¡Ya no me gustan los superhéroes! El imbécil de turno se rasga las vestiduras, ¿pero cómo es posible que a una persona no le interese eso que a él, cielos, le da vida, le da alma, le da impulso y lo diferencia de todo el resto de míseros mortales que arrastran su sombra por mediocres existencias, sin llenarse de luces y alegrías (y, sobre todo, de mujeres fatales que enseñan pecho, culo y pubis al mismo tiempo, según qué dibujantes)?
Pues miren ustedes, es verdad. Ya no me gustan. Me aburren un tanto. Y no por nada, sino, posiblemente, por haber leído tantísimos superhéroes que uno ya sabe por dónde va a salir cada historia, cada personaje, cada plot que se repite. Porque uno quiere o quiso a esos personajes como si fueran de mi propia casa (como así era) y me fastidia un tanto que cada once números o así (cada relevo de equipo creativo) el que venga detrás deshaga lo que hizo el de antes, que cada autor entienda de aquella manera eso de "back to the basics", y nos vendan la moto de originalidades y giros cojonudos cuando eso ya se ha hecho no una vez, sino cien mil: sólo hace falta tener un poquito de memoria y la comicteca bien arreglada.
No me gusta que los superhéroes ya no reflejen el momento en que vivimos (o a lo peor no me gustan porque reflejan una sociedad que no me agrada). No me gusta que un comic-book se lea en un plisplas, en dos minutos y medio o cosa así, y que en cien viñetas se desperdicie lo que antes se contaba en tres (y antes los comic-books contaban cosas, y acababan). No me gusta que los superhéroes ya no sean héroes, sino resentidos, malaideas, fachas de andar por New York, ustedes me entienden. Ni que el máximo logro de muchos autores de ahora sea no epatar le bourgueois sino al adolescente, que le mola, mazo, uh uh, que se digan tacos y se glorifiquen actitudes reprobables y se identifique en los tebeos que tanto amo (o amé) las cosas que me repugnan en la vida diaria. La gracia que tiene ser un superhombre es que, pudiendo ser un dictador fascista, no lo seas.
No me gusta el continuo donde dije digo de la industria. No me gustan los megacrossovers rutinarios cada año. No me gusta que sea más importante vender muñequitos o franquicias para dibujos animados, videojuegos o películas, que hacer tebeos que cuenten historias. No me gusta que quienes ahora hacen cómics de superhéroes no entiendan de cómics, ni de superhéroes, y estén en esto por ganar unos dólares rápidos y buscarse una franquicia propia cuanto antes. No me gusta que no lean los cómics de otros autores, y se ufanen de ello, ni me gusta que tampoco hayan sido capaces, en su vida, de leer una novela. No me gusta que el eco mediático que pudieran tener los cómics sea antes de que se publiquen, convocando a la prensa para decir lo que se va a hacer, por el morbo de llamar la atención y provocar escandalitos fatuos... y luego se de marcha atrás o se haga otra cosa.
Todo esto no viene de ahora, claro, sino de hace mucho tiempo. Recordemos: los cómics de superhéroes nos encandilaron cuando aparecieron en España, allá por el 72, y durante cuatro o cinco años, nos alegraron el día, mientras publicaron toda la magia del descubrimiento de un medio que fueron los años sesenta (eso que ahora, tal vez, gracias a las Bibliotecas Marvel hemos puesto también, objetivamente, en su sitio). Luego, entre el setenta y cinco y el setenta y siete o poco más (siempre según publicación en España, ojo, desde la marcha de Kirby a DC en timeline americana), vino el primer relevo generacional y los superhéroes se hundieron en la mediocridad, en la repetición, en el autoreferentismo. Tuvo que llegar Chris Claremont para rescatar a la industria, y en los años ochenta, con la segunda generación de autores que habían mamado esos tebeos, la verdadera edad de oro del medio, la época de Shooter al timón y de Byrne y George Pérez y Paul Smith y Walt Simonson y tantos otros autores, cuando prácticamente no había ni un solo título de superhéroes que no mereciera la pena, porque todos estaban interconetados, había buenas historias y se conseguía a la perfección eso que es tan difícil: el espejismo de que las cosas evolucionan y cambian.
Entonces se murieron de éxito. Se inventaron las Secret Wars, las Crisis en Tierras Infinitas, y se descubrió que vendían mucho más los muñecos de Mattel que los tebeos. Se encerró el medio en las librerías especializadas, se acabaron muchas ideas de mucha gente (la vida media de un autor de historietas no llega a los diez años; cinco para contar todas las historias que lleva dentro y otros cinco para vegetar, mientras llega a la cumbre o lo retiran). Los autores empezaron a creérselo y se descubrió que, a lo mejor, no vendía tanto Spider-Man como Todd McFarlanne. Y llegó la secesión, eso que los Humanoides Asociados ya habían hecho en Francia, independizándose de las casas editoras y hundiendo, de paso, los cómics como vehículo narrador de historias durante una década. En la mediocridad general, las dos perlas que hundieron sin saberlo el medio: Watchmen y Dark Knight, eso que todos en el fondo quisieran imitar y nadie supo hacer, porque ya no hacía falta, si estaba hecho.
