Me perdonan ustedes la falta de pudor, el egotismo, las pretensiones, el endiosamiento, la carajera. Pero es que hay cosas que me llenan, sí, de pudor y vergüenza propia. O de vergüenza ajena.
No es que uno vaya de nada por la vida, entiéndanme bien. Uno pica donde puede, hace lo que cree que debe, se entretiene y trata de entretener. Y se divierte. Y le dedica a todo ello más horas de las que tiene el día, desatendiendo otras cosas que, posiblemente, sean fundamentales y más importantes. Y no hace profesión de fe, ni falta que le hace, si lo lleva dentro. O sea, que cuando me pregunta alguien por qué escribo la única respuesta que puedo dar es que no comprendo por qué él o ella no lo hace.
Pero, por eso mismo, se me llevan los demonios de la impertinencia, y me tengo que morder la lengua, y me quedo un mucho cortado y un tanto más cariacontecido cuando, verán ustedes, al hilo de una conversación con algún viejo conocido al que hace años que no ves, o al que acabas de volver a ver la semana pasada, da lo mismo, te pregunta por tu vida, quizá porque te ve el brillito en los ojos, y tú le respondes que bien y tal y cual, que te has tirado todo el verano escribiendo una novela nueva. Y entonces él o ella o quien sea te responde que él o ella o quien sea hace mucho tiempo que no escribe.
Parpadeo. Rubor. Descolocamiento. Vamos a ver, él o ella o quien sea, escribir es algo más que emborronar cuartillas y esconderlas en un cajón. No es ni siquiera, a lo peor, publicar o no publicar. Es otra cosa. Es una filosofía de la vida. Es una dulce maldición inevitable. Si tú no escribes tus poemitas o tus pajas mentales o tus claves para tu vida, es tu problema. Pero no te compares, por los clavos de Cristo. Yo una vez arreglé una ventana de casa, pero no me dedico a eso. Una vez, incluso, tuve que subir la bombona de butano al tercer piso, pero no soy butanero. No compares. El hecho de escribir, la profesión, la fe, es otra cosa de lo que tú haces. Me desprecias, en tu desconocimiento, al compararte. Es como si le dices a Miguel Indurain que tú tienes un ciclostatic en casa y que, una vez, saliste al campo y se te pinchó una rueda, no sé si ustedes me entienden. Ten, él o ella o quien sea, un poco de rubor, un poco de situación, un poco de perspectiva. O será que escribir es una cosa y ser escritor otra distinta.
Lo mismo en el mundo de los dibujitos. Ando por ahí a la caza de imágenes, ya saben ustedes, para futuras charlas y tal, y te encuentras con páginas de gente que colecciona originales (envidia, envidia), y junto a quienes te ofrecen para que te extasies originales, no sé, de Byrne y Raymond y Caniff y Kubert y cien mil millones de artistas más, al ladito, zas, su propio arte. Por llamarlo de alguna manera, claro. Sus dibujitos monos, sus aspiraciones, su autobombo delirante. No se dan cuenta, quizás, de que eso amplía el escalón, hacia su lado, y va en detrimento de los que son, de verdad, dibujantes.
Es lo de siempre, claro, me parece. Uno no juega al fútbol porque, bueno, le salió algo mejor y no era plan. Ni canta porque, ya saben, tenía cosas más interesantes que hacer con su vida. Ni escribe como necesidad cuasi-respiratoria porque, en fin, no tiene más importancia y se quema la berza.
Como si todo eso, claro, fuera fácil. Como si el precio a pagar por conseguir realizar tus sueños no fuera dejarte la piel a tiras en un camino que lo mismo (me da igual) ni siquiera lleva a ninguna parte.
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