El mérito de Cary Grant (por si se lo preguntan ustedes, mi actor favorito) era que podía hacer el ridículo de mil maneras sin perder la compostura. Quizá porque era guapo, quizás porque en el fondo estaba haciendo cuentas el hombre de cuánto le reportaba, no sé, ponerse peluca y faldas de mujer, correr la maratón de Tokio cuando ya era poco menos que un abuelete de pelo blanco peinado a navaja, o gastarse un pastamen en poyaques en aquella divertida visión del futuro que fue Los Blanding ya tienen casa.
El mérito de otra gente, que nunca fue tan guapa ni tan elegante como Cary Grant, es que también hacía el ridículo y lo hacía con la misma dignidad, sin tener la excusa de ser ídolos de Fidias con blazier, cargados toda la vida con la maldición de un físico anodino, unas orejas de soplillo y una voz atiplada. Jerry Lewis es uno de esos actores capaces de todo ello (aunque no tuviera físico anodino, ni orejas de soplillo, ni voz atiplada en la realidad, sino que imitara todo eso como el buen actor que era). Otro de esos señores capaces de no pestañear mientras les caía encima la de Dios es Cristo se nos ha muerto ayer, Don Adams, para toda una generación de españolitos el James Bond que conocimos antes de conocer a James Bond, el protagonista de El superagente 86, la parodia de la moda de espías que ideó Mel Brooks para la tele y que nos familiarizó con organizaciones a la sombra como Control y su alternativa Caos y sus robots buenorros y su jefe calzonazos y la novia-eterna-que-pronto-no-fue-novia-eterna, Olive Oyl puesta al día en la figura de la agente 99.
Maxwell Smart, se llamaba. Get Smart ("Traigan a Smart" o "Vuélvete listo", según interpretemos) en el título original. Media hora de retruécanos, situaciones imposibles, malos de acento extranjero (bueno, también en sus primeras emisiones tenían los buenos aquel acento neutro del doblaje de Puerto Rico o de México) protagonizados por el "temible operario del recontraespionaje". Inútil como luego serían inútiles el inspector Closeau, que le robó el título, o nuestro Anacleto en los cómics de by Vázquez, o Torrente, que viene a ser lo mismo, guarrerías al margen. El señor que nos familiarizó con los gadgets parodiándolos antes de que el propio agente secreto original se convirtiera, por obra y gracia de Roger Moore, en parodia de sí mismo, el que compite con el capitán Kirk y Star Trek a ver quién le dio la idea a Nokia, sólo que en vez de un tricorder él usaba un teléfono como zapato (el zapatófono, nada menos, blanco de chistes sobre espías desde entonces y para siempre). El supermán bajito que atravesaba cientos y cientos de puertas para llegar a una cabina donde al final no podría llamar, ni salir, en clara paráfrasis con lo que luego haría López Vázquez en su película (si Smart hubiera sido español, sólo López Vázquez o Alfredo Landa podrían haber sido su contrapartida).
Hizo tan bien de Smart que Smart acabó siendo eso que más temen los actores de casta: se convirtió en sí mismo. Nos alegró muchas tardes de la infancia, y nos recordó, en algún pase recuperatorio posterior, que la buena comedia envejece mejor que los buenos dramas. Su personaje era desconfiado, calzonazos, inútil, pero divertido. Se le intentó recuperar un par de veces, que yo sepa, en largometrajes televisivos donde, si no recuerdo mal, hasta se las tuvo que ver con una Emmanuelle que ya no era lo que fue brevemente.
Algún día, estoy seguro, la moda que nos acosa y recupera títulos añejos de la tele para el cine recuperará a Maxwell Smart, su grupo Control, su esposa 99, su zapatófono y su seriedad a la hora de hacer el ridículo. Como Cary Grant, sí, pero en bajito y calvorota y con orejillas de soplillo, y con una voz característica. Pero sin Don Adams al frente ya no será lo mismo.
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