir, y sé que será terrible porque es la fealdad y la vejez antes que la propia muerte lo que más temo, porque es la miseria de la condición humana lo que me aterra, porque no soy capaz de soportar esta tortura y verme sufrir y sentirlo dos veces. No quiero, no quiero. Me asustaré de verme, repudiaré el cuerpo que tanto he amado, sentiré un asco doble de mí misma, por lo que he hecho y por lo que me queda todavía por sufrir, y la guadaña vencerá por fin, se impondrá el odio y el recelo a este mi amor, y terminaré aborreciendo haberme dado a luz, terminaré zapateando mis deseos de ser libre, maldiciéndome por no haber muerto con los demás, por haberme dado vida para perderla tan pronto de esta forma, y no quiero verme sufrir ni sentir mi sufrimiento, porque más horroroso aún que el dolor que sé me aguarda es verlo repetirse en mi otro cuerpo, asistir desde dentro y desde fuera a la putrefacción que viene de camino, a la pérdida de la dulzura y la lucidez que ha de encargarse de borrar este año feliz de haberme amado y comprendido con cariño de espejo, con lascivo desdoblamiento único.
No quiero. La muerte me horroriza pero temo aún más la deformidad y la vejez. La radiación me convertirá en una anciana encerrada en un cuerpo joven, en un desecho purgado por el pecado de haberme nacido. No quiero. La muerte no vencerá, no puede destrozar mi amor, no puede hacerlo. Yo soy aliento puro, yo soy mujer de fuego y no puedo dejar que todo lo que tanto me ha costado se vaya borrando gota a gota, no quiero. Tengo que forzar la situación. No puedo sucumbir a la muerte ardiente que me quiere el torio. No tengo paciencia para verme desangrar tan mansa, tan lentamente.
Me levanto de la cama, revuelvo las sábanas tibias y espero no verme cuando avanzo despacito por el largo y blanco corredor, esperanzada en que sabré perdonarme, comprenderme en esta nueva decisión, en este nuevo acto de amor que estoy haciendo. La sala de armas. La última oportunidad. Lo que los otros dejaron aquí temiendo que a la salida hubiera un mundo salvaje y que yo tantas veces había imaginado como escape a la claustrofobia, lo que ahora me va a servir como única forma de burlar el dolor y la deformidad. Mi asesinato. Mi suicidio. Levanto la pesada clave y saco las municiones del cajón. Mientras cargo la automática con lágrimas en los ojos, con miedo a lo que voy a hacerme, la computadora me avisa que es la segunda arma que saco en seis horas.
Me doy la vuelta. Desnuda, radiante, hermosa, con brillo de luna en los ojos me veo ante mí, crispados los dedos en el percutor del arma. Cierro lentamente el cajón, vuelvo a sellar la clave. Espero a dar otra vez la vuelta y me miro a la cara, me sonrío, digo adiós. Quisiera volver a besarme pero es mejor no hacerlo, miro la pistola en mi mano, la pistola en la mano que está enfrente y me muerdo los labios.
Disparo dos veces al mismo tiempo.
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Categorías: Ciencia ficcion y fantasia