Vinieron las editoriales auto-suficientes, el auto-bombo de los autores, la eclosión de millones de títulos sospechosamente clónicos, parecidos a otros títulos, mutantes con otros nombres y la misma actitud, la cultura del desprecio y la ignorancia, superhombres que, además, necesitaban el contrasentido de las super-armas. Toda la industria a trasmano, otro montón de títulos más para contrarrestar la ofensiva de los niños díscolos. Las editoriales grandes sabían que sólo era cuestión de tiempo, que la bola de nieve de las luchas internas acabarían por devolver las aguas a su cauce, como así fue. En cuanto los independientes-que-no-fueron precisaron alquilar mano de obra barata para dedicarse a sus negocios de juguetes, la situación de origen volvió a producirse, sólo que ahora ellos eran los editores-malos. No extraña que tantos acabaran enfadados entre sí, o que vendieran sus acciones y se buscaran la vida (si no la tenían ya resuelta) en otras partes.
Luego, los años de despiste en las dos majors, el ir dando bandazos a ciegas, a ver qué les salía: las muertes de Robin votadas por teléfono, la muerte de Superman, la historia del clon en Spider-Man y la sustitución del personaje por otro en teoría más nuevo (pero más soso). Los anuncios falsos de "esta vez va en serio". La vuelta atrás apenas unos meses más tarde, cuando ya nadie se acordaba de que los cambios eran perennes. La revampirización del fondo editorial, pero sin agallas. Cambios en equipos creativos a capricho de los editores, actitudes homófobas dentro de los grupos editoriales que provocaron la salida de algún editor en jefe; autores de primera, de segunda y de tercera. Y el descubrimiento o la certificación de que daba lo mismo que los tebeos no se entregaran, ni que se vendieran poco: lo importante era hacer ruido, salir en la prensa o en la tele, atraer a autores de otros medios para que hicieran tebeos de superhéroes que ya los lectores habíamos leído (pero ellos no), y que se presentaban como nuevos. Y el balón de oxígeno que supuso la revolución de los efectos especiales, la adaptación al cine de un montón de personajes (irreconocibles luego a veces en las pantallas) que, tras alguna suspensión de pagos y algún nuevo baldeo de personal dentro de la casa, estaban hipotecados y pertenecían a grandes bancos de Manhattan.
En eso andamos. Por si no existiera la mínima evolución lógica (o la falsa impresión de evolución, que es lo mismo a fin de cuentas), los comic-books como medio de expresión demuestran cada vez más sus carencias. Con tan pocas viñetas por página, y con los diálogos minimalistas que ahora están en boga, se cuenta en seis números lo que antes se contaba en veinte páginas: el comic-book ya no cuesta diez centavos, ni viene de regalo en un periódico, pero se lee y se fagocita en pocos minutos. Todavía la industria no es consciente de que tarde o temprano tendrá que pasar a editar directamente en libro, pero es cool que cada recién llegado pueda empezar sus colecciones desde el número uno. En esos libros, algún día, habrá que prescindir quizá de continuidades: contar historias que empiecen y terminen y se puedan entender por gente que no necesite cuarenta años de tebeos a sus espaldas y un máster en superpoderes, parentescos y melodrama.
Ya ven ustedes, ese es mi gran problema. Cuando has visto tres mil veces Casablanca, sabes que Rick no se quedará con Elsa. Cuando has leído tantos comic-books de superhéroes que inmediatamente te viene a la cabeza de dónde sale cada historia, cómo se confunde culo y témporas, cuándo se están echando balones fuera y ves venir el plumero del final de cada historia, y cuando se tiene la edad que uno ya tiene, y quisiera un poquito más de rigor y de respeto al trabajo de los autores que estuvieron antes y que fundaron las bases de todo eso que ahora da de comer a mucha gente, uno hace lo que tiene que hacer, y es no leer tebeos de super-héroes (tampoco leo ya las novelitas adaptadas que publicaba en tiempos Bruguera, ni a Mortadelo y Filemón, ni el As, ni el Marca, ni veo Barrio Sésamo, ni Cristal). Y punto. Y no hay más problema. Y si alguien se quiere rasgar las vestiduras, en la sección de ofertas de El Corte Inglés hay tijeras la mar de monas.
